En Amazon Prime Video se puede ver la producción de Barça Studios F.C. Barcelona, una nueva era, la docuserie que narra el adiós de Messi y la llegada al banquillo de Xavi Hernández. Se trata de la presentación de la plantilla del relevo generacional: Pedri, Gavi y el nuevo 10, Ansu Fati. Pero los momentos más emocionantes son nostálgicos: los triunfos de Pep Guardiola, los goles legendarios de Koeman, Messi o Iniesta.
El presidente Joan Laporta aparece repetidamente. Pero Xavi es el único personaje que comunica honradez y fe en los valores del esfuerzo y la excelencia y la humildad, en la Masía y el club que es supuestamente más que un club. Y está muy solo.
En los últimos años, el Fútbol Club Barcelona no hace más que encadenar escándalos. El último es el presunto pago de siete millones de euros, durante las dos primeras décadas de este siglo, a José María Enríquez Negreira, una persona de máxima influencia entre los árbitros españoles. Su abogado ha alegado que padece alzhéimer. La fiscalía ha presentado una acusación formal contra el Barça.
La de corrupción arbitral se suma a la lista de crisis de reputación que encabezaban, hasta el mes pasado, el Barçagate, las irregularidades del contrato de Neymar o las acusaciones por abusos sexuales contra Albert Benaiges, que fue el coordinador del fútbol base desde 1991 hasta 2011.
Aunque ese tipo de noticias acostumbren a aparecer en la sección deportiva de los diarios, en realidad son económicas, judiciales, culturales. Porque el fútbol forma parte de la cultura de nuestra época. Y porque atraviesa sus narrativas audiovisuales, mediáticas, digitales y literarias.
Uno de los jóvenes que vivió durante el cambio de siglo en la mítica Masia, el escritor Joan Jordi Miralles, ha publicado una novela demoledora sobre su experiencia en el internado. Él jugaba a baloncesto, pero convivía con los niños que soñaban con ser estrellas del primer equipo de fútbol. O que ya se creían estrellas, por sus estadísticas en las competiciones infantiles y cadetes. Envalentonados por su prestigio o por su experiencia, machacaban a los pequeños, los sometían a todo tipo de vejaciones, con total impunidad. Al mismo tiempo, por las noches descubrían el sexo adulto con las prostitutas que trabajaban en la zona del Camp Nou.
El libro se llama Triunfador. Y lo que más sorprende es que los adultos que estaban a cargo de aquellos menores de edad no los cuidaran ni los protegieran. Desaparecían de sus vidas a las siete de la tarde y no daban señales de vida hasta la mañana siguiente. Lo puedes entender en el ambiente de La ciudad y los perros, en un colegio militar de los años 50; pero no en una institución deportiva de finales del siglo XX.
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Los principales clubes del mundo participan, como narró Juan Pablo Meneses en su novela real Niños futbolistas, de mecanismos especulativos e innobles, de tráfico de ilusiones que a veces se confunde con el tráfico de personas: ”En este negocio todo es cuento. El cuento de salir de la pobreza. El cuento de creer que es verdad el cuento. El cuento de la ficción y de la no ficción. El cuento de que celebremos los goles, de que compremos las camisetas de los jugadores, de que creamos en sus marcas”.
Sin duda, cada vez es más difícil considerar los clubes de fútbol, sus equipos y sus resultados como fenómenos sobre todo deportivos. Se han convertido en empresas de capital riesgo, en franquicias globales, en macrooperadores. El Mundial de Qatar ha demostrado –de una vez por todas– que de todos los elementos que configuran el fútbol el principal, a estas alturas del partido, es el dinero.
La pregunta es si ese sistema es sostenible a largo plazo. Y si tiene realmente sentido en las nuevas coordenadas tecnoculturales. Las crisis del Barça, de tantos otros clubes o de la FIFA palidecen en comparación con una crisis mayor, profunda, sistémica. ¿Seguirá reinando el deporte rey en la nueva era de las pantallas? ¿Se está enfrentando debidamente la más influyente de las competiciones físicas al nuevo escenario virtual?
El programa del Barça Innovation Hub –que estaba presente en el Mobile World Congress– y la sección final del Museo del F.C. Barcelona, donde se encuentran las pantallas gigantes y la maqueta del nuevo estadio, dejan claro que las entidades deportivas más influyentes tienen clara la teoría del futuro. El problema es encajarla en la práctica. Y en el horizonte de expectativas de los millones de seguidores clásicos.
El desplazamiento del fútbol hacia la esfera digital comenzó hace exactamente treinta años, cuando el estudio japonés Electronic Arts creó la serie de videojuegos FIFA. En el año 2000, el Real Madrid lideró la transformación de los equipos en selecciones planetarias que ingresaran dividendos gracias a la mercadotecnia. Y en los años siguientes los principales clubes fueron asumiendo su nuevo rol de creadores de contenido digital.
Como explicó Anita Elberse, profesora de la Harvard Business School, en un capítulo de su ensayo Superventas, los aficionados, al llenar cada semana el estadio, se convierten en extras de las producciones, “ayudan a crear la experiencia que millones de espectadores en todo el mundo ven en televisión o consumen a través de otros medios”.
Pero, en paralelo a la proliferación de todos esos objetos culturales oficiales (videojuegos, retransmisiones televisivas, docuseries, experiencias museísticas e inmersivas), durante la última década YouTube y Twitch han creado un universo paralelo de objetos culturales producidos por aficionados, fanáticos, influencers. Y ese plano alternativo está cambiando, literalmente, las reglas del juego.
Si Messi anunció en 2021 su propia colección de NFTs, Messiverse, que apunta hacia un futuro no muy lejano en que probablemente su cuerpo sea digitalizado para que pueda seguir jugando eternamente en metaversos que todavía no podemos ni imaginar, al año siguiente su excompañero Gerard Piqué se alió con el influencer Ibai Llanos para lanzar el pasado 1 de enero la evolución fantástica del fútbol sala y su propia liga, la Kings League.
En ella los presidentes de los clubes son streamers o exjugadores con millones de seguidores. Y los jugadores, en equipos de siete, son figuras como Raúl Tamudo o el Kun Agüero. Las reglas sólo pueden ser definidas como de fantasía y se han adaptado a la idea del terreno de juego como plató televisivo o youtubero. Por ejemplo, al inicio el balón se sitúa en el centro del campo y los jugadores corren desde la portería para lograr la posesión. Y existen “armas secretas”. El entrenador lleva micrófono. Los presidentes se reúnen delante de micrófonos también. Todo está diseñado para ser espectáculo en internet.
Ya lo dijo Alessandro Baricco en 2006: “Cuando los bárbaros piensan en la espectacularidad, piensan en un juego rápido en que todos juegan simultáneamente triturando un elevadísimo número de posibilidades”. En la Kings League todo el mundo está jugando al mismo tiempo: los deportistas, los entrenadores, los comentaristas, los seguidores. No hay separación entre los actores y el público. Todo es un gigantesco teatro en ebullición.
Todo ocurre allí en la epidermis de las pantallas. Todo es pornográfico, en el sentido de que no hay engaño: se representa un espectáculo que da dinero, sin disfrazarlo de nada más. No hay máscara política ni moral. La Kings League estaba llamada a convertirse rápidamente en un videojuego. No se intenta convencer a nadie de que un club es más que un club. No es más que una inversión en un negocio del entretenimiento.
En el fondo y en la superficie, ese simulacro de deporte, esa máquina de imprimir billetes es un juego mucho más honesto que el padre que lo parió. O inspiró. Y lo pone en jaque. Porque los partidos de fútbol duran 90 minutos, divididos en dos partes de 45, desde 1897, dos años antes de la fundación del Barça, una eternidad en nuestra época, en que su crisis o la de la FIFA no son nada si se comparan con la crisis que padece nuestra atención.
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