El libro que vendrá, de Noé Jitrik
No es extraño que en el curso de este penoso año de 2020 y con la peste —llamada pandemia para no ofenderla— como telón de fondo, hayan salido de anaqueles polvorientos La peste de Camus, el Diario del año de la peste de Daniel Defoe, Typhus, una pieza olvidada de Sartre rescatada por Jimena Néspolo, o el Ensayo sobre la ceguera de José Saramago.
Hay, naturalmente, muchos textos más del mismo tema pero que se refieren a pestes históricas diferentes: las hubo de todas clases desde la antigüedad hasta nuestros días. No vale la pena detenerse en todos y señalar a cuál peste se atuvo cada uno porque son tantos, y es de esperar que aparezcan muchos más, que constituyen una verdadera biblioteca, o un género, como el de la ciencia ficción o el de las utopías. No obstante, y para probarlo, hay también muchos más actuales, no podía faltar uno de Stephen King, o Los días de la peste, publicado hace unos años por Edmundo Paz Soldán, e importa mencionar esta recuperación porque seguramente se cree, editores y lectores, que estas obras pueden iluminar un presente que sin duda es, por lo menos, sombrío: si las innumerables pestes que inspiraron a excelentes escritores terminaron por desaparecer, podemos esperar que la actual tenga el mismo comportamiento y destino y se convierta pronto en un mal recuerdo. Y si algunos periódicos los han exhumado a partir de la que nos aflige ahora, no es porque todos esos libros estuvieran olvidados, algunos se siguen recordando y leyendo, sino porque suponen que hay lectores a quienes no les basta vivir esta peste sino que necesitan saber que no es algo nuevo y que, tal vez de algo peor que lo que sucede ahora, la humanidad se recuperó. Me detengo aquí: a qué conduce acumular títulos, con los mencionados basta para saber cómo la literatura ha contribuido a apaciguar el temor mediante maneras diversas y audaces de imaginarlo.
Me falta mencionar, en cambio, y por gusto personal, porque no veo que se haya evocado, un momento muy impresionante de Romeo y Julieta, cuando entra en escena un personaje que exclama “¡Es la peste!” y todos se espantan y huyen. Y como todo transcurre en el condenado mes de abril, no puede no evocarse el verso de Eliot, “Abril es el mes más cruel” porque... y aquí podemos nombrar todas las desgracias que nos sacuden, miles de muertos por todas partes del mundo en este desdichado abril de 2020. Tampoco ha regresado lo que se escribió en la Buenos Aires de Sarmiento, Ramos Mejía en particular, sobre la fiebre amarilla que diezmó una población que apenas estaba empezando a ordenarse y armarse para afrontar un futuro. En mi recuerdo familiar está la epidemia de tifus de fines de la década del veinte, de la que nadie habla, tal vez no fue muy épica pero se llevó a varios parientes que me habría gustado conocer. Pero, complementando en otro sentido esa biblioteca, hay, hasta la saturación, opiniones científicas o pseudocientíficas, notas periodísticas, informaciones detalladas o genéricas, reflexiones filosóficas y consideraciones sociológicas, cuando no psicoanalíticas, mentiras, delirios paranoicos. Muchísimo, reiterado, sofocante.
Es claro, también, que porque obedece a un justificado temor a una muerte global —todo indica que nuestra civilización no solo no ha previsto que esa manifestación de globalización pudiera producirse, aunque muchos afirman, por el contrario, que se sabía que ocurriría y que había sido tapada por ocultas y siniestras razones de rivalidad política (Trump y la China, Macri y Fernández), sino que también ha hecho todo lo posible para que se produzca— el tema es muy atractivo como respuesta al “hecho pestífero”, de modo que muchos escritores, por transferencia, o sea porque les es muy cercano, o por el papel de voceros de la dramática social que se atribuyen, se sienten casi obligados a asumirlo: el novelista como vigía, profeta, cronista de lo que en un momento muy especial conmueve a una sociedad.
Por otra parte, no se puede tampoco negar que las epidemias abundaron desde tiempos remotos, pero que una —no sé si inesperada— haya reaparecido ahora, cuando teníamos tanto que hacer, es por lo menos desconcertante, sin dejar de ser tan amenazadora como lo fueron las anteriores o más. Considerando entonces todo lo que se ha escrito y se escribe pareciera que todo se está diciendo y ha sido dicho, en todos los idiomas del mundo, y además en todos ellos se dice lo mismo. En consecuencia, ¿qué se puede decir?
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Conteo, de María Moreno
Che, dejen de machacar con que el coronavirus mata más a les viejes. Que el riesgo number one es para los mayores de 65 años. Esto no es un nocaut ni la salida de una carrera de galgos. No nos pongan los pelos de punta como Roberto Arlt cuando reproduce el conteo, antes de que el pelotón dispare, durante la ejecución de Severino Di Giovanni. No nos estén recordando siempre que estamos en primera fila, no la del banco para cobrar la jubilación, sino para ocupar un lugar en la quinta del ñato (si no entendés el chiste gugleá). Basta del contador mortem para todes pero sobre todo para les viejes. El número también es político, no mera matemática neutral. Rodolfo Walsh tenía una política del número: leyendo entre líneas las publicaciones de la prensa oficial, hacía sus cálculos hasta conseguir una información de alto impacto. En Carta a mis amigos describe la muerte de su hija Vicki durante un operativo realizado en una casa de la calle Corro, donde se encontraba reunida con un grupo de compañeros de la organización Montoneros. Sus palabras son medidas pero las cifras gritan: 150 faps y una muchacha en camisón, cinco cadáveres y una nena de un año, su nieta (la muchacha ese día cumplía 26). Es decir, señala la desproporción entre el número de soldados emplazados, y pertenecientes a dos armas —Ejército y Policía—, la presencia de un helicóptero y un tanque contra cinco militantes cercados.
La Opinión del 2 de octubre de 1976, en el que se informa sobre el operativo donde murió Vicki, es un ejemplo de cómo se podía hacer cálculos sobre los crímenes de la dictadura: allí diversas noticias que rodean la nota central permiten hacerlo, se trata de una Rodolfo y Victoria Walsh contabilidad de denuncia que en la Carta a la Junta Militar parece redondear las cifras hacia delante.
No exagera, porque hay números justos e injustos; injustos, cuando son de pagos por debajo del valor salarial, de fábricas cerradas, de bienes expropiados, de desocupados, de viudas, de asesinados, de desaparecidos. Esos nunca podrían constituir un cálculo de más porque justamente se suelen borrar, ocultar o castigar hasta con la muerte a quien busque justicia haciendo sumas que no mienten en sus ceros continuados. Fueron 30.000, no 8000 como dice la calculadora negacionista.
Gabriel García Márquez en su crónica sobre el drama de 3000 niñes desplazades durante la ocupación militar de 1955, en Colombia, ejerce otra política del número: mostrar que eses niñes del pueblo de Villarrica, están de más, que toda acogida es precaria —1200 en solo 35 camiones, 300 alojades en un hogar que solo tenía lugar para 700 y que, con su llegada, se suman 900. 2000 no tienen destino fijo—.
La data en numeritos se debe difundir en relación con otras para comparar, interpretar, es decir, deslizando un margen de pregunta que permita sacar las propias conclusiones, al menos antes del Alzheimer, y decidir qué hacer. El machaque sin matices de que los grupos de riesgo son los mayores de 65 años es
tanatocomunicación, terrorismo prensero dirigido justamente a los que ya habían sido dados por muertos desde antes, como ni productores ni reproductores, ni consumidores, ni ni ni ni ni, encima lastres tecnológicos que a lo sumo han llegado a aceptar la televisión por cable y el teléfono inalámbrico, como ese Daniel Blake, el personaje de la película de Ken Loach que, presionado para hacer un trámite a través de la compu, levanta el mouse en el aire y lo mueve con el mismo movimiento con que se utiliza un borrador en el pizarrón.
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Literatura y timor mortis, de Horacio González
Se escucha mencionar en estos tiempos a La peste de Camus. Tiempos de timor mortis, el temor a la muerte, que por ser una de las cuestiones esenciales de lo literario, lo es también de la filosofía y del vivir común. Acompañan a la novela anterior otros libros que tratan —en forma de ficción, diario o fábula de ciencia ficción— acontecimientos excepcionales que nos son absolutamente cercanos. Son estos curiosos y, de alguna manera, excepcionales relatos, algo de lo que podríamos obtener si cotejamos esta época ensombrecida bajo el patrocinio funesto de un conocido virus, con otros tramos de la historia social y humana que han padecido semejantes acosos pestíferos. Lo que muchos grandes escritos han dicho respecto de la cuarentena, el aislamiento y el modo en que una aglomeración urbana puede diezmarse por un bacilo incontrolable, forma una categoría insistente del relato literario (bíblico, teológico, novelístico, ensayístico, periodístico), género que a la vez se cruza, mutuamente, con informes médicos o estadísticos. Es que las pestes, sin abandonar nunca su peso en el modo en que los mitos regulan en nosotros la reiteración de núcleos temáticos, son un patrimonio, un sombrío patrimonio de tormentos que resurgen cada vez que un nuevo virus nos recorre —en círculos de alcance crecientemente ampliados—, abarcando ahora a la humanidad toda, generando siempre el mismo sentimiento de pasmo y angustia.
¿Pero es verdaderamente el mismo virus? En cierto sentido sí, porque descarga su pesada mano apenas visible —por sus efectos progresivamente letales—, por un sistema de cuentagotas que crece geométricamente. Los periodistas y los estadísticos —quizá fueron primero los economistas— han inventado una expresión para esto: crecimiento exponencial. Esto permite en sí mismo una crónica basada en los estudios estadísticos, y la repercusión inmediata que se obtiene cuando se observa la opinión social y política que los acompaña. “No puede ser tan grave, esto parará aquí”. O bien, “ninguna medida que se pueda tomar es innecesaria, hay que calcular curvas de expresión acumuladas por multiplicación creciente”. También permite observar ya no cuadros estadísticos sino distintos vaivenes entre la confianza depositada en los medios curativos al alcance humano —casi siempre las epidemias se encuentran en su manifestación primera sin respuestas preparadas de antemano en los sistemas sanitarios— y las creencias en las que “no hay progreso”. Porque podríamos decir que si bien hay un progreso en las tecnologías —discutiendo siempre si este progreso es lineal o está sometido a crisis, a retrocesos o a “paradigmas” que se refutan mutuamente—, es difícil hallar progreso en las creencias que gozan de la dispensa de no tener su reaseguro de verosimilitud en la verificación empírica.
Al contrario, las creencias religiosas, adivinatorias, nigrománticas o mágicas, que expulsan toda causalidad a cambio de obtener gráciles despliegues en el campo de la imaginación metafórica, el éxtasis legendario y el milagro curativo, parecen adquirir diversas formas narrativas pero se sostienen siempre en el mismo nudo conceptual, que sin embargo sería injusto sobreponer a la riqueza bulliciosa que suelen tener las convicciones proféticas. Bajo diferentes formas de la lengua predictiva de las teologías más dogmáticas, estos pensamientos, cuyos esqueletos están férreamente anudados a las voces personales que los adoptan, reaparecen cíclicamente en cada ocasión en que hay que explicar un mal producido por contagio de una astilla envenenada, que se desprende de un cuerpo —humano o animal— y va a otro igual o diferente. Sobre todo, en los casos en que el flujo de punto a punto está sometido a investigación científica o, en su defecto, a suposición providencialista.
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* Hoy, lunes 20 de marzo a las 19 horas, se presenta el número especial de la Revista La Biblioteca “Historia del virus. Epidemia, literatura y filosofía”, en la Sala Augusto Raúl Cortazar de la Biblioteca Nacional. Participan Nicolás Kreplak (ministro de Salud de la Provincia de Buenos Aires y médico sanitarista), Diego Golombek (doctor en ciencias biológicas y divulgador científico argentino, especialista en cronobiología) y María Pia López (socióloga, ensayista, investigadora y docente).
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