En el año 2019, antes de la pandemia, Agustina González Carman comenzó un taller de escritura con Hernán Vanoli. El primer ejercicio fue narrar una experiencia personal. No tuvo que pensarlo demasiado: la historia había estado latiendo dentro suyo durante un largo tiempo. “Ahí empezó todo”, dice detrás de unos anteojos oscuros y redondeados, la mano en el mentón, en la vereda de un diminuto café en el barrio porteño de Colegiales. Hace ya varios años, cuando estudiaba Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires, alrededor del año 2004, comenzó a trabajar en el Servicio Penitenciario de Ituzaingó. “Había una gran superpoblación de internos en comisarías, entonces empiezan a crear alcaidías en distintos barrios del conurbano y los intendentes toman estas construcciones como una posibilidad para darles trabajo a gente del municipio. Eso fue un poco lo que me pasó a mí. Hacía trabajo administrativo, aunque no: entrar a trabajar en el Servicio Penitenciario está lejos de ser un trabajo administrativo”, cuenta.
“Lo que me empezó a pasar es que, como paralelamente yo estudiaba en Sociales, todas las cosas que yo leía, la teoría que iba aprendiendo, absorbiendo, la veía plasmada en la práctica, en el trabajo: esa dualidad permanente fue muy flashera para mí. Además, en Sociales está esa crítica de que no tiene práctica profesional. Bueno, para mí fue todo lo contrario. Y ahí conozco a una persona muy importante, que es una amiga, que conservo la amistad hasta el día de hoy, que estudiaba Sociología, y me propone presentar un proyecto para hacer un voluntariado universitario. El Ministerio de Educación te subvencionaba algún proyecto que tenga que ver con devolver, de manera social, lo que la universidad gratuita te daba. Y trabajando las dos en áreas administrativas del penal armamos un proyecto: hacer una revista con internos en donde ellos pudieran trabajar con su familia, que pudieran acompañarlos, hacer una vinculación interior-exterior”, cuenta sobre aquella experiencia que se desarrolló durante seis años y terminó, como termina todo, de forma abrupta.
Cuando comenzó a escribir el texto y mostrarlo en el taller, sus compañeros le hicieron devoluciones muy positivas. “Entonces me entusiasmé y empecé a explorar por ahí. Fue como un vómito. Después se interrumpió un poco con la pandemia, pero me faltaba escribir el final. Se la doy a leer a Juan Terranova y me dijo: ‘la novela está bien, escribile un final, no importa cuál, escribile uno’. Y se me destrabó eso que me faltaba”. Mirando hacia atrás, define todo ese proceso como “una catarata que la estuve cocinando adentro”. Cuando se contacta con el sello 17grises, su editor, Maximiliano Crespi, le sugiere pasar toda la novela a tercera persona. “Me pareció que fue una buena idea y cuando probé me gustó mucho el resultado: distanciarme un poco, porque el ecosistema de la novela tenía que ver con una experiencia personal, entonces mejor que ganara más en campo de ficción”. Así, entonces, finalmente, el año pasado, a mediados, en julio, salió a la luz Ventanas rotas, su primera novela, no su primer libro: en 2016 publicó las crónicas Amores que matan. Pero, ¿de qué trata Ventanas rotas?
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Irene vive en San Alberto, “el país de las mujeres solas”. Vive con su madre, con su hermana, con los hijos de su hermana. Su destino es ser madre; de hecho, ya está embarazada. En su vientre crece el fruto de su relación con el médico que atiende en el mismo Servicio Penitenciario en donde ella trabaja. Simplemente sucedió —“no eran novios, solo habían tenido algunos encuentros sexuales poco memorables”— y aceptó su destino de ser madre en San Alberto. Está sumida en un mundo autosuficiente y la pregunta por la maternidad hace que comience a cuestionarlo. No la suya, precisamente —eso vendrá después—, sino la de todas las que pululan a su alrededor: la de su propia madre, la de sus dos hermanas, la de sus amigas. Observa que hay mujeres que poseen un “cuerpo que parecía ya no servir para el sexo porque había sido avasallado por esos hijos”. Otras que conviven con “una dimensión del odio por una vida frustrada que solo canalizaba parcialmente a través de los chicos”. Sabe que será difícil no “entregarse a la dictadura del bebé” y conserva el temor convertirse en una “madre mediocre”.
En San Alberto, ser madre “era algo que ocurría y se aceptaba, como el verano o el paso del tiempo”, por lo que “no había una pregunta por las opciones porque tampoco había una pregunta por el deseo”: “la maternidad era una eventualidad”. Pero hay un puente con el exterior de ese micromundo: la facultad, la Ciudad de Buenos Aires. Cuando conversa con una compañera de cursada, conversa con otra posibilidad de ver la maternidad y encuentra dentro suyo “la semilla de una idea que nunca había estado ahí”. En Irene, la figura de su padre está completamente borrada y algo de eso ocurre en San Alberto: muchos hombres están presos, o trabajan en el Servicio Penitenciario o simplemente se han ido. “¿Cómo saber si el hombre elegido, el que lloraba de felicidad cuando le anunciaban el test de embarazo positivo, se iba a fuga antes de que el bebé empezara a gatear?” En el trabajo, justo antes de estar embarazada, se enamora de un interno y cuando concluye esa estadía laboral, ya con un hijo en el vientre, con su panza prominente, se entera que él está libre. Entonces lo busca. Pero, ¿para qué?
Sobre la ingenuidad de Irene, González Carman dice que “está abierta a las relaciones, a conocer, no juzga. De hecho tiene como un amor platónico con un interno, todo medio naif, y también tiene como un vínculo raro con la esposa de él porque trata de entender la maternidad de una persona sola que encima tiene que sostener a este tipo que está encerrado, porque es su código, porque si tu marido cae preso vos tenés que sostenerlo. Son los códigos que exceden una lectura más lineal que por ahí no puede hacerse desde otro tipo de familia. Tiene que ver también con una cosa muy comunitaria, de lazo, que es otra de las diferencias que yo veo acá, en Capital. Acá veo padres con sus hijos muy solos, sin apoyo de familias. Por ahí vienen del interior y están lejos o por ahí están acá pero no hay tanto trato, entonces están muy demandados, sobrecargados por la crianza y no pueden sostener lo demás: amigos, trabajos. Me parece que ese es un clima de época muy destructivo, que explica un poco por qué la gente decide cada vez tener menos hijos.
“Hay algunos detalles basados en cosas reales, pero quería contar otra cosa, no lo que a mí me había pasado”, dice ahora Agustina González Carman, mientras revisa el celular y espera noticias de su hijo, el mayor, el tercero, que está en la escuela rindiendo una materia adeudada. Continúa la conversación: “El jefe del penal que me tocó a mí, cuando yo estaba trabajando, era una buena persona que tomaba bastante distancia de ciertas contaminaciones y estereotipos que tiene ese tipo de funcionarios dentro del Sistema Penitenciario. Nos permitió hacer el taller y la revista, que estaba subvencionada, entonces se las dábamos a las familias para que las vendieran y se quedaban con el 100% de la venta. La revista era más periodística que literaria, pero los internos podían elegir: les dábamos algunas herramientas de escritura, ellos presentaban textos. Había un chico de la Gardel que escribía sobre de un plan de viviendas que se estaba haciendo, otro escribía sobre un poema de la libertad, también cuentos graciosos sobre el lenguaje tumbero, historias de amor”.
Cuando presentaron el proyecto del taller y la revista, eligieron trabajar con internos condenados o procesados por delitos de robo y no por homicidio. “Sentíamos que eso escapaba de las herramientas sociales que teníamos en nuestra formación”. Al principio, hicieron una selección pero después “te contaban en modo confidencia que a uno lo habían matado, o que otro se había escapado”. “Tenías que trabajar con eso, que es una de una complejidad enorme, y es muy destructivo el Servicio Penitenciario: no tiene ninguna misión de recomponer a nadie”, asegura. Sin saberlo, eso se convirtió en literatura. Si bien escribe “desde chiquita, pero nunca con mucha confianza en mí misma ni mostrando demasiado, hubo un momento en que comenzó a publicar. Internet. Época de blogs. “Se llamó Libertad Condicional, fue cuando tuve a mi segundo hijo. Ahí empecé a hablar de maternidad y trabajar esa analogía de la libertad o del encarcelamiento de la maternidad, que un poco después termina decantando en la novela”.
En el último tiempo, muchas producciones audiovisuales han trabajado el tópico de la cárcel. Un ejemplo es El marginal, que, para González Carman, “trabaja mucho con el sentido del humor y construye personajes entrañables que vos podés quererlos aunque sean bravísimos, terribles, inmorales”. Si bien su búsqueda narrativa fue otra, hay puntos en común: “A mí me interesaba no demonizar ni entronizar a nadie, sino presentar un poco la complejidad del ser humano: una persona que está detenida porque cometió un delito pero que también quiere a sus padres o valora a su mujer o trata de hacer algo para recomponerse o va a un taller o escribe un poema. Es un tipo de caracterización de personajes que me gusta leer. No me gusta que me digan ‘este es bueno’, ‘este es malo’, me gusta ver qué me pasa a mí con ciertas características ambiguas de los personajes. A la protagonista, por ejemplo, muchas veces te dan ganas de decirle: ‘nena, ¿sos boluda?’, así como también uno puede sentir identificación con algunos momentos de debilidad”.
Pero el tema de Ventanas rotas no es la cárcel; es la maternidad. Como Irene, y con mucha más experiencia y lecturas y diálogos, Agustina González Carman observa las maternidades que la rodean, las próximas, pero también las lejanas, las idealizadas, las del mercado. “Siempre sentí que había como una voz unívoca imperante que era muy porteña. Yo ahora vivo acá y estoy mega empapada con ese discurso, lo leo, lo consumo, me atraviesa, me hace pensar, pero se me había prendido un alerta de lo totalizante que es ese discurso. Con la novela me interesaba esa experiencia de tener un trabajo medio atípico, pero que en realidad es muy común porque hay miles y miles de mujeres que trabajan en el Servicio Penitenciario y en otro tipo de trabajos, más bien ingratos, pero que también intentan estudiar y a la vez tienen una familia. Todo eso cruzado por ese mandato familiar que al menos en el conurbano es muy fuerte. Un día le pregunto a mi amiga con la que yo compartía en el penal: ’¿alguna vez pensaste en tener hijos?’ Ella tenía dos hijos y me dice que no, que fue una cosa tan pensada y elaborada”
Como Irene, muchas mujeres entienden a la maternidad como algo que no es ni buscado ni obligado, que está en el medio, entre los matices, que provoca más dudas que certezas. “Algo impuesto, sí, pero también del deseo; no del deseo premeditado sino ese deseo que te atraviesa y que se te impone. Eso a mí me gusta mucho: esa idea de no estar sacando siempre el cálculo. Me parece una cosa incluso romántica, desde el punto de vista más psicoanalítico, más freudiano: el deseo que escapa tu control, el que vos no podés decidir el momento, como eventualidad, que te llega. Y en general te llega joven: terminaste el colegio y ya está, te acomodaste más o menos y llega enseguida. Pero también, noto que hay algo ligado al consumo: tener el mejor cochecito, el mejor huevito, la mejor mamadera. Y todo ese consumo de información es abrumador y estupidizante, según mi opinión: influencers, gente que aconseja libros y una no aceptación de del hueco, de la grieta, de la fisura de cualquier vínculo humano, como si hubiera una idea de hacerlo bien”.
González Carman asegura que “si vos crees que podés hacerlo bien también es porque tenés muchas cosas solucionadas de primera instancia. Cuando tenés carencias materiales, cuando tenés que resolver que no pasen frío o poner un plato de comida sobre la mesa, el cochecito, la marca de la mamadera, todo eso termina siendo secundario. Y no estoy hablando de gente millonaria: no es un contraste tan amplio de clases, sino más de consumos culturales. Eso genera mucha frustración, porque cuando tenés un mínimo inconveniente o una mínima desilusión... En la crianza veo patrones parecidos entre las clases altas y las clases populares. A la clase media la veo queriendo controlar todo. En cambio las clases populares y las clases altas respetan más las tradiciones. Es como si compartieran algunos valores: la familia, por ejemplo. Lo que veo es mucha intolerancia al vínculo con el otro, no soportar que el otro no me guste, que el otro no tenga ganas de estar hoy y no una construcción de vínculos más a largo plazo; es todo muy descartable”.
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Si bien hay ciertos mandatos que se han caído, porque la exigencia de tener hijos ya no es tan grande como la vivió la generación anterior, hoy es el mercado el que exige la maternidad. Pero, ¿qué le exige? “Esto lo arrojo como una hipótesis, que la gente entiende que después de una edad hay mucha soledad y que la familia viene a reparar eso, a contener, porque es algo importante en la vida. Es grandioso que la gente que tiene claro que no desea no tenga hijos. Como las condiciones materiales y sociales hoy son muy complejas, hay mucho basamento para tomar esa decisión. Pero también todo el universo digital, todo esta vida en las ciudades, hace que la soledad sea muy profunda y que también uno intente encontrar alivio en los vínculos humanos, en la familia. Eso me parece que es lo que hay que rescatar. Después deberíamos trabajar en bajar la presión de las recetas, la idea de ‘hacer bien’ la crianza”, dice González Carman y profundiza más su análisis: la falta de horizontes, de representantes legítimos, de un futuro próspero y liberador genera un desierto.
“Hay algo político: la idea de que viene una persona que por algún mecanismo genera representación, y yo quizás descreo de todo el mundo, entonces me seduce su forma de pensar o me quiero parecer y se vuelve un referente. Creo que nos pasa a todos. El tema es cómo manejar el grado de presión que ejercen. Yo no tuiteo mucho pero estoy, leo, y me impresiona ver cómo no hay gente exenta de consumir recetas de influencers. Cuando cae la fe, cuando no tenés un principio de autoridad, no tenés un pater familia, no tenés el médico de cabecera, no tenés un Dios ni una religión, ¿qué tenés?, ¡un influencer! Es un reemplazo de esa voz autorizada que va a ser tu guía espiritual. Una madre influencer que te vende productos, que te cuenta su experiencia, que te gusta como es te genera un aspiracional. Es algo viejísimo. Dentro de eso hay un mensaje peligroso. Mucha gente que está aburrida en la casa porque, no sé, la mantiene su pareja, entonces encuentra eso como una actividad. El tema es que la gente del otro lado no está en la misma situación, tiene que trabajar o cocinar“, asegura.
“Además, la masculinidad está puesta en duda. A la Iglesia, al menos en las capitales, ha sido un referente muy cuestionado. Los espacios políticos están totalmente desintegrados con un nivel de desilusión y de hartazgo altísimo. Otra vez ’son todos lo mismo’, entonces pareciera que no quedaran muchos espacios de contención para esa soledad que por ahí genera la maternidad o la pareja con un bebé, con niños chiquitos”, completa.
¿Por qué abordar este tema desde la ficción? “Me parecía mucho más divertido. Además, me daba más margen a la imaginación, que es algo que, por lo menos yo como lectora, valoro mucho. No creo que haya sido tan interesante mi experiencia como para poder crear un universo. Contar una historia que no fuera la mía me parecía más divertido, crear personajes y situaciones que yo nunca viví, pero que me podrían haber pasado, construir una historia de ficción. Ha sido como un alimento mucho más reconfortante y gratificante que contar lo que a mí me pasó”, dice. Sin embargo, la realidad siempre se cuela, se filtra, se inyecta. La niñera de su primer hijo, que trabajó con ella diez años, un día le contó, como al pasar, que otra niñera que ella conocía, como el bebé que cuidaba no paraba de llorar, le dio ella misma la teta. No era su madre, pero en esa época amantaba a su hijo. “Ya no sabía qué hacer y así se calmó”, le dijo como algo al pasar. “Yo me quedé pensando. Ah, ¿esto es así sí? Le dije: o sea, ¿está todo bien? Y después llamé al pediatra y me dijo que sí, que está todo bien, que fue un gesto de amor”.
Eso aparece en Ventanas rotas y de alguna manera tensiona las maternidades del presente. “Cuando googleás te encontrás que se pueden transmitir un montón de enfermedades. Son prácticas de las clases populares”, dice y recuerda el casamiento de Claudia Villafañe con Diego Maradona. “Ella lleva un vestido de manga larga con muchos botoncitos en la espalda. Y en ese momento tenía a la bebita, Dalma creo, y la hermana de Claudia amamanta a Dalma en la fiesta porque el Claudia no se podía sacar ese vestido con un millón de botones. Me interesaba recuperar el lazo de solidaridad. Hay cosas que son mito y generan miedo: pero más allá de eso, quería mostrar ese cerco de propiedad que creés que tenés sobre tu hijo”. En ese sentido, dentro de la novela, Irene no juzga, solo observa. Hasta que en un momento se pregunta: “¿Podría torcer esa vida que se imponía como una ecuación matemática? Parir, nutrir, mantener”. Sin embargo hay algo, detrás de todas las construcciones sociales, que la alivia: “la posibilidad de dar vida es una de las formas más democráticas de la felicidad”.
La novela parece estar cubierta por un manto de tristeza donde las posibilidades de transgresión se derriten en el fuego, sin embargo hay algo, detrás, que sostiene todo: una estructura de metal, firme, poderosa, que convierte esa lágrima ancestral en una sonrisa emocionada: la solidaridad anónima que se resiste al descarte permanente. Así lo explica la autora: “Me gustaba trabajar la idea de que siempre hay alguien que te está cuidando, de que hay una red, estar ahí para el otro. Es algo que también es lindo sentirlo. Ese amor platónico que aparece en la novela tiene un poco de ‘no te voy a dejar tirado’, que es lo que sucede en la ley carcelaria. No sé si ahora cambió, yo estoy alejada desde hace bastante. No quería contar una historia de amor, sino una historia de vida: estar ahí surfeando lo bueno y lo malo que va pasando, y dejar una rendija de luz donde siempre algo bueno puede pasar, o no”.
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