Antes que Madonna estuvo Sarah Bernhardt. Francia rememora este domingo el centenario de la muerte de la actriz considerada por muchos la primera estrella internacional, capaz de elevar en el siglo XIX su condición de actriz más allá de las tablas.
La vida de la vedette internacional de la Belle Epoque está remontando a la luz a través de homenajes, libros y una gran exposición que tendrá lugar en el Petit Palais de París a partir del 14 de abril, punto álgido de los actos de recuerdo.
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Bernhardt, que nació en París el 22 de octubre de 1844 y falleció en la misma ciudad el 26 de marzo de 1923, consiguió un renombre que, ente los dos siglos pasados, nadie antes había tenido. Su fama impregnó primero Francia, donde Jean Cocteau creó para ella el término de “monstruo sagrado” y Victor Hugo la bautizó como “la voz de oro”, antes de dar en 1880 el salto a Estados Unidos, que recorrió en un tren especial rodeado de multitudes que la aclamaban y abarrotaban los teatros, pese a que desconocían la lengua en la que declamaba los papeles más preciados.
“Hay cinco tipos de actrices: las malas, las aceptables, las buenas, las grandes y luego está Sarah Bernhardt”, escribió sobre ella Mark Twain.
Artista total
Su popularidad saltó de los teatros, donde interpretó tanto papeles femeninos como masculinos, y se convirtió en el primer rostro que impregnó los productos derivados. Por eso, muchos historiadores consideran que Bernhardt es la precursora de figuras como Madonna, Lady Gaga, Rihanna o Michael Jackson, que se convirtieron en iconos.
Las crónicas de la época recogen el culto que por ella profesaban los fans de todo el mundo, lo que le reportó una gran fortuna que dilapidó para morir casi en la indigencia. De los 45 millones de francos que aseguran que llegó a tener, a los apenas 10.000 que tenía cuando murió a los 78 años, lo que no impidió que su féretro fuera acompañado millones de parisinos camino del cementerio Père Lachaise.
Una muestra de la fama que había acumulado esta artista total, que además de las tablas se distinguió en otras disciplinas, como la literatura, la pintura o la escultura e, incluso, hizo alguna incursión en el incipiente cine.
Hija de una cortesana, formada en el conservatorio de París y, posteriormente en el Odéon, llegó a triunfar en la exigente Comedie Française, de la que dimitió con gran estruendo para montar su propia compañía, que le catapultó a otra dimensión. Londres, Sydney, Constantinopla, Moscú, Washington, Rio de Janeiro o El Cairo fueron algunos de los escenarios en los que buscó hacer realidad sus sueño: “Antes muerta que no ser la actriz más grande del mundo”.
Una leyenda que alimentó con una vida escéntrica que los reporteros de la época se encarnaban de relatar: vivía con un lobo, un guepardo, camaleones, monos, una boa e, incluso, un cocodrilo al que daba de beber champán, animales que traía de sus giras a un domicilio en el que dormía dentro de un sarcófago. También nutrió la crónica rosa de la época, con pretendidos romances varios, desde el emperador Napoleón III al príncipe de Gales Eduardo VII.
Pionera en muchos campos, también lo fue en el del cuidado de su imagen, que mantenía con una disciplina férrea, pero también en la cirugía estética, que fue una de las primeras a aplicarse cuando ya tenía 70 años, primero en Chicago y luego en París. Aferrada a las tablas hasta el último suspiro, no dejó su profesión incluso cuando una enfermedad obligó a amputarle una pierna.
Fuente: EFE
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