Nunca había hecho teatro ni estudiado arte dramático.
Increíblemente, el efecto que produjo mi intervención (de la que no recuerdo absolutamente nada) fue tan intenso que el público me ovacionó. Hoy, cuando el rock and roll y los excesos con la cocaína terminaron haciéndome perder el rumbo, recuerdo con nostalgia la sensación de plenitud y de ciega confianza que me iluminó en el escenario. Había conseguido rasgar las facciones del muñeco embrujado que había sido hasta ese momento. Finalmente, después de casi 35 años deambulando sin rumbo y rapiñando mi subsistencia, había encontrado un oficio, cierta manera de presentarme ante el mundo que me resultaba conmovedora.
Desde esa presentación en Temperley no paré de recorrer escenarios. Bibliotecas, centros culturales, pequeños teatros, bares y plazas fueron los centros operativos de mis puestas teatrales. La dictadura se mantenía firme en el poder, y la necesidad de respirar convertía a los pocos oficiantes que recorrían la ciudad alegorizando la opresión en auténticos manantiales de luz.
A Recuerdos de un vagabundo le siguió Un extraño día (fueron mis monólogos más ambiciosos), y luego La pecera envenenada, otro monólogo, más sofisticado. Eran mis caballitos de batalla, y con ellos hacía mi gira por la Provincia de Buenos Aires todos los fines de semana.
Esa noche en el Centro Cultural Congreso, la Negra Poli me envolvió con sus gestos hipnóticos y me propuso que me incorporara a un grupo de rock llamado Patricio Rey y los Redonditos de Ricota.
Todos sabemos que las brujas no existen pero que la vida cotidiana está plagada de ellas. La Negra Poli fue una de las más ortodoxas y encantadoras que conocí. Verdadera peleadora callejera, con una adrenalina psicótica capaz de encajarte un botellazo y después cortarte la cara con el filo del vidrio roto, manipulaba su entorno sin esconder sus escarceos hipnóticos.
Unos meses después, cuando me desempeñaba como editor de la revista Pan Caliente, volvimos a encontrarnos en un espectáculo donde hice mis monólogos junto al Fontova Trío. La Negra Poli trajo especialmente a dos tipos para que me vieran. Uno de ellos, con cara de extraterrestre y ojos de ángel, era el talentoso violero de la banda. Se llamaba Skay y era el amante, el esposo, el novio o en una de ésas el hijo de la Negra, ya que nunca tuvimos mucha información sobre las coordenadas de esa relación. Todas las parejas inevitablemente muestran el campo de acción de la batalla, y basta observarlos un rato para saber cuáles son las estrategias, los secretos, los pactos y las prohibiciones. Pero la Negra y Skay eran la excepción a la regla. El otro sujeto, el más sospechoso, un pelado bajito y patotero de ojos chispeantes donde se mezclaban tristeza y picardía, era el cantante, el Indio Solari.
A partir de ese encuentro fui abandonando poco a poco mi trabajo callejero, y, seducido por estos tres reyes magos del destino, me entregué a esa confusa pero estimulante convocatoria a “perder la forma humana” y realizar eventos mágicos, fiestas paganas destinadas a generar alegría, encuentros sexuales y mucho frenesí, distanciándome del monstruo de mil cabezas del espectáculo que sólo visualiza en el escenario un horizonte de éxito comercial.
Mi trabajo no era fácil. Ya no se trataba de repetir monólogos, sino que en cada evento tenía que improvisar nuevas propuestas. Logré niveles de intensidad en algunas participaciones, como en la legendaria No me miren, pero también me expuse a dolorosos fracasos. Por supuesto, no lo hacíamos por plata; después de haber actuado junto a las bandas más exitosas y de superar las 500 representaciones, nunca gané lo suficiente como para alquilar un sótano ni siquiera en Fuerte Apache. Es más, cada vez que me ofrecieron participar en algún evento pago, el precio puesto a mi trabajo pesaba negativamente en mi intervención.
Pero en aquellos tiempos éramos ángeles de intestinos llameantes, y el dinero, ese poderoso y miserable caballero, tenía la entrada prohibida en nuestros trabajos actorales o musicales. Prefería ganarme la vida honradamente vendiendo merca o metiendo mano en ciertos bolsillos, sabiendo que ese dinero también había sido robado. Nos sentíamos parte del viento que iba empujando la peste inoculada por la dictadura, y que se respiraba en todos los acontecimientos culturales y cotidianos. No éramos artistas sino agentes sanitarios combatiendo el tifus espiritual. En tiempos de guerra, a la vez que la especie desnuda su calaña depredadora, también la pureza se manifiesta en conductas heroicas y solidarias. Hasta el amor, ese rictus contracturado de la pasión, te impele a ser un constructor de puentes. En la paz sólo hay conversaciones de almaceneros y atrincheramiento hogareño del viejo mandril agricultor.
Los Redonditos de Ricota representaban el mismo ideario nómade que yo vislumbraba como futuro decisivo del oficio de actor, de poeta o de músico de rock, desalojando las salas de teatro y los estadios. Nunca íbamos a abandonar la calle, ése era el juramento. Se trataba de ir gestándolo, a pesar de no saber bien cómo hacerlo, más que acumulando experiencia para perfeccionar las intervenciones.
Tal como me había sucedido con mis amigos extraterrestres de Madrid, en cuanto conocí a los Redonditos sentí que había encontrado otros compañeros de mi secta imaginaria, y comencé a ensayar con ellos en la ciudad de La Plata mientras era testigo de la lucha de poderes que había significado mi arribo a la banda. La Negra Poli tenía como objetivo desalojar a Mufercho, el monologuista, a quien yo iba a desplazar, y también al hermano de Skay y al grupo de sufis que había construido un entorno casi imprescindible para la banda, especialmente alrededor de la figura del Indio Solari.
Durante varios años fui el presentador oficial de los shows de los Redonditos de Ricota. Aquello dejó para mí de ser actuación y se convirtió en misa pagana. Fui adecuando mi lenguaje a la ideología anarquizante de la banda. Los Redonditos también estaban aprendiendo mientras convocaban a aquellas fiestas. Eran tecnológicamente primitivos, y en sus planteos musicales no existía el menor rastro del virtuosismo que yo tanto detestaba.
Involucrarme con ellos fue una decisión excesiva, apasionada y en cierto sentido injusta para conmigo mismo, ya que prácticamente abandoné mi camino de monologuista solitario y pasé a ser una figura del rock and roll. Y si bajo el aburrido techo azul del mundo existe un fenómeno que es pura ficción y nada de nervio de antílope es el rock and roll. Una vez que te acostumbrás a la idolatría de la admiración del escenario e ingresás a los camarines, a las salas de ensayo y a la vida privada de estos hedonistas encarnados en mitológicos héroes de la modernidad, entonces, muchacho, estás verdaderamente extraviado.
De pronto, en un complot premeditado y con visibles estrategias represivas, los Redonditos fueron empujando lentamente hacia afuera a todos los integrantes de la comparsa. El último fui yo. Sin saber cómo, un día ya no me dejaron entrar siquiera al camarín.
Mi relación con los integrantes del trío se hizo compleja y compulsiva.
Por un lado, con el Indio habíamos desarrollado una amistad cocainómana y febril. En su casa sosteníamos agotadoras maratones conversacionales, en las que él era un experto ajedrecista. Yo estaba recién iniciado en las artes del consumo de cocaína, e ignoraba que uno de sus peores efectos consiste en esas conversaciones absorbentes que parecen construir una escalera al cielo y en realidad te hunden en el sótano de tus vilezas y debilidades. Confesás tus traiciones y engaños, pero para mejorar las estrategias llorás; para blanquearte triturás el tiempo con tus zambullidas afectivas, pero te congelás; lo decís todo para que nada se escuche. “Me cogí a tu hija” tiene el mismo valor que “Hoy te quiero mucho”. Pero así como el acto preferido de Don Juan, el personaje diseñado por Carlos Castaneda, era reír; el del Indio era hablar de sí mismo, desarrollar sus ideas y creencias, y sobre todo desplegar los pentagramas de su dolor como un general que prepara las estrategias de un ataque definitivo contra los enclaves del enemigo. Yo lo escuchaba como si en cada conversa él estuviera a punto de develar un secreto, un gran misterio que iluminaría el río subterráneo de mis propias penurias. Porque inexorablemente, no importaba si pato o gallareta, si un viaje a Suiza o al infierno, llegaba al nervio vivo del dolor, y esa obsesión de auto dentista era lo más enternecedor que tenía: el tipo se escarbaba los nervios y no le esquivaba el bulto al dolor.
El Indio, con una capacidad admirable para escribir las letras de rock más bellas de la historia del género en Sudamérica, en su vida privada era un reducidor implacable de la experiencia; llevaba una vida cotidiana tan domesticada que resultaba casi imposible moverlo de su rutina hogareña. Había tomado algunas decisiones fundamentalistas, y se apegaba furiosamente a ellas. Jamás se aprovechó de las ventajas eróticas que facilita el escenario, y nunca le fue infiel a su compañera. Jamás pudo aceptar los condicionamientos de la fama, tal como lo hicieron Charly García o Fito Páez: era un tipo que no soportaba estar comiendo una milanesa en un restaurante mientras le pedían un autógrafo. Pero a diferencia de Fito Páez, que hoy vive en un viejo edificio de San Telmo, sin que le importe el riesgo de que lo secuestren en la escalera de su casa, el Indio se encerró, como Macri o cualquier otro magnate, en el Parque Leloir, apartándose de los olores del mundo que impregnan sus canciones, tan lejos de su poética y de las emociones que fue capaz de provocar que me resulta imposible identificarlo con ellas.
El cariño que sentí por el Indio en aquellos días no ha desaparecido del todo. Sus miserias personales, su incapacidad de ensuciarse con la roña de la calle, su inesperada traición a los principios de nuestra tarea cuando un muchacho llamado Walter Bulacio fue asesinado por la Policía Federal en uno de sus recitales (convirtiéndose en el primer crimen de la historia del rock argentino, y que el Indio no sólo no denunció sino que tampoco asumió), jamás consiguieron borrar el efecto sedante que me producía su sonrisa irónica, su mirada permanentemente llorosa que transparentaba una desolación tan lacerante como asumida. Quizá para los demás pasaran inadvertidas las lágrimas que brotaban de su sonrisa; para mí se constituyeron en un aliento indispensable para poder respirar entre las muecas esculpidas como epitafios del monumento en que casi todos los rostros que me rodeaban se habían convertido.
Recuerdo con escéptica nostalgia esas noches en que me tomaba el tren en Once para internarme en su casa de Ramos Mejía. Eran sacrificios voluntarios que hacía, renegando de mi deseo permanente de flotar con astuta frivolidad entre una situación y otra. Como un perseguido por la ley del destino, evitaba ser acorralado por los sucesos y quedar sin escapatoria. Y eso era una casa, un lugar sin escapatoria, donde los acontecimientos estaban acotados por la legislación que rige las pantomimas hogareñas, y donde el milagro del encuentro está absolutamente prohibido. El hogar es la construcción más siniestra que ha impuesto la casta sacerdotal a través de la historia.
Por otra parte, con la Negra Poli y con Skay yo tomaba cocaína para salir de ronda por los bares, que es lo que aún hoy más me gusta de la vida. Creo que las situaciones más descabelladas y temibles vividas públicamente con la cocaína fueron acompañando a la Negra Poli en sus desplantes nocturnos. En la caída del viaje de la noche, a las ocho de la mañana, después de haberse tomado ocho fernets con soda, ella era capaz de enfrentarse, con una botella en la mano y acuchillando el aire con sus gritos, a todos los comedores de medialunas de un bar para defender a una vagabunda ebria del intento de los mozos de llamar a la policía para expulsarla. La Negra era uno de los mejores animales de la fauna milagrosa que habitábamos. Sus ojos olían a peligro, y yo me pasaba noches enteras mirándolos, porque en ellos se espejaba el hombre que me hubiera gustado ser. He visto a la Negra partiendo con perfección experimentada una botella sobre la barra del bar, para lanzar un tajo mortal sobre la cara del Petiso González, el manager de Los Piojos, en el bar Hipopótamo de San Telmo. Nunca tuvimos un romance explícito, pero yo necesitaba más su cercanía que la de cualquiera de los múltiples idilios que sostenía.
En aquellas jornadas épicas donde parecía que a cada rato nos jugábamos el destino del mundo, y que en cada acto definíamos la esencia de nuestra debilidad, yo que era un cobarde y a la vez un tipo peligroso, un cagón que arrugaba en las peleas mínimas y que sin embargo era capaz de posar la mirada del demonio ante el ojo negro de una 9 milímetros apuntando a mi cara, yo mismo, ante la Negra Poli, me sentía un niño tímido y desconsolado que perdía todo el dominio adquirido en escenarios y conferencias.
Ella era mi ángel guardián, mi demonio particular, mi aliado profundo. Cuando me abandonó, muchos años después de todas las trifulcas que nos enfrentaron, sentí que se aposentaba un enorme vacío en el mapa de mi destino.
Durante varios años, Cerdos y Peces y los Redonditos de Ricota fueron aliados y hermanos en aquella asonada subversiva que ambos intentaban producir en ese museo de la cultura que era Buenos Aires. Pero como siempre sucede, tras la belleza que enuncia los ideales se esconde, subrepticio y agazapado, el estómago de una bestia que, lenta y metódicamente, va manipulando las acciones de los convocantes al milagro. Cuando estalló la crisis que nos separó definitivamente, ambos grupos nos sentimos traicionados. La revista porque se creyó abandonada cuando se atrevió a hacer la primera crítica profunda a los idearios de la banda. Los Redonditos porque consideraron esa crítica como una traición, una injusta declaración de guerra. Cerdos y Peces, remontando cierto ideal artaudiano, reinvidicaba un sometimiento textual a las leyes de la sinceridad pública y la abdicación de todo éxito. Los Redonditos, adjudicándose cierta leyenda del espíritu del rock, se aglutinaron en ellos mismos, realizaron un golpe de Estado, echaron a todos los diletantes y artistas que participaban de sus shows y partieron en soledad hacia el éxito masivo que los aguardaba a la vuelta de la esquina de aquellos días prehistóricos.
El ser humano no es como la perca, ese pez inverosímil que convive con sus antepasados más antiguos. El hombre necesita eliminar a los testigos de su pasado. Jorge Lanata nunca manifestó públicamente ningún tipo de gratitud a ese proyecto editorial que fue El Porteño, inventado por Gabriel Levinas, y que le permitió proyectar sobre el mundo su talento. Los Redonditos, con una escrupulosa crueldad, nunca reconocieron ni económica ni artísticamente los esfuerzos de docenas de músicos, actores, plomos, técnicos, personajes del underground y hasta cocineros, que los proyectaron como la gasolina de un cohete sobre el espacio masivo. Amigos para la conversa, pero con el billete en la caja fuerte. No son poetas, son cuentapropistas. No son aprendices de Artaud sino clientes de Versace. Generalmente, los rockeros gastan el dinero del mismo modo que cualquier integrante de la secta millonaria a la que incluso denuncian en sus canciones. Piletas de natación con cámaras de video en las puertas de sus casas para espiar los bolsillos del visitante. Los mejores vinos y las peores compañías; no es la soledad del corredor de fondo sino el apuro solitario de un ahorrista preocupado por los porcentajes.
Tal como lo hizo William Burroughs, Skay, millonario de nacimiento, abdicó de la fortuna familiar y fue el más desinteresado en cuanto al éxito comercial de la banda. Recuerdo, sin embargo, una embarazosa conversación en el bar Británico, en los últimos tiempos de nuestra amistad, cuando ya se presentía la llegada de los millones.
Yo le preguntaba qué haría con el dinero. ¿Iba a malgastarlo en sí mismo o a invertir en la desesperación de los demás? Skay dibujó en el aire una idea alocada pero que parecía brillar con la verdad en su mirada: “Quiero comprar un lugar, algo así como un pueblo para todos nosotros”.
Por supuesto que ese pueblo jamás se construyó, son ilusiones del viajero que se aproxima al puerto y que ni siquiera sabe que allí anclará sus sueños y merodeos turísticos por la utopía. No sé dónde tiene su dinero Skay; seguramente lo esconde como las urracas ocultan el producto de sus saqueos.
Al Indio, en cambio, que se definía como un tanito desesperado con alma de pobre, siempre se le notó el soutaque de la ambición. Se reflejaban en su mirada el anhelo por el sabor de los buenos quesos y el brillo de los vinos caros; siempre se vio a sí mismo abriendo la puerta de la disquería donde iba a comprar los 200 discos que haría girar en su cerebro durante 500 inútiles días rodeado de guardaespaldas que juegan al pool con sus escopetas. Siempre fue un agricultor soñando con el progreso de sus cosechas.
La Negra Poli, en cambio, permaneció igual, tanto en su reticencia como en su ambición. De ella guardo el mejor recuerdo. A pesar de que los peores guisos de la miseria se cocían en sus acciones, de su descaro al atentar contra las razones de los demás y de su desprecio absoluto por aquellos que la ayudaron a alcanzar el éxito, siempre hubo en ella una zona oscura y sin modales.
No por nada fue la Negra quien dijo, en una conversa de hace muchos años, esa frase que a todos nos atraviesa y que nos perseguirá hasta el final de nuestras vidas: “Puede ser que olvidés los sueños, pero los sueños jamás se olvidan de vos”.
*Del capítulo “Con los ojos ciegos bien abiertos” de El señor de los venenos (El cuenco de plata, 2005), de Enrique Symns.
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