Fui, vi y escribí: Un mundo sin nosotros

No somos el centro del universo ni de la naturaleza: es una verdad inquietante, sí. Este artículo reproduce el newsletter de Cultura: lecturas, cine, teatro, arte, música e historias que despiertan entusiasmo y, por qué no, fascinación o perplejidad

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Una cabra en Llandudno, Gales, en marzo de 2020, con los humanos confinados por las medidas tomadas por la pandemia de Coronavirus. (REUTERS/Carl Recine)
Una cabra en Llandudno, Gales, en marzo de 2020, con los humanos confinados por las medidas tomadas por la pandemia de Coronavirus. (REUTERS/Carl Recine)

Hola, ahí.

Es posible que el tema te inquiete como a mí. Tal vez comenzamos a pensar en esto más intensamente durante los primeros meses de la pandemia, cuando, confinados en nuestras casas, pudimos ver cómo en todo el mundo los animales avanzaron por sobre las fronteras de su hábitat y tomaron calles y espacios habitualmente ocupados por humanos y con la seguridad de quien está recuperando su lugar.

Más allá de la inesperada belleza de los ciervos en Japón, las cabras en Gales, los jabalíes en Haifa o del celebrado regreso de la fauna marina a los canales de Venecia, algunas de las preguntas que flotaban en el aire eran: ¿el mundo era así antes de nosotros? ¿El mundo podría entonces seguir vivo si los animales en extinción fuéramos los humanos?

¿No éramos, no somos, el centro del mundo?

El tapiz de la vida

En el prólogo de su apasionante ensayo Lo que no vemos, lo que el arte ve, iniciado antes de la pandemia pero consolidado durante ese tiempo en el que quedamos entre paréntesis, Graciela Speranza señala lo que llama “la invisibilidad resistente de dos amenazas que nublan la imaginación del mañana: la inminencia cada vez más clara de un final acelerado por el maltrato suicida del planeta y la inmersión cada vez más inquietante en un mundo digitalmente administrado”.

"Lo que no vemos, lo que el arte ve", de Graciela Speranza, fue publicado por Anagrama.
"Lo que no vemos, lo que el arte ve", de Graciela Speranza, fue publicado por Anagrama.

Me preocupa ese mañana que ya es hoy; por estos días en Buenos Aires vivimos lo más parecido al Apocalipsis climático, con una ola de calor fuera de lo común, una sequía desoladora y cortes de luz permanentes. Y aunque hace tiempo que sabemos lo que estamos haciendo con la naturaleza en esta era llamada Antropoceno y pertenezco al club de los que repudian al negacionismo, lo que hacemos es poco. No alcanza.

El racionalismo juega en contra y mientras buscamos mantenernos ajenos a diversas formas fanáticas de la religión, pensamos que somos el centro del universo y que la naturaleza está para servirnos.

Te puede interesar: La catástrofe ambiental, el capitalismo de la vigilancia y los ojos del arte, en un inquietante ensayo de Graciela Speranza

Debo confesar algo: recién en los últimos años aprendí a valorar las plantas como seres vivos, a sufrir si se lastiman o son afectadas por alguna plaga y a sentir dolor real cuando se secan. No se mueren, se me mueren, eso me pasa. Antes no lo sentía así, no había empatía alguna, todo era puro placer de ver belleza y no vida en el verde.

La cercanía (trabajo en mi casa, en un cuarto en la terraza, rodeada de plantas adentro y afuera) transformó el disfrute estético en otro vínculo. No soy militante ecologista, soy una humana que aprendió a amar a las plantas así como aprendí once años atrás a amar a mi perro, después de vivir cincuenta años aterrorizada por los animales.

Revisando estas cuestiones sobre lo que es la relación de la mayoría de los humanos con la naturaleza, di en internet con un discurso maravilloso que no había leído ni escuchado en su momento. Es del año 2019 y fue pronunciado por la científica argentina Sandra Díaz, prestigiosa bióloga que estudia el impacto del cambio ambiental global sobre la biodiversidad regional vegetal de los ecosistemas de su provincia, Córdoba. Lo pronunció cuando recibió el premio Princesa de Asturias a la Investigación Científica y Técnica.

Transcribo unos fragmentos:

”Digo que el tapiz de la vida nos entreteje y nos atraviesa porque eso es lo que indica la más completa y actualizada evidencia científica.

La naturaleza es fundamentalmente relaciones, es un construir y moler y rehacer siempre con los mismos materiales. Todas las personas que estamos aquí, y también los bacalaos, los tigres, las lombrices, los tomates que languidecen en el supermercado y las levaduras que levantan el pan, estamos hechos con los mismos átomos que se vienen tejiendo y destejiendo y retejiendo desde hace millones de años.

"La gente está inseparablemente conectada con la naturaleza desde siempre, y hoy vivimos en un mundo mucho más conectado que nunca antes en la historia, pero esto no lo ha hecho un mundo más justo", dijo la científica Sandra Díaz.(Max Forster/Save the Redwoods League via AP)
"La gente está inseparablemente conectada con la naturaleza desde siempre, y hoy vivimos en un mundo mucho más conectado que nunca antes en la historia, pero esto no lo ha hecho un mundo más justo", dijo la científica Sandra Díaz.(Max Forster/Save the Redwoods League via AP)

Estos átomos antiguos primero formaron parte de esa persona que dibujó el bisonte en Altamira, no muy lejos de aquí, luego se reciclaron para formar a los murciélagos que dibujó Goya y para formarlo a Goya mismo, luego Goya y sus murciélagos acabaron en el compost, entonces algunos de los átomos fueron a formar los jazmines y las hormigas de García Lorca, y las cebollas y las abejas de Miguel Hernández y otros átomos cruzaron el mar, algunos como madera de un barco, otros, como algunos de mis antepasados, que iban dentro del barco; otros átomos más se hundieron en el mar y ahora son parte de los bacalaos.

Y en este maravilloso entremezclarse, el alquimista supremo son las plantas. Lo damos por sentado, pero cada día las plantas verdes llevan a cabo el increíble acto de transformar las moléculas inanimadas del aire, el agua y el suelo en vida para todo el planeta y también en alimento, cobijo e historias para los seres humanos.

Por eso esta idea de que la naturaleza está afuera, de que no tiene que ver con ustedes es, en todo el sentido de la palabra, una postverdad.

En verdad, la gente está inseparablemente conectada con la naturaleza desde siempre, y hoy vivimos en un mundo mucho más conectado que nunca, que nunca antes en la historia, pero esto no lo ha hecho un mundo más justo.

La aspiración de consumir y acumular siempre más avasalla el derecho universal de gozar de una relación plena con el tapiz de la vida. Esto es porque, siguiendo las leyes de la física y la biología, si demasiadas hebras se devoran o se desechan en un sitio del tapiz, inevitablemente se producen rajaduras y agujeros en otros sitios del tejido.

Y no estamos hablando de unos pocos agujeros: hay cada vez más agujeros y están muy mal distribuidos, en un proceso de injusticia ambiental global a una escala inédita.

¿Qué hacemos entonces? ¿Renunciamos a una pasión que viene durando millones de años? Nuestros estudios dicen que no necesariamente; indican que hay muy poco tiempo y va a ser muy difícil, pero aún estamos a tiempo de retejer este tapiz y de re entretejernos en él.

Cada hebra es muy frágil, pero el tapiz en su conjunto tiene la robustez de los muchos, una robustez hecha de innumerables fragilidades entretejidas.

Dedico este premio entonces a todos los frágiles, de cuyo amoroso batallar depende hoy y dependerá en el futuro, la persistencia del tapiz de la vida”.

"El alquimista supremo son las plantas", asegura la bióloga argentina Sandra Díaz.
"El alquimista supremo son las plantas", asegura la bióloga argentina Sandra Díaz.

Ahí donde ya no estamos

Estoy leyendo —como puedo, en medio de tantas otras lecturas— un libro maravilloso que se llama Islas del abandono y cuya bajada —La vida en los paisajes posthumanos— aclara la idea del título. Su autora es Cal Flyn, una joven periodista escocesa que viajó y estudió diversos territorios del mundo calificados como zonas rojas, zonas de exclusión o zonas muertas, espacios de donde los humanos se retiraron, muchas veces obligados por cuestiones bélicas o por catástrofes de distinto orden, entre ellas, legados industriales venenosos, o donde aún siguen viviendo los pocos que se resisten a partir.

Es el caso de Detroit, en Estados Unidos, donde sesenta y dos de sus trescientos sesenta kilómetros cuadrados están vacíos (hay quien afirma que la cifra alcanza los cien kilómetros). El pico de población en Detroit se dio en 1950, en el esplendor de la industria automotriz. De los casi dos millones de habitantes de entonces la cifra fue bajando hasta llegar a una población de menos de 700 mil en el último censo de 2019. “Los que no se han ido son las casas en las que vivieron, las iglesias en las que rezaron, los colegios en los que educaron a sus hijos, las fábricas en las que trabajaron”, escribe Flyn.

Humanos que ya no están aunque siguen en pie las estructuras que los albergaron o tierras arrasadas en las que el verde regresa para imponerse mientras quienes no tienen permitido ingresar son los humanos, eso es lo que hay detrás de estas islas del abandono.

Una escuela abandonada en Detroit, Estados Unidos, cuya explosión demográfica se dio en los años 50 del siglo XX, en el esplendor de la industria del, automóvil. La ciudad fue abandonada por gran parte de su población.
Una escuela abandonada en Detroit, Estados Unidos, cuya explosión demográfica se dio en los años 50 del siglo XX, en el esplendor de la industria del, automóvil. La ciudad fue abandonada por gran parte de su población.

En los sitios visitados por la periodista y escritora, la naturaleza parece abrirse paso como si estuviera recuperando un lugar del que fue arrancada: plantas desaparecidas que vuelven a crecer, animales en extinción que, sin embargo, prolongan su existencia gracias a la ausencia humana; vegetales que consumen el veneno de tierras afectadas por accidentes nucleares o envenenadas por minerales así como también animales domesticados que, sin vigilancia humana, regresan a su estado salvaje original: mucho de todo esto puede leerse en este ensayo deslumbrante que, pese a tanta información desalentadora, deja sin embargo espacio para un modesto optimismo: el de la conciencia ambiental que podría despertar en aquellos que hasta ahora mirábamos para otro lado.

"Islas del abandono", de Cal Flyn, fue publicado por Fiordo.
"Islas del abandono", de Cal Flyn, fue publicado por Fiordo.

La muerte y el veneno en Verdún

Aún se considera a la batalla de Verdún, de 1916, como la más larga que conoció el mundo. Duró 303 días en un año de lluvia casi incesante y el balance de ese enfrentamiento entre alemanes y franceses en la Primera Guerra Mundial es macabro por donde se lo mire. Se calcula que allí murieron 300 mil hombres y que otros 450 mil fueron gaseados o resultaron heridos en poco más de veinte kilómetros cuadrados.

Cuenta Flyn: “En aquellas colinas, tal vez se dispararon cuarenta millones de proyectiles, más de seis por cada metro cuadrado de suelo. Dejaron detrás de ellos un mar removido que se agitaba y revolcaba con corrientes invisibles. Huesos descoloridos y partes rotas de los rifles sobresalían a través de las olas. Entre 1914 y 1918 el suelo padeció el equivalente a diez mil años de erosión natural. (...) Una zona muerta, una criatura desollada y sin rasgos que la diferenciasen se extendía en todas direcciones”.

Primero aparecieron unas amapolas escarlatas como señal de esperanza, aún cuando el hedor de los cadáveres en descomposición flotaba en el aire. Dos años después, las autoridades francesas determinaron que desde la frontera con Bélgica en Lille hasta la frontera con Suiza cerca de Estrasburgo cráteres y hoyos provocados por los disparos de mil millones de proyectiles de artillería habían destrozado todo. “Un paisaje a lo Frankenstein, cosido y engrapado, que albergaba en su carne millones de toneladas de municiones sin detonar y suficientes armas químicas para volver a aniquilar a un ejército”, dice la autora de Islas del abandono.

Una tierra que sigue envenenada, en Verdún, Francia. Allí, en 1916, durante la Primera Guerra Mundial, se libró la más larga batalla de la historia. (Photo by Sean Gallup/Getty Images)
Una tierra que sigue envenenada, en Verdún, Francia. Allí, en 1916, durante la Primera Guerra Mundial, se libró la más larga batalla de la historia. (Photo by Sean Gallup/Getty Images)

Y también están los cuerpos de los soldados, claro. Solo lograron identificar y recuperar a la mitad. Del resto había miembros que no permitían ser reconocidos o quedaron absorbidos por el barro y el lodo antes de que la tierra cicatrizara. En la clasificación que hizo Francia, se consideró que 120 mil hectáreas habían quedado devastadas y sin posibilidad de reparación, una cifra que se redujo con el tiempo, por lo que fueron recuperadas algunas tierras como zonas de labranza, aunque junto con sus productos los agricultores siguieron y aún siguen cosechando también hierro con regularidad, en forma de proyectiles y bidones oxidados.

Las autoridades decidieron plantar en la llamada zona roja pinos negros, una de las pocas especies resilientes, explica Flyn, que podrían prosperar en ese lugar transformado en desierto de muerte. Lo que creció allí durante un siglo fue un bosque prohibido, con carteles a cada paso que advierten del peligro de pisar restos de artillería que aún, tanto tiempo después, continúan provocando víctimas entre los incautos.

Cerca de ese bosque oscuro en Spincourt, hay una zona estéril y de riesgo llamada Place à Gaz, afectada al extremo por la presencia de minerales metálicos concentrados. El análisis del terreno reveló que había allí hasta un 13% de zinc, un 2,6% de plomo y que, en algunas partes, el arsénico conformaba el 17% del suelo. La tierra misma es veneno.

Durante una visita al territorio, Cal Flyn narra su encuentro con un tipo de plantas que, sin ser exóticas, “están especialmente adaptadas para sobrevivir allí ya que limitan su ingesta de metales, evitando la acumulación tóxica en sus organismos” pero lo más interesante es el musgo suave y plumoso conocido como Pohlia nutans, que “en lugar de cerrarse a los metales del suelo, abre las puertas de par en par, y transporta las sales metálicas hacia arriba, donde las almacena”. No se sabe por qué sucede, pero lo cierto es que ese musgo está limpiando la tierra venenosa de manera activa.

La gente camina sobre la playa en una de las zonas cercadas por los militares turcos desde 1974, en la zona abandonada de Varosha, en el norte de Chipre. (REUTERS/Harun Ucar/File Photo)
La gente camina sobre la playa en una de las zonas cercadas por los militares turcos desde 1974, en la zona abandonada de Varosha, en el norte de Chipre. (REUTERS/Harun Ucar/File Photo)

Como señala Will Wiles en su reseña de la Literary Review, “Flyn espera que Islas del abandono nos enseñe una nueva forma de ver los ‘sitios monstruosos’. Los lugares ‘feos’ o ‘sin valor’ pueden resultar profundamente significativos desde el punto de vista ecológico. De hecho, ‘su fealdad o falta de valor bien podría ser la cualidad que los ha mantenido abandonados, los ha salvado de la reurbanización o de una ‘gestión’ demasiado entusiasta y, por lo tanto, de la destrucción’. La historia de la zona de exclusión de Chernobyl, que visita Flyn, y su floreciente vida silvestre es conocida (...) Algunos de los destinos de Flyn están firmemente ligados a la dudosa ruta del turismo de ruinas, incluidos Detroit y Varosha, un centro turístico abandonado en Chipre, varado en un área acordonada por el ejército turco en 1974. Pero también visita lugares desconocidos como Arthur Kill, un estrecho de marea entre Staten Island y Nueva Jersey que nadie debería visitar ya que es excéntricamente venenoso (...) un solo cangrejo de garras azules de Newark lleva suficiente dioxina en su cuerpo como para causar cáncer a una persona”.

El barro y el veneno que contiene un sitio poco conocido como Arthur Kill es, como tantos otros, legado del pasado industrial de la región: las refinerías de petróleo, las curtiembres, las fundiciones, los fabricantes de pintura, la industria química y farmacéutica y las papeleras que proliferaban en la zona durante los siglos XIX y XX producían todo tipo de residuos nocivos y todo era desechado directamente en el agua.

Recientemente publicado por Fiordo, con una traducción de Lucía Barahona que permite una lectura amable y sin ripios, Islas del abandono es una lectura hipnótica por lo que cuenta y por cómo lo hace. Un libro de esos que aparecen muy de tanto en tanto, producto de una gran idea, una investigación rigurosa y una escritura atractiva e inusualmente conmovedora en este tipo de relatos.

Las nuevas tecnologías pueden ser advertidas como amenazas para las actuales formas de trabajo y creación, pero también como una posibilidad de ampliar la creatividad.
Las nuevas tecnologías pueden ser advertidas como amenazas para las actuales formas de trabajo y creación, pero también como una posibilidad de ampliar la creatividad.

¿Nos reemplazan las máquinas?

Creatividad superhumana en tus dedos/ Elimina el bloqueo en los escritores/ Ayuda a hacer foco en lo que importa: la escritura.

Esto ofrecen algunas páginas en internet que buscan seducir a autores en problemas. Sin dudas, es tentador e inquietante, sobre todo cuando el vértigo —y la ansiedad— nos obligan a crear contenidos cada vez con mayor intensidad y los días aún tienen solo 24 horas.

¿Se puede aprender a escribir o escribir es un don? Esta pregunta atraviesa los siglos y formó parte de las reflexiones de artistas, críticos y filósofos que oscilaban, según los tiempos históricos, entre la idea del genio literario de inspiración divina y la del trabajo artesanal como producto de la técnica y el entrenamiento. Una tensión entre la figura del artista y la del escritor profesional, cuya figura explotó en el siglo XX, de la mano de manuales de escritura y diferentes formas de enseñanza que prometían generar habilidades.

Estas asistencias para la escritura nacieron en un momento en que las tasas de alfabetización subieron en el mundo drásticamente y, junto con esto, se disparó la demanda de objetos de tipo literario que en ciertas culturas crearon una nueva clase de trabajadores: autores que generaban contenidos para libros, teatro y películas para un mercado masivo y en crecimiento.

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Pero en el momento actual de la tecnología, lo que aparece como asistencia se advierte como amenaza porque ya no te ofrecen herramientas para que construyas tus habilidades sino que directamente te entregan el contenido.

En principio, uno podría pensar de manera optimista que para quienes escribimos podría ser útil tener la chance de ahorrar tiempo con la parte, si se quiere, menos subjetiva de nuestros trabajos; es decir, podríamos imaginar muchos textos y a muchas personas trabajando sobre esos textos, limando, limpiando, corrigiendo, editando, haciendo diferentes formas de la curaduría. Pero en el camino, estaríamos también lidiando con el problema de la autoría. Porque ¿quiénes serían los autores de esos textos, armados en base a la información con la que se alimentan esas inteligencias artificiales?”

Este es el cuento sobre música y micrófonos que Ariana y Leandro le pidieron al CHAT GP para leerle a su hijito.
Este es el cuento sobre música y micrófonos que Ariana y Leandro le pidieron al CHAT GP para leerle a su hijito.

“¿Podrías crear un cuento para un niño de 2 años que hable sobre instrumentos musicales y micrófonos?”, fue el pedido que hizo Leandro, el marido de Ariana, colega y editora de este newsletter. Leandro es programador y el intercambio con estos sistemas forma parte de su trabajo.

La respuesta llegó en forma de narración infantil luego de un “Claro” emitido por Chat GP-3. Se trata de un “Había una vez” en un lugar muy lejano, que tiene todos los elementos clásicos de este tipo de literatura y que Ari y Leandro le leen por estos días a su hijo chiquito, que lo escucha entusiasmado.

El relato de la máquina, dice Ari, posiblemente termine tomando pronto la forma de libro impreso: no es tan fácil abandonar las tradiciones.

Inquietud por la autoría

En pocas semanas leí varios artículos que hablan de la preocupación en diferentes áreas vinculadas con el conocimiento, a partir de la extendida utilización de Inteligencia Artificial (IA) en la creación de textos. Ni hablar de la alarma general en el área de la Educación, con pánico por imaginar un futuro en el que los chicos y los jóvenes directamente dejarán de estudiar y entregarán trabajos producidos por las máquinas.

Luego de ser lanzado en noviembre por OpenAI, de Elon Musk, el sistema ChatGPT —que funciona a través del intercambio de preguntas con el usuario y que sorprende en muchos casos con pequeños artículos razonables y razonablemente redactados—, figura ya como autor o coautor en más de 200 libros de Kindle, la librería de Amazon en la que no hay editores, es decir que los autores se autoeditan sin pasar por el proceso editorial convencional.

Se trata de libros de todos los géneros, desde la literatura infantil a la educación y desde el relato histórico a la poesía. Hasta ahora, lo único sancionable en Amazon era el plagio pero sobre estas nuevas formas de “colaboración” entre humanos y máquinas, que están disparando nuevos debates éticos, no hay aún normas elaboradas, solo perplejidad.

Pero hay algo más. Esos supuestos 200 libros integran una cifra en la que la inclusión de la IA es explícita, pero muchos de los autores no incluyen este “detalle” cuando envían las descripciones de sus libros, de modo que podrían ser muchos más.

'Woldgate Woods II', una obra de David Hockney realizada en ipad. (REUTERS/Toby Melville)
'Woldgate Woods II', una obra de David Hockney realizada en ipad. (REUTERS/Toby Melville)

La inquietud también llegó a las revistas académicas, aquellas que para publicar artículos entregan esos textos previamente a la llamada “revisión de pares”, un sistema de referato en crisis porque quienes corrigen los textos no cobran por eso, de modo que ya en los últimos años el supuesto control de calidad venía dejando bastante que desear.

Los editores de la revista Nature, afirmaron recientemente que ChatGPT y otras aplicaciones de inteligencia artificial (IA) similares amenazan “la transparencia y la confiabilidad en las que se basa el proceso de generación de conocimiento…”. Mientras que Science, otra de las publicaciones prestigiosas, fue más lejos: “Un programa de IA no puede ser un autor. Una violación de estas políticas constituirá un fraude científico equiparable a la alteración de imágenes o al plagio de trabajos existentes”.

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En un artículo sobre el tema publicado en Letras Libres, esto escribió Charles Seife:

”La revisión por pares es esencialmente un sistema de control de calidad informativo. Cuando los profesores califican ensayos y exámenes, están realizando una función similar: tratan de separar lo bueno de lo malo para asegurarse de que solo los estudiantes que cumplan con un conjunto mínimo de estándares obtengan el sello de aprobación de la universidad. Los periodistas en los medios de comunicación serios también están en el negocio de la discriminación informativa; en teoría, al menos, recopilan hechos y opiniones de una variedad de fuentes, y sintetizan una historia a partir de ellos, que solo después de múltiples capas de verificación de hechos y pulido editorial se presenta al público. Cuando los profesores no son capaces de distinguir entre un estudiante y una IA, o cuando los editores pulen un texto generado por GPT en lugar de descartarlo por completo, muestran que el proceso de discriminación está seriamente descompuesto”.

Pero no todos ven pura negatividad y atentado contra lo humano en los nuevos sistemas; hay grandes estudiosos que entienden que es posible aún encontrar belleza en lo que las máquinas tienen para darnos y que eso mismo no va a reemplazar la creatividad humana sino que, por el contrario, puede aumentarla.

El ensayo "Tecnoceno", de Flavia Costa, fue publicado por Taurus.
El ensayo "Tecnoceno", de Flavia Costa, fue publicado por Taurus.

Humanos inteligentes, inteligencia artificial

Flavia Costa trabajó como periodista y hoy es una de las intelectuales más brillantes de la Argentina. Doctora en Ciencias Sociales, es investigadora de CONICET, profesora asociada del seminario “Informática y Sociedad” y profesora titular del seminario de doctorado “Estética, biopolítica, estado de excepción” en la UNSAM.

El año pasado publicó el libro Tecnoceno: Algoritmos, biohackers y nuevas formas de vida, en el que trabaja sobre la hipótesis de un cambio de era a partir de la aceleración del desarrollo tecnológico y la transformación irreversible del ambiente.

Tengo la suerte de conocer a Flavia hace mucho tiempo, de manera que en medio de este combo de inquietud e ignorancia en que me muevo por estos días (con películas frenéticas sobre multiversos arrasando en los Oscars y dejando a varias generaciones afuera de la excitación por las artes marciales y la vida en tantos mundos paralelos), le mandé un mensaje para que me ayudara a pensar para poder, así, ayudarte a pensar a vos, que me leés.

En síntesis, esto me dijo:

”Estas inteligencias artificiales, esas que empiezan a hacer cosas, no solo una única actividad como jugar al ajedrez, jugar al go o al poker, sino a generar lenguaje, imágenes o discursos que combinan habilidades múltiples están en el camino de la inteligencia artificial general que va a hacer mejor que toda la comunidad humana varias cosas. Con eso estamos tratando; no se trata del uno a uno del individuo versus la máquina sino del individuo con una máquina que es, más bien, la materialización de procedimientos y contenidos y procesamientos que tienen centenares de siglos de humanidad”, me explicaba. Es decir, los insumos fueron producidos por humanos a lo largo de los siglos, el proceso es de la máquina y, necesariamente, va a terminar haciéndolo mejor en próximas versiones. Mejor que nosotros, sí.

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Pero la angustia no es por la tecnología en general —qué sería de mi vida sin mi notebook; qué sería de mi periodismo sin Google— sino por nuestro lugar en esta temporadita de máquinas todopoderosas. Así que esto fue lo que le pregunté inmediatamente: ¿hay algo en lo que todavía los humanos podamos seguir teniendo un impacto que las máquinas no vayan a lograr?

Y esto me respondió:

“En este trato con esta clase de inteligencia artificial, que no es exactamente igual a la inteligencia humana pero no deja por eso de ser un tipo de inteligencia muy sofisticada, tengo la impresión de que desde lo humano el diferencial va a estar dado por la experiencia corporal del sentido, de la comprensión y de la interpretación, que no es lo mismo que la experiencia maquínica porque la experiencia corporal se habita de una manera distinta. Y esa experiencia es para nosotros la experiencia de la recepción, de la lectura. Ya va a ser menos importante, quizás, la buena factura o la producción que la capacidad de distinguir esa buena producción y de saber interpretarla y compartirla.

Todas las habilidades que conocemos como humanas se basan en el hecho de que somos un cuerpo; tenemos un conglomerado de experiencias y memorias, pero también hormonas, sentimientos, emociones que una máquina no tiene. Y, por otra parte, somos capaces de recibir el impacto del sentido y, quizás, incluso incrementarlo en el ejercicio activo de la recepción, por ejemplo dando una clase. Un buen artista es eso: hace el ejercicio activo de una recepción. Recibe el impacto de su motivo, como decía John Berger en El tamaño de una bolsa, recibe el impacto del paisaje, del modelo, de la tinta, del pincel y, al recibir esos impactos, los siente en el cuerpo y de alguna manera los procesa. Eso va a ser nuestro diferencial”.

"Los campos electromagnéticos" fue publicado por Caja Negra.
"Los campos electromagnéticos" fue publicado por Caja Negra.

Jorge Carrión es un prestigioso periodista y escritor español que reflexiona siempre sobre la cultura contemporánea y todo lo que suponga innovación. Desde hace algunas semanas escribe la columna Hiperconexiones en Infobae y por estos días está de visita en Buenos Aires, entre otras cosas, para presentar su nuevo libro, escrito en colaboración con el grupo de Taller Estampa y con (sí, adivinaste) GPT-2 y 3, los sistemas de inteligencia artificial.

El libro se llama Los campos electromagnéticos (juega con el título del libro de Breton y Philippe Soupault que es un emblema del surrealismo), fue publicado por Caja Negra y se propuso como la primera colaboración en español entre personas y máquinas para la elaboración de un libro.

El trabajo recién publicado muestra los resultados literarios del intercambio y describe el proceso que llevó a esos resultados, las preguntas que se le hicieron al sistema y el modo en que se las hicieron, a veces invirtiendo las formulaciones o insistiendo para encontrar las mejores respuestas.

André Breton.
André Breton.

En el prólogo de este ensayo que es un ejercicio literario, Carrión señala algo parecido a lo que me dijo Flavia Costa. Luego de explicar el proceso de intercambio entre humanos y la máquina (que en este caso fue alimentada con bibliografía de Carrión y también bibliografía leída por él, para generar un texto escrito con el estilo del autor), el escritor dice que “el autor humano actúa a posteriori como editor y DJ y traductor de los textos que resultaron del intercambio y cuya forma final él decide”.

Y luego asegura que “las operaciones de escritura artificial que, en cambio, renuncian a la intervención de una persona o la reducen lo máximo posible son relatos incoherentes que rozan por momentos la ilegibilidad. Las oraciones perfectamente escritas conviven con errores gramaticales o sintácticos, con inesperados y no siempre felices cambios de tono o de estilo o de elementos narrativos (...) con enunciados que es imposible descifrar”.

En el epílogo, sin embargo, Carrión señala que en el futuro, este sistema “podrá producir relatos en una prosa igual de eficaz, o incluso mejor, de la de muchos autores superventas y poetas de internet”.

Como decía Flavia, indefectiblemente las máquinas harán muchas cosas mejor que la comunidad humana. Están aprendiendo.

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La pequeña Daphne.
La pequeña Daphne.

No soy autora superventas ni poeta de internet, soy una periodista que escribe artículos y libros y que espera poder seguir haciéndolo mientras tenga la cabeza en su lugar y la curiosidad intacta. ¿Será con una máquina como asistencia?

Como te dije antes, hasta hace once años no imaginaba la posibilidad de amar a un perro y hoy Wilson es uno de los seres que más amo en la vida. Sigo sin querer a los gatos pero el fin de semana tuve a mi hija y a su gata viviendo en casa, producto de un corte de luz en su casa. Y hasta vi una película con la pequeña y acaso indiferente Daphne estirada en el sillón pegada a mí, lo más impensado de la vida misma.

No imagino un mundo sin humanos pero todavía sueño con un mundo con mejores humanos. Si el futuro está en la inteligencia artificial, que venga. Cualquier inteligencia puede ser mejor que la oscuridad infinita de la ignorancia.

Te recuerdo mi mail: es hpomeraniec@infobae.com. Escribime, te aseguro que respondo siempre, aunque demore unos días.

Hasta la próxima.

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