La primera vez que supe de su existencia fue un verano en Mar del Plata, hace veinte años, leyendo una entrevista suya en la Rolling Stone. Me pareció un hombre de una lucidez única e inmediatamente le pregunté a Iván, mi marido de entonces, si lo conocía.
“A Enrique? Claro que lo conozco. Cuando volvamos a Buenos Aires los presento”.
Nos cruzamos primero en un camarín y meses después, de casualidad, en el Bar Británico.
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Fue amor a primera vista. Ese día supe que lo querría para siempre. Intercambiamos teléfonos y empezamos a vernos con mucha frecuencia. Venía a casa (en general cuando Ivan estaba de gira), salíamos a comer por el barrio y conversábamos horas sobre libros, sus amigos (que casi siempre terminaban siendo sus enemigos), música, drogas, soledad y desamor. Durante ese tiempo también vivió en el Sur y en Mar del Plata y pasábamos meses sin vernos pero siempre comunicados vía mail. Él escribía corto y contundente:
El problema de vivir solo lo experimenté el otro día, cuando me caí en lo de Palacios y solo pude levantarme con su ayuda.
Un abrazo, querida y saludos a tu papá.
Pensé que ibas a venir al show. Te quiero igual.
Me volví a Mardel. Buenos Aires me apabulló.
¿Cómo estás? ¿Sin novedades eroticas o amatorias?
Una tristeza como un pozo ciego. Creo que tiene que ver con no estar haciendo nada. Te extraño más de lo que te veo cuando te veo. No sé qué demonios hacer.
El segundo sexo. Ese tendría que ser el nombre de tu programa, en un país en serio con una televisión en serio.
Hasta mañana.
Apenas puedo moverme. Total mierda, un beso.
Feliz día de la amiga. Aunque el calendario es un invento del mal, la amistad no lo es. Que el abismo, los demonios o la suerte, nos deparen otro encuentro.
Te quiero y no me olvido.
Yo también, Enrique.
Te leo, sonrío y no me olvido.
Hasta siempre, querido amigo.
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