Un periodista total. Así definió a Martín Caparrós en su veredicto el jurado de los premios Ortega y Gasset de este año, que le ha otorgado el galardón a la trayectoria. Y es cierto. También es global, como dijo la directora de El País Pepa Bueno en su presentación de la ceremonia, que tuvo lugar el pasado miércoles en el Caixaforum de Valencia.
Porque el concepto de totalidad y el de globalidad, en su caso, van más allá de los lenguajes periodísticos (crónica, columna de opinión, entrevista, ensayo, crítica, radio, pódcast, televisión) o de la geografía (es el escritor en español que más y mejor ha narrado, en las medidas de lo posible, el mundo entero): en su obra, Caparrós integra en un todo cosas diversas, aspira la universalidad. Y hace que, leyéndolo, la respiremos en sus contradicciones.
Aunque haya escrito miles de páginas en prosa, el autor de Lacrónica es también el de una versión en verso de Romeo y Julieta y sus ensayos narrativos y sus novelas a menudo insertan endecasílabos en los párrafos o, sin previo aviso, pasan de las largas subordinadas a ráfagas de verso libre. Por eso su discurso de aceptación del premio fue coherente con una vida dedicada a enriquecer la profesión con las herramientas de la gran literatura. Fue en octosílabos y siguió la métrica del Martín Fierro.
Si Pablo Katchadjian intervino conceptualmente el poema de José Hernández, delegando en el Word su ordenación alfabética, Caparrós recurre a su cadencia y a sus anacronismos para recordarnos que el lenguaje siempre es forma maleable, flexible, tensa. No existe un periodismo neutro u objetivo porque no es posible una expresión que lo sea. La reescritura de la poesía gauchesca en pleno siglo XXI no sólo proporciona distancia crítica e ironía sobre la propia vida y las palabras que la describen, también es una declaración de intenciones. De intenciones iconoclastas y contraintuitivas.
“Lo nuestro no es complacer”, dijo mientras leía en un MacBook, sentado en su silla de ruedas, ante una audiencia hipnotizada por la música y las ideas. He buscado siempre la forma, dijo también, de escaparme del ayer. Su hackeo sistemático de las formas consagradas es una constante en medio siglo de escritura periodística, que empezó con una nota en el diario Noticias sobre un alpinista del Aconcagua que se tituló “Un pie congelado 12 años atrás”.
“Soy de dos tierras”, dijo en alusión a su doble nacionalidad, argentina y española. Pero su naturaleza anfibia va más allá de los pasaportes o el verso y la prosa. Se ha dedicado con igual maestría a la ficción y a la crónica. Y, al menos desde que publicó la La Historia en 1999, el estilo caparrosiano ha unido sus novelas con sus columnas, relatos reales y ensayos narrativos. Sus formas inconformistas hacen que todos sus textos pertenezcan a un mismo conjunto, a una única dimensión de un idioma único.
La diferencia medular entre sus novelas y sus crónicas es temática y espacial, no formal. En ficción –No velas a tus muertos, La Historia, Los Living–, insiste en narrar Argentina y su historia; y, por extensión, el tiempo y la muerte. Son la energía del rayo láser que atraviesa sus novelas. El mundo y la vida en ebullición son, en cambio, los hilos que cosen ese gran tapiz global que ha tejido con sus ensayos narrativos, siempre entre la crónica, el pensamiento y la literatura de viajes, con un compacto compromiso doble: con el lenguaje y con el retrato de las paradojas de la realidad. El Hambre y Ñamérica, sus otras dos obras maestras, son la máxima expresión de ese pacto gemelo con el periodismo y la literatura. La ciencia ficción de Sinfín es, tal vez, el intento de hacer converger ambas esferas en una única novela global.
Desde su primer libro, Ansay o los infortunios de la gloria, de 1984, se ha tratado –siempre– de discutir los límites, de negociar o rebatir las fronteras: “¿qué es mentira y qué es verdad en la vida de un hombre que ya no es más que un legajo polvoriento?”. Porque sólo si miras y piensas a contracorriente puedes descubrir lo que los demás no ven o no han reflexionado en serio. Así, en Ahorita analizó la desaparición del fuego en nuestras vidas en tan sólo una generación, un pestañeo. Y, en Contra el cambio, desmenuzó agudamente la discutible gestión humana de los retos del Antropoceno.
La invocación implícita del Gaucho Martín Fierro en Valencia –un hijo inesperado de La verdadera vida de José Hernández contada por Martín Fierro, que publicará en unos meses con dibujos de Rep– se sitúa en la larga interrogación de cuatro décadas de la historia argentina que empezó con su opera prima. Pero en los últimos años la disección de los inicios de la patria ha sido particularmente sistemática, a través de sus padres literarios. Tras Echeverría, ha publicado Sarmiento, que comienza con unas palabras del maestro que hablan, un siglo y medio después, de su mejor discípulo: “acometiendo todo lo que creí bueno, y coronada la perseverancia con el éxito, he recorrido todo lo que hay de civilizado en la Tierra y toda la escala de los honores humanos”.
Escribió en la primera página de esa novela cuando él mismo tenía esa edad: “Ya fui. Ya cumplí sesenta y tres años, ya se acaba”. Y añadió: “En cualquier caso, ya he hecho lo mejor que podía hacer; ahora pienso en la muerte. Digo pienso en la muerte y miento. Ahora pienso en mi muerte. En ningún otro campo pasar de lo general a lo particular es tan violento”. En esos momentos empezaban a manifestarse los primeros síntomas de la enfermedad sin diagnóstico que le ha atacado sin piedad las piernas.
En el agradecimiento emocionado de los versos finales de su discurso del Ortega y Gasset –una lección en el fondo y en la forma, que en su caso siempre se han sincronizado– a sus compañeros de profesión, por el reconocimiento, tal vez latía su nueva situación. El caminante sin pausa, el enorme viajero, ahora escribe más que nunca –aunque parezca imposible– sobre todo en su casa de Torrelodones, Madrid. Cuando conoció a Juan Rulfo en Buenos Aires en los años 70 escribió en uno de sus primeros perfiles: “Hay en Rulfo un concepto de la literatura como defensa, como refugio, como parapeto desde el que el autor resiste todos los asedios”.
De pronto un escritor recibe un premio que lleva el nombre de otro y la comparación cobra un posible sentido. ¿Qué une a José Ortega y Gasset con Martín Caparrós, aunque en el poema no se le ocurriera más rima que “Gasset” con “cassette” e hiciera una broma sobre ello. Pues la reflexión a toda máquina, la poligrafía, el viaje, la intervención intelectual más o menos polémica y, sobre todo, la interrogación sistemática.
Que en el caso de Martín es una inquisición irónica, implacable, por momentos borgeana. Mientras maniobraba su joystick de juguete para salir del escenario antes de que acabara la ovación que le agradecía el dicurso inesperado y gauchesco, recordé esta imagen perfecta de Meditaciones del Quijote: “Lejos, sola en la abierta llanura manchega la larga figura de Don Quijote se encorva como un signo de interrogación”. Como una pregunta impertinente y abierta.
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