Hace unos meses atrás me escribe Mabel. Nos habíamos conocido en un taller el verano pasado. Me cuenta que forma parte de un grupo que hizo su formación en la escuela de Timbre 4, y que una parte del grupo inicial quería reformular el material del montaje que habían hecho. Y que tenían fecha de estreno en la sala de Boedo: faltaba un mes y medio. Me querían proponer que los dirigiera.
Esos domingos estábamos haciendo La casa de las palomas, de Victoria Hladilo en ese mismo teatro de Boedo. Un domingo me senté en la sala vacía un rato antes de dar sala, y miré el espacio como si fuera la primera vez. Se me vinieron imágenes. Vivía en La Plata, y en ese especio dormí muchas noches entre gatos que iban y venían después de los ensayos de madrugada. Pintamos paredes, colgamos tachos, pelamos cables, tomamos vino, nos amamos, nos pelamos, nos reímos, soñamos. Era el año 2001, y ese espacio aún sin nombre tenía una dinámica increíble. Claudio Tolcachir, su director, abría la puerta de su casa y de la sala, y todo era un polvorín. De ideas, de risas, de ensayos, de horas y horas de compartir. Aprendí ahí que teatro es trabajo. Hicimos Jamón del diablo, Lisístrata, y otra obra que solo hicimos en Mar del Plata que se llamaba La maraña. La ensayamos un mes seguido en las madrugadas de un nuevo diciembre agitado. El teatro era una protección. Un hogar.
Le dije a Mabel que nos juntáramos con el grupo para conocernos, y que me pasara todo el material que tuvieran: textos, borradores, audiovisual, fotos, bocetos, todo. Nos juntamos en una pizzería bastante ruidosa del centro y hablamos. La charla fue breve. Profunda, franca y concreta. Les pedí una semana para presentarles una propuesta. De inmediato pensé en La vocación, de César Brie, un libro indispensable. De mesa de luz. Volví a mi casa y no estaba en la mesa de luz, pero lo encontré enseguida. Lo releí. Ya está.
No hace tanto tiempo atrás, sucedió lo siguiente. Después de una clase suya, César Brie me preguntó si podíamos hablar al día siguiente a la salida del entrenamiento. Nos sentamos en un bar de taxistas. César devoraba un sánguche antes de ir a ensayar El equilibrista. Yo estaba nervioso y sin hambre.
—Te quería proponer si me querés reemplazar en una obra que se llama La voluntad. Es sobre la vida de Simone Weil.
Silencio. Mastica con ojos celestes.
—La vi —le respondí.
En la obra, César volaba en un arnés.
—Ya estoy grande para el arnés —le dije, y sonrió.
—Y te quería proponer si querés hacer El viejo príncipe conmigo.
¡Me había encantado!
—Y también si querés sumarte a Karamazov.
—Y si querés hacer una obra que va a suceder en una estación de trenes.
Dejó de masticar, sonreía y miraba la hora. Nunca me había pasado algo parecido. Me fui caminando confundido, contento y orgulloso. César me había formado desde siempre, desde leer sus textos teóricos y ver sus obras, sus documentales. A todo le dije que sí. A una semana de estrenar La voluntad, fragmentos para Simone Weil en el nuevo Teatro del Pueblo, apareció la pandemia. Vino el encierro, y César quedó del otro lado del Atlántico. Desde entonces no nos vimos más. Ensayamos por zoom la obra de “la estación” varias veces, con todo un grupo diseminado por el mundo. A veces nos escribimos. La última vez le pregunté si podía usar unos textos de La vocación para la puesta de Timbre 4, y su respuesta fue absolutamente generosa. Construyó en pandemia un nuevo teatro de madera en las montañas del norte de Italia.
Nos juntamos la semana siguiente con el grupo en una casa a leer. No había luz. Prendimos velas y antes de terminar la lectura la luz volvió. Había conmoción en el aire. Trabajamos arduamente e hicimos Un íntimo viaje después del final. El espacio, también nuevo, no es de madera. Es teatro y es un hogar, está en pleno Villa Crespo, y se llama así por una abuela, Ñaca.
Para esta columna le pedí al grupo que escriba unas palabras sobre como sienten el proceso hoy, luego de atravesar tantas etapas. Y en esta constelación de frases aparecen: “Conocer a César, leer sus textos, me sirvió para entender que la puesta despierta la sensibilidad de los actores convirtiendo la poesía en acción”. “Es un proceso que nos estamos dando. Una posibilidad de nutrir un material y nutrirnos”. “Una obra es una prueba. Se enreda lo pensado con lo que emerge, con eso difuso que hay que atrapar. Pensamos entonces en tomar tangencialmente lo que esa situación demasiado real nos brindaba. Porque cada instancia creativa, quiere liberarse de su nacimiento.” “Un gran salto al abismo, un gran acto de fe que se sigue construyendo.” “Desarmar, volver a armar las escenas. Otros lugares, otros movimientos. Las infinitas posibilidades de contar un texto.” “El proceso fue mutando desde una idea del desmoronamiento a la idea de transformación a partir de los textos de César. Su propia transformación de aquel joven sin rumbo al artista que hoy es. Imágenes de alegría, de tristezas, de miedos, de desafíos, en un plano onírico.” “Un recorrido de años en un busca de un punto suspensivo que detenga la intensidad del tiempo.”
*Un íntimo viaje después del final, dramaturgia y dirección de Manuel Vignau. Desde el domingo 19 de marzo, todos los domingos a las 20 en Teatro ÑaCa (Julián Álvarez 924, Villa Crespo, C. A. B.A. Entrada: $2000 por Alternativa.
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