Carta de Johann Georg von Eckhart, amanuense, a Johann Philipp von Schönborn, Elector de Maguncia
Su Excelencia:
Los fabricantes de manos rascadoras de marfil están de pa- rabienes desde que el palacio se infectó de pulgas. Ocultas en los pliegues de los cortinados, esperan el paso de los lebreles para caerles al cogote, se las ve saltar y aterrizar sobre los cor- tesanos. Tejiendo redes con sus saltos ornamentales van de peluca a peluca, se hunden en los batidos esponjosos de pelo de cabra o de caballo (las económicas) o de cabellera huma- na (las costosas). Tienen tanta sangre a su disposición que si uno las captura y aprieta sus caparazones quitinosos sueltan tal cantidad que manchan enteramente la mano. Para eliminar la plaga, Guy Crescent-Fagon, el médico de Su Majestad, dispuso que se cerraran los grandes ventanales y se soltaran frailecillos, zampullines, carboneros, chorlitejos y pinzones. Y es cierto que al principio el número de insectos se redujo gracias al picoteo de las aves, pero pronto, por una pulga que era atrapada, había cientos que encontraban refugio y alimento entre el plumaje. Así, enloquecidas por las picaduras, las aves se lanzaban en vue- los rasantes; rebotaban contra las columnas, pilastras y nichos; chocaban contra las esculturas de Anguier, Girardon, Coyse- vox, Coustou, Sarazin, los hermanos Balthazar, Marsy y Puget; se estrellaban contra las cornisas y arquitrabes y contra las sa- lientes de los armarios, las puertas y los gabinetes de escritura; enceguecían con el brillo de las chapas cortadas y pegadas a los marcos de los muebles, con las reverberaciones del carey, con las incrustaciones entrelazadas y los relieves en estuco dorado y los paneles policromos; se descerebraban al golpear contra los capiteles de las pilastras de Rancé o se desnucaban contra los trofeos de bronce dorado que adornan los entrepaños de már- mol verde de Campan que cinceló Ladoyreau; creían encontrar una salida al mar o un espejismo de arena en las conchas mari- nas que trazaban sus curvas y arabescos en las paredes; algunas, por cansancio, se posaban sobre los estantes de las chimeneas y volcaban sin querer los jarrones, paraban a respirar sobre las cuatro columnas de las camas duquesa o descansaban enre- dándose las patas en el repujado de los almohadones y de los cojines, dejando las marcas de su peso en el acolchado de los si- llones confesionales y llenando de plumas las sillas y los sillones y los canapés. Pero la gran mayoría, antes de caer muertas de agotamiento, acometían un último vuelo y vaciaban sus cloacas sobre los gobelinos y las alfombras de Aubusson y los cuadros de Rigaud, La Tour y Le Brun. Para detener o al menos mo- derar los excesos de ese infierno selvático, Su Majestad dispuso una “temporada de caza interior”. Provistos de redes de atrapar mariposas, los cortesanos agitaban sus tules por los Salones de la Guerra y de la Paz, saltaban y se tropezaban y caían en la Escalera de los Embajadores, cumplían con la misión asignada en el Salón del Trono, se internaban con falsa discreción en el Gabinete de los Placeres Reales y alojaban sus capturas en jaulas de mimbre. Pero eran tantos los pájaros y tantas las jau- las requeridas que hubo que contratar de urgencia a maestros de cestería, para quienes Su Majestad diseñó los modelos que precisaba. Las había rectangulares, esféricas, ovoides, cuadradas, de doble o triple piso, en forma de catedral romana, de pagoda china o de laberinto. Debido al apuro por resolver la cuestión, estas jaulas no se vieron beneficiadas por aditamentos de cobre, bronce, estaño, escamas de tortuga, huesos, marfil o piedras preciosas: Su Majestad prefirió resignar los encantos de la forma en beneficio de la función y la corte tomó esa sencillez como una exquisita afectación de despojamiento. Cuando cada jaula tuvo su cautivo, se las distribuyó en galerías, salones y aposen- tos, en cámaras y antecámaras y escaleras y pasillos y pasadizos, pero eran tantas que resultaba difícil dar un paso sin tropezar con ellas y sin volcarlas, con lo que además se derramaba el agua de los bebederos y se esparcían las semillas de mijo y de alpiste para gran contento de roedores que abandonaron los pantanos rellenados de las cercanías e invadieron el palacio. Las ratas de mayor tamaño se deslizaban entre los barrotes y hacían presa de los ejemplares pequeños y de tonalidades más vistosas, que no tenían más alternativa que morir piando escandalosamente. La situación empeoró a tal grado que se hacía difícil dor- mir a causa del alboroto nocturno. La música de las voces de amor que antes corría de habitación a habitación, de gabinete en gabinete y de antecámara en antecámara, fue sustituida por el rumor de las quejas y los llantos de desesperación que se filtraban a través de las puertas y las paredes acolchadas, lo que, sumado al bochinche animal, daba por resultado que Ver- salles sonara como la jungla africana. Al amanecer, cuando la guardia real inspeccionaba las vastas salas y los salones amplios y las galerías interminables, se encontraba con tal aumento de la población de pulgas que cada paso era una hecatombe de insectos. Crujían éstos, al ser aplastados, como hogazas de pan recién salidas del horno. Y, por otra parte, los guardias, apartados de su función natural, debían emplearse en vaciar las jaulas y sustituir a los pájaros que en el curso de la noche sucumbieron al asedio pulgoso y rateril, quedando secos y con los ojos salidos de las órbitas.
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Visto el fracaso de esas soluciones, Su Majestad decidió man- dar sobre las fuerzas naturales y ordenó la realización de los planos de un ingenio hidráulico llamado Máquina de Marly, con el fin aparente de proveer de agua del Sena a las fuentes y estanques del palacio y el más secreto de un lavado general de toda la edificación que eliminara el flagelo.
En cuanto a la vida cotidiana, debo mencionar que la dis- posición arquitectónica de Versalles sirve a las costumbres del monarca. Para dar un ejemplo, la Antecámara Real comunica directamente con su Gabinete de las Pelucas, que guarda, según él mismo se precia, mil y uno de estos aditamentos, el último de los cuales está hecho de oro trabajado hebra por hebra para dar la ilusión propia de la cabellera de Apolo. Del Gabinete de las Pelucas, sin transición de pasillos o pasadizos, se accede a la Habitación del Consejo. Luego, Su Majestad debe atravesar dos, tres o cinco cámaras más antes de acceder al Real Salón de Baño, donde mantiene las reuniones con el Gabinete su- mergido en su tina. Incluso, hay quienes aseguran que se baña varias veces por día y luego derrama sobre su cuerpo litros y litros de perfume, pasándose también un pañuelo embebido en alcohol por el rostro para limpiarlo de cualquier impureza o resto graso. No puedo descartar esta versión, pero la más di- fundida indica que prefiere recibir a sus Ministros en la Sala de Menesteres, a la que ingresa, perdonando la expresión, cuando tiene ganas de cagar.
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