Toda militancia choca contra una dificultad: tomar en cuenta lo diverso de la realidad. (Elisabeth Badinter)
La gran mayoría de las personas considera al feminismo como una lucha de mujeres que, a lo largo de distintas épocas y con especificidades locales, desarrollan protestas individuales y resistencias colectivas ante la injusticia de su subordinación social y política. Para hablar hoy sobre las creencias del feminismo asumo que hay muchos feminismos, con variadas tendencias dentro del movimiento social, distintos postulados del pensamiento político y diversos enfoques de la crítica cultural, por lo cual resulta imposible hablar de “las creencias del feminismo” como una unidad. En estas páginas reflexiono sobre cómo dos creencias feministas –el mujerismo y el victimismo– impactan el actual entretejido discursivo respecto de la sexualidad y la violencia hacia las mujeres. Centro mi reflexión en un ejemplo paradigmático: la actual mezcla conceptual, política y legal que se hace entre comercio sexual y trata. Esta imprecisión conceptual, política y legal no es inocua ya que genera más violencia. Concluyo estas páginas con la esperanza de que las feministas seamos capaces de ver la diversidad que existe entre las mujeres y desmontemos tanto el mujerismo como el victimismo inscritos en muchas de nuestras conceptualizaciones e intervenciones. Solo así podremos tomar decisiones con más responsabilidad e incluso podremos acercarnos a un objetivo que compartimos con otros grupos sociales: el de reparar el tejido social de nuestro país, tan desgarrado hoy día.
El mujerismo
“Mujer” es un concepto que implica diferencias entre hembras y machos biológicos, pero que también encubre las diferencias que existen entre las mujeres. Esa es, justamente, la denuncia que hicieron desde los años ochenta y a lo largo de los noventa las feministas llamadas “de color” y las de los países del Tercer Mundo. ¿Por qué hablar de “las mujeres”, como si tuvieran los mismos problemas, intereses y necesidades? O más bien, ¿qué implica hablar de “la Mujer” como simultáneamente el objeto y el sujeto de la política feminista? Las diversas tendencias feministas conciben a ese ente que socialmente llamamos mujer a partir de ciertas creencias que dan pie, a su vez, a discursos y prácticas contrapuestas. Las dos creencias que analizo aquí –mujerismo y victimismo– tienen que ver con uno de los debates más acuciantes dentro del feminismo: el del esencialismo. Dentro de este debate, el mujerismo sostiene que existe una esencia en las mujeres distinta de la de los hombres, y que dicha esencia está en el cuerpo, específicamente en la sexuación. Muchas feministas creen que es sustantivamente mejor que la esencia de los hombres. Indudablemente el cuerpo es la materia donde existe del ser humano, una entidad simultáneamente física y simbólica, y es el lugar donde se dan las vivencias, los intercambios afectivos y los pensamientos. Todos los razonamientos y las pulsiones, los deseos y las angustias, los placeres y los dolores, se experimentan en el cuerpo. Pero una cosa es saber que existe una sexuación diferenciada, y otra distinta es creer que hay sentimientos o capacidades asociadas con tal diferencia biológica. Los seres humanos somos entes bio-psico-sociales y no podemos ser comprendidos solamente por la sexuación de nuestros cuerpos. Biología, psiquismo y cultura fundan la condición humana, y el Yo es la instancia donde confluyen el cuerpo, la mente y la psique.
Al analizar el mundo y las relaciones de poder entre los hombres y las mujeres, desde la perspectiva que ve a la sexuación como una esencia, se cometen equívocos inquietantes, como el de afirmar, por ejemplo, que el pensamiento de los hombres es distinto al de las mujeres porque se lleva a cabo en un cuerpo sexuado de forma diferente (Boccia, 1990). Esta creencia esencialista ha dado pie a formulaciones culturales binarias, como la de que los hombres son racionales y las mujeres emocionales. Una reflexión no esencialista sobre los seres humanos toma en cuenta no solo su condición biológica sino también la diversidad de su estructuración cultural y la complejidad de su funcionamiento psíquico. Aquí el desafío intelectual radica en reconocer las implicaciones de la diferencia sexual al tiempo que se la despoja de sus connotaciones deterministas. La relevancia de este debate, más allá de la discusión académica, es que las feministas construyen su posicionamiento político y hacen sus intervenciones a partir de los enfoques –esencialistas o no– con los que conceptualizan a la mujer. El mujerismo que cree que la esencia de las mujeres las hace mejores que los hombres o más vulnerables que ellos, resulta la perversión más insidiosa del feminismo. Al olvidar la diversidad sociocultural y la complejidad psíquica y centrarse en un solo determinante, yerra tanto en el diagnóstico como en las propuestas que plantea. Hay que aclarar que no es mujerismo el hecho de dar prioridad política a las mujeres pues, como grupo social, ellas están en condiciones singulares de discriminación, opresión y explotación. El planteamiento feminista de la necesidad de realizar un trabajo político específico con las mujeres es correcto y hay que deslindarlo del mujerismo. Comprender la complejidad que constituye al ser humano es fundamental tanto para abordar el análisis de la situación de las mujeres como para construir un discurso político movilizador, siempre abierto a revisión. Pero como para promover un despertar políticamente distinto y mover subjetividades se necesita por lo menos una idealización mínima, de ahí la utilidad estratégica de hablar de “la mujer” como un sujeto político homogéneo. Ahora bien, cuando gran parte del movimiento feminista se plantea la necesidad de hacer política “como mujeres” ¿está haciendo un llamado esencialista? Las feministas hemos invertido muchísima energía (emocional y política) en debatir qué implica apelar a ese sujeto político universal: la Mujer (Riley, 1988). En su brillante análisis de las formas en que las mujeres legitiman su lenguaje público, Catherine Gallagher nos recuerda que lo que sacó a las mujeres a las calles, lo que las empujó a las distintas manifestaciones de la lucha feminista, desde las huelgas de hambre de las sufragistas hasta los enfrentamientos con la policía, fue “su sentimiento de lealtad hacia una comunidad de compañeras en el sufrimiento: en otras palabras, la solidaridad con un sujeto colectivo” (1999, p. 55). Por eso los llamados a una toma de conciencia con frecuencia visten ropajes esencialistas, con expresiones del tipo “tú, como mujer” o “nosotras”. Pero pasado ese primer momento, se requiere de una reflexión teórica para distinguir algo crucial: una mujer no puede representar a todas las mujeres. Ante esa creencia, que es una de las más comunes, Alessandra Bocchetti exclama: “¿Cómo es posible que se pueda hablar en nombre de todas las mujeres? Las mujeres son muchas, sobre todo son distintas entre sí, no son una categoría ni una clase. No es posible la delegación. No es posible la representación” (1990, p. 224). Una mujer habla marcada por una cultura, una clase social, una pertenencia étnica, cierta sexualidad, una ideología política, una religión, en fin, una historia y una posición específicas. Entonces, ¿qué implica hablar de las mujeres como unidad política, con los mismos intereses y necesidades? Aunque el poder retórico del término “mujer” tiene que ver con ese sujeto colectivo, su uso acrítico conlleva un riesgo para la acción política, pues estrecha la perspectiva estratégica al concentrarse en un aspecto identitario. El “mujerismo” mistifica, y generaliza la creencia en que solo una mujer puede saber realmente qué le ocurre a otra mujer. Dicha suposición es errónea, no solo por “esencialista”, sino porque plantea la posibilidad de comprensión en la identidad, y no en el conocimiento. Por eso hay que vigilar el lenguaje: no es lo mismo hablar “como mujer” que hablar “desde un cuerpo de mujer”. Esta tenue distinción, plena de significado, resulta crucial para la forma en que se aborda la política y se evita el esencialismo mujerista.
Gayatri Chakravorty Spivak introduce una distinción muy atinada entre un esencialismo sustancialista y un esencialismo estratégico. Interpreto su idea de “el uso estratégico de un esencialismo positivista en un interés político escrupulosamente visible” (1989, p. 126, mi traducción) en el sentido de que, para movilizar políticamente a un sector de mujeres es válido convocarlas a hacer política “como mujeres”. Ahora bien, ¿cómo diferenciar entre un esencialismo estratégico y uno sustancialista, o sea, mujerista? La respuesta de Spivak es que, por un lado, para que verdaderamente se trate de un manejo estratégico, el uso político de la palabra “mujer” debe estar acompañado de una crítica persistente; si no hay crítica constante, entonces la estrategia se congela en una posición sustancialista. Por otra parte, no da igual quién emplea la palabra “mujer”; no es lo mismo una académica diciendo “yo, como mujer” que una vecina de barrio; la distancia entre una mujer que se atreve a decir “yo, como mujer” en el despertar de su conciencia ante los poderes establecidos, y una feminista con años de lecturas y discusiones, es la que media entre una declaración estratégica y una sustancialista (Spivak, 1989). El punto a dilucidar es dónde están situadas las personas que hablan, y para qué fines se usa el concepto. El quién, el cómo y el para qué definen el qué. Ahí aparece la distinción de Spivak entre el esencialismo como un recurso retórico, y el esencialismo como punto de vista teórico y prescriptivo. Por eso, admitir que se requiere de un supuesto estratégico del cual partir –del tipo “todas las mujeres estamos oprimidas”– para facilitar procesos de apertura y comunicación, no es lo mismo que creer verdaderamente que todas las mujeres tienen las mismas vivencias.
El victimismo
El feminismo de la segunda ola hizo visible la naturalización social que había en relación a la violencia contra las mujeres. Las feministas que asistimos al Primer Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe, en 1981 en Bogotá, decidimos establecer un día de lucha para visibilizar esa violencia de la que no se hablaba, y para la cual no había políticas públicas. Así designamos el 25 de noviembre como Día mundial de lucha contra la violencia hacia las mujeres, y años después la ONU retomaría esa fecha y la haría oficial. A medida que las feministas empezaron a denunciar los casos de mujeres violadas, mujeres golpeadas, mujeres asesinadas, y esos casos se empezaron a sumar, surgió ante los ojos de la sociedad la magnitud de un problema social que se padecía de manera individual. Celia Amorós nombra a este proceso “pasar de la anécdota a la categoría”, y plantea que “conceptualizar es politizar” (2009, p. 3). Esta filósofa explica que la conceptualización se produce cuando se activa un mecanismo crítico, como el que visualizó la inmoralidad y magnitud de dicha violencia. Desde entonces, la denuncia y el combate a la violencia contra las mujeres se ha convertido en la gran batalla de la mayoría de las feministas, las mexicanas incluidas. Esta lucha ha tenido gran visibilidad política y social, y ha contado con un fuerte apoyo de todas las posiciones políticas, de todos los gobiernos y de todas las Iglesias. Ninguna otra causa feminista ha logrado más leyes, recursos y propaganda que la lucha contra la violencia hacia las mujeres. Esta lucha se ha enfocado no solo en los brutales feminicidios, sino también en las distintas expresiones de la violencia intrafamiliar (también llamada doméstica) e institucional, en la violación y el acoso sexual, y más recientemente, en el comercio sexual y la trata.
Por todo ello, como bien señala Elisabeth Badinter, hay que “rendir homenaje al feminismo actual que le dio a la violación su verdadero significado, que se movilizó ampliamente para sacar a las víctimas de su soledad y de su silencio” (2003, p. 30). También hay que alabar a las feministas que investigan asesinatos de mujeres, se arriesgan a denunciarlos –y a “contarlos” como señaló Amorós– y así logran que se reconozca el feminicidio como una trágica y espeluznante realidad social. Y finalmente hay que estar profundamente agradecidas con los grupos de activistas que, de manera comprometida y valiente, se dedican a acompañar a las mujeres víctimas de violencia en la búsqueda de justicia, protección y reparación del daño. Pero simultáneamente a estos reconocimientos, también hay que llevar a cabo una crítica sobre las consecuencias negativas que han producido las creencias mujeristas y victimistas en el abordaje al problema de la violencia.
Empecemos por recordar qué pasó después de esa necesaria visibilización. Varios grupos feministas exigieron una mayor atención a la violencia dirigida específicamente contra las mujeres, y se sumaron a una corriente que plantea con fuerza la distinción entre la “victimización derivada de un delito” y la “victimización social” (Elias, 1986). Esta corriente señala que existen multitud de conductas socialmente admitidas y jurídicamente no prohibidas que presuponen la desigualdad entre hombres y mujeres, que postulan la superioridad social de aquellos sobre ellas y que reproducen el sexismo. Las denuncias feministas mostraron la existencia de esa victimización social fundamentada en el abuso y la prepotencia social patriarcal e inscrita en leyes acordes con este código normativo social. Al principio esto generó escozor, pues desde un punto de vista jurídico no se puede hablar de “víctimas” cuando la conducta que crea la victimización no es un delito, ya que los “victimizadores” actúan cumpliendo las normas del mandato cultural que les corresponde y sin violar ley alguna (Meloy y Miller, 2011). Por eso, muchas situaciones de injusticia social son consecuencia de la permisividad misma de la sociedad ante determinadas conductas tradicionales (usos y costumbres), que atentan contra derechos humanos básicos. Esta tendencia feminista calificó de “victimización social” la adjudicación de lugares, tareas y comportamientos “femeninos” que supuestamente conllevan la subordinación social de las mujeres, y que están respaldados por toda una gama de rituales, costumbres y símbolos (Meloy y Miller, 2011). Sin embargo, no conceptualizó de la misma manera el conjunto de ventajas, gratificaciones y privilegios que se derivan de la misma posición femenina, y tampoco consideró si los varones padecían algún tipo de victimización social derivada del mismo código social. Así se generalizó un discurso en el que todas las mujeres tienen categóricamente la condición de “víctimas” potenciales y todos los hombres de perpetradores o victimarios. A lo largo del tiempo, el término “víctima” ha venido a cobrar significados adicionales al original, que es el de una persona (o animal) que se sacrifica a los dioses, y en la actualidad se ha pasado a nombrar como víctima a la persona que resulta perjudicada por cualquier acción o suceso. En 1987 la Asamblea General de la ONU en su Declaración sobre los principios básicos de justicia para víctimas del crimen y el abuso de poder, definió a las víctimas como: “personas que, individual o colectivamente, han sufrido daño, incluyendo daño físico o mental, sufrimiento emocional, pérdida económica o menoscabo sustancial de sus derechos fundamentales, a través de actos u omisiones que violan la ley, incluidas aquellas que prescriben el abuso de poder”. Hoy en día el concepto “víctima” se usa de manera indiscriminada para nombrar a cualquier persona que sufra un daño, una pérdida o una dificultad derivada de una multitud de causas: un delito, un accidente, una enfermedad, un ataque a sus derechos humanos, un desastre natural, etc. Así tenemos que hay víctimas del cáncer, víctimas del racismo, víctimas de una injusticia, víctimas de un huracán, víctimas de un secuestro o víctimas de las circunstancias. La victimología surge como una respuesta de política pública para garantizar los derechos de las víctimas, que incluyen su defensa, la reparación del daño, la protección de la identidad y el tratamiento terapéutico especializado (Elias, 1986). Con la victimología, la persona víctima (o el grupo al que pertenece esa persona) adquiere visibilidad de que está siendo objeto de persecución, violencia o discriminación. Elisabeth Badinter (2003) plantea que el feminismo es una de las puntas de lanza de un proceso social de victimización de la condición femenina, que ha alentado actitudes victimistas. Esta feminista encuentra algo de lo que se habla poco: para las mujeres, ser consideradas víctimas conlleva ventajas. “La víctima siempre tiene razón y provoca una conmiseración simétrica al odio que se dispensa a su verdugo” (2003, p. 14). Esto ya lo anticipó Freud, con la noción del “beneficio de la enfermedad”. Ahora bien, son cosas distintas –aunque estén vinculadas– la victimización y el victimismo. Este último se define como la actitud que consiste en pensarse prioritariamente como víctima. Según Carlos Monsiváis, el victimismo es la pretensión de centrar toda la identidad en la condición de víctima. El victimismo instala una actitud acrítica hacia la víctima, y pervierte una exigencia legítima de reparación al persistir, todo el tiempo, en el lamento y la exigencia (comunicación personal con Carlos Monsiváis, 2000). Un problema grave, señala Badinter, es la creencia en que, por su condición de víctima una persona dice forzosamente la verdad (2003, p. 51).
En conjunto, el mujerismo y el victimismo provocan que se conciba la condición de víctima como parte integral de la condición femenina. Sin duda hay muchas mujeres que son víctimas, y sin duda hay riesgos que mayoritariamente afrontan las mujeres. Pero también es cierto que hay mujeres victimarias, y hombres víctimas, aunque el discurso social sobre la victimización femenina dificulte visualizar el panorama completo.
Las “guerras feministas” en torno a la sexualidad
Al principio señalé que hay muchos feminismos, con variadas tendencias políticas y distintas perspectivas teóricas. Más allá de esas diferencias, hay un tema que ha enfrentado a las diversas posturas feministas en una dura confrontación: la sexualidad. No obstante, la libertad sexual de las mujeres fue una reivindicación sustantiva de la segunda ola feminista desde finales de la década de 1960 e inicios de la de 1970, muy pronto agudas discrepancias abrieron una brecha dentro del movimiento. No hay que olvidar además que las posturas de grandes sectores de la sociedad sobre la sexualidad estaban –y siguen estando– atravesadas por una doxa de raigambre religiosa que tiñe con arcaicas valoraciones culturales la conceptualización del intercambio sexual. La doxa se expresa en la doble moral, que condensa las concepciones sociales en torno a lo que significa ser hombre o mujer y, en especial, valora de manera diferenciada su actividad sexual. La doble moral es clara: lo que vale para los hombres no vale para las mujeres. En México, como en las demás sociedades judeocristianas, el ideal cultural de la feminidad consiste en una conducta sexual virtuosa: castidad, fidelidad y recato. Por eso el uso del cuerpo femenino en una actividad sexual fuera de los marcos de la “decencia”, o sea, de una relación “estable y amorosa”, produce rechazo y escándalo. En la cultura judeocristiana la negación del deseo sexual femenino se contrapone con la creencia de que los varones requieren “variedad sexual” para su salud, por lo que tradicionalmente ha sido aceptable que tengan múltiples encuentros sexuales no solo antes del matrimonio sino también después; y también que no sean estigmatizados por comprar servicios sexuales o tener “aventuras”. Así, en nuestro país, la simbolización heteronormativa de la sexualidad es la de un servicio que requieren los hombres y que las mujeres otorgan, en el ámbito privado las novias y esposas lo hacen amorosa y gratuitamente, mientras que en el ámbito público las trabajadoras sexuales cobran. Como los hombres “necesitan” sexo, las mujeres lo regalan, lo venden o llevan a cabo una amplia gama de arreglos intermedios donde se intercambian “favores” sexuales por otro tipo de “favores”: regalos, viajes, promociones laborales, etc. Y ya que la doble moral sostiene que las mujeres no desean ni necesitan el sexo en la misma medida que los varones, esa creencia oculta el grave problema de represión sexual de las mujeres, con su expresión cultural de frigidez. Dentro de ese esquema, el tipo de sexualidad que las mujeres ejercen opera como un dispositivo de control y, en el marco de la doble moral, se vuelve la vara para medir si una mujer es decente o puta.
Inserto en el contexto de doble moral, en México ya circula socialmente el discurso de que todo comercio sexual es violencia contra las mujeres. Esa es la postura de las hoy abolicionistas quienes dicen, además, que el comercio sexual indefectiblemente conduce a la trata. Así, además de que el trabajo sexual produce reacciones adversas, pues atenta contra el ideal cultural de la feminidad (Leites, 1990), ahora se lo rechaza pues, según dicen las abolicionistas, conlleva violencia o degradación. Este es uno de los puntos candentes de las llamadas “guerras en torno a la sexualidad” (sex wars) en las que se han enzarzado las feministas desde los años setenta. Si bien estas sex wars se hicieron más públicas en el movimiento feminista estadunidense, su influencia teórica y política ha enmarcado la disputa feminista en todo el mundo. Esto se debe a lo que Bolívar Echeverría (2008) calificó como la “americanización de la modernidad”, en virtud de la cual la tendencia principal de desarrollo en el conjunto de la vida económica, social y política es la que impone Estados Unidos. Y justamente por el rotundo papel que han tenido las teorizaciones y el activismo de las feministas estadunidenses también se ha dado una americanización del debate feminista mundial.
La disputa entre las feministas que condenan el comercio sexual como una forma de violencia hacia las mujeres y las que abogamos a favor del reconocimiento de derechos laborales para las personas que llevan a cabo trabajo sexual, ha sido alimentada por fuerzas políticas y religiosas, preocupadas por la liberalización de las costumbres sexuales y la expansión del comercio sexual. La política antisexualidad de Reagan (1981-89), que se prolongó con Bush padre (1989-93), iba no solo en contra del comercio sexual sino también contra la educación sexual, los servicios anticonceptivos, la despenalización del aborto, la autonomía sexual y el derecho a la privacidad de los adolescentes. Los conservadores religiosos, que condenaban la sexualidad fuera del matrimonio por considerarla pecaminosa, respaldaron esa política pues veían la libertad sexual como una amenaza para la institución de la familia y, por lo tanto, como una fuente de decadencia moral en la sociedad. Lo asombroso es que muchas feministas se unieron a las organizaciones religiosas en la batalla contra el comercio sexual. Incluso las feministas criticaron la postura liberal de Clinton (1993-2001) ante esos temas. Y cuando la administración del demócrata terminó su periodo, la de Bush hijo (2001-2009) recibió un apoyo inmenso para volver al esquema punitivo anterior, no solo de los grupos religiosos sino también de las feministas llamadas radicales.
Esa tendencia feminista llamada “radical”, en especial la de Catharine MacKinnon (1987; 1993) y Andrea Dworkin (1997), es la que ha dado un encuadre teórico a la postura neoabolicionista. Estas autoras consideran que las mujeres son una clase oprimida, que la sexualidad es la causa de dicha opresión y que la dominación masculina descansa en el poder de los hombres para tratar a las mujeres como objetos sexuales. Desde tal perspectiva, la violencia sexual, la violación, la pornografía, el acoso sexual, la prostitución y la trata constituyen un todo (MacKinnon, 1987). La influencia teórica, política y jurídica de estas autoras ha sido inmensa, y desde sus creencias se ha ido potenciando un discurso mujerista y victimista respecto de la sexualidad, la violencia y la ley, con términos que definen como “sobrevivientes” a las mujeres víctimas de algún acto de violencia sexual. Una importante activista de esa perspectiva es Kathleen Barry, quien en su manifiesto abolicionista Esclavitud sexual de la mujer (1979), sostiene que “los valores que las mujeres siempre le han atribuido a la sexualidad han sido distorsionados y destruidos conforme han sido colonizadas a través tanto de la violencia sexual como de la supuesta liberación sexual”. Esta postura se sostiene en la creencia de que hay una sexualidad apropiada para todas las mujeres, lo que coincide en gran medida con la tradición religiosa judeocristiana y explica en parte la alianza de las feministas radicales con los grupos puritanos para emprender una cruzada moral dirigida a abolir el comercio sexual.
La actual mezcla conceptual, política y legal que se hace entre comercio sexual y trata proviene de dicha alianza y produce violencia contra las personas que realizan trabajo sexual. La trata de personas es un horrendo crimen que indudablemente debe ser combatido con mucha más determinación e inteligencia. La trata incluye el trabajo en la maquila, el doméstico y el del campo, aunque los casos que generan mayor atención –política y mediática– son los de trata con fines de explotación sexual. En México desde hace tiempo ha existido la captación de mujeres con engaños, amenazas o violencia. Existen sobrecogedoras historias sobre mujeres que fueron secuestradas y forzadas a dar servicios sexuales en condiciones atroces. Pero esos casos no son el común de la situación de las trabajadoras sexuales en nuestro país. Las feministas abolicionistas abordan el fenómeno del trabajo sexual sin reconocer sus matices y complejidades, y mezclan conceptualmente comercio sexual y trata como si ambos fueran lo mismo. Esto sucede porque a ellas les resulta inconcebible que una mujer pueda “voluntariamente” elegir el trabajo sexual, ya que lo consideran degradante, asqueroso o violento. El mujerismo y el victimismo se juntan en la postura de las abolicionistas y les dificulta visualizar las distintas formas de trabajo sexual que existen, y la diversidad de maneras de ejercerlo.
En la actualidad, la confrontación feminista en las “guerras en torno a la sexualidad” se ha agudizado debido a la gran influencia en este tema de lo que varias autoras califican de “feminismo de gobernanza” (Halley et al., 2006). Para estas autoras, la gobernanza es el buen gobierno que se lleva a cabo con la intervención de la sociedad civil. Uno de los objetivos de la gobernanza es evitar el conflicto entre ciudadanos y obtener avances sociales significativos, por lo cual se requiere gobernar con la participación de las asociaciones ciudadanas. Con el concepto de “feminismo de gobernanza”, Halley, Kotiswaran, Shamir y Thomas (2006) se refieren a las redes y ONG feministas que han intervenido con su activismo en las decisiones gubernamentales y en la construcción de leyes, nacionales e internacionales. Estas autoras analizan la forma como algunas feministas insertas en los procesos de gobernanza han logrado diseñar e instalar protocolos de criminalización de la violación como arma de guerra y del tráfico sexual, así como instaurar medidas para la atención de las víctimas. En su análisis, Halley et al. (2006) develan la lógica mujerista y victimista (aunque no la nombren así) que ha guiado ciertas acciones feministas, y cómo se ha pasado de condenar la violencia sexual a criminalizar el comercio sexual. Estas autoras subrayan los efectos negativos que tiene catalogar una conducta como delito, pues no lo inhibe ni elimina las causas que lo generan, sino que, por el contrario, la criminalización hace que un amplio rango de actores negocie a “la sombra de la ley” (2006, p. 338), mientras el Estado concentra sus esfuerzos y recursos en la persecución y el encarcelamiento.
El giro punitivo feminista
Al concebir toda forma de comercio sexual siempre bajo el rubro de “violencia sexual” las feministas llamadas radicales, muchas de ellas desde el feminismo de la gobernanza, han alentado un lamentable giro punitivo y carcelario. Varias autoras han descrito cómo las campañas feministas contra la violencia sexual han sido ingredientes fundamentales para el endurecimiento de la justicia penal (Larrauri, 2007; Bumiller, 2008; Núñez, 2011). En esas campañas es la sexualidad masculina la que se perfila como la mayor amenaza para las mujeres, y así el Estado despliega “la protección a las mujeres” reforzando el estereotipo de su vulnerabilidad (Marcus, 2002). El objetivo de esta perspectiva es forzar a los hombres a cambiar su conducta sexual y las herramientas para lograrlo son la criminalización de toda conducta vinculada con la sexualidad, la modificación de leyes y la aplicación de castigos penales, como el encarcelamiento. Todo esto refuerza prejuicios sexistas, amplía el “residuo tolerado de abuso” (Kennedy, 2016), produce un duro giro punitivo y una vulneración de derechos laborales. En el campo de la criminología crítica hace tiempo que varias feministas vienen elaborando una reflexión sobre cómo la excesiva intervención del sistema penal ante problemas sociales termina criminalizando a quienes más los padecen (Larrauri, 1991 y 2007; Ferrajoli, 1999; Birgin, 2000; Zaffaroni, 2000; Laurenzo, 2009; Maqueda, 2009). Pero justo esta excesiva intervención judicial es la que otras feministas le exigen al gobierno para abordar la violencia contra las mujeres. Una de las voces más destacadas de la criminología crítica iberoamericana, Elena Larrauri, cuestiona la “plena confianza en el derecho penal” que tienen esas feministas (2007, p. 66). Asimismo, Larrauri critica la reacción de ciertas feministas ante opiniones discrepantes en el manejo de la violencia contra las mujeres:
Parece existir la convicción de que quien duda de alguna de las medidas sugeridas para atajar la violencia doméstica, es porque no se toma suficientemente en serio el dolor de las víctimas; y así cualquier discusión pretende zanjarse apelando a la extrema gravedad del problema o al número de mujeres muertas, recurriendo con ello a la equívoca identificación de que solo quien está a favor de penas más severas defiende los intereses de las mujeres (2007, p. 68).
Exigir penas “más severas” implica reorientar los objetivos políticos del feminismo hacia endurecer la política, lo cual coincide con pautas punitivas más generales en la dinámica neoliberal. Esto ha provocado un fortalecimiento del esquema patriarcal, con una perspectiva que visualiza a todas las mujeres como víctimas que deben ser protegidas y en la que instituciones del Estado, como la policía, aparecen como aliados y salvadores de las mujeres. Justo esta política neoliberal punitiva es lo que Loïc Wacquant denomina una “remasculinización del Estado” (2013, p. 410).
Así, el uso creciente del discurso sobre “la mujer víctima” es un elemento clave en el proceso en el que la lucha feminista contra la violencia hacia las mujeres se ha vuelto funcional para el neoliberalismo y su política carcelaria al fortalecer un paradigma político conservador sobre el género y la sexualidad. Nancy Fraser (2013) califica dicho paradigma como una “amistad peligrosa” del movimiento feminista con el Estado neoliberal. El discurso feminista que habla de que, en todas partes, todo el tiempo, hay violencia sexual, perfila a todos los hombres como sospechosos, y a todas las mujeres, como víctimas potenciales. Si, como alega Dworkin (1997), la sexualidad masculina oprime a todas las mujeres en este sistema social, entonces hay que condenar al sexo masculino, o sea, a la mitad de la humanidad. Así tenemos, por un lado, a la Mujer, víctima impotente y oprimida; por el otro, al Hombre, victimario violento y dominador. Esencialismo puro. Mujerismo puro. Victimismo puro. Como dice Badinter, de un plumazo se borra la complejidad, la historicidad y la evolución humana respecto de la relación entre los hombres y las mujeres (2003, p. 49). Estas creencias están muy lejos de lo que alguna vez fue la visión libertaria del feminismo sobre las relaciones humanas.
Al discurso sobre la violencia masculina, se suma la valoración negativa de la liberalización de las costumbres sexuales y la creencia en que la venta de servicios sexuales “degrada” la dignidad de la mujer. Esto ha conducido a un fenómeno que se califica de pánico moral. Este tipo de pánico es la forma extrema de la indignación moral (Young, 2009, p. 7) y lo caracterizan dos elementos: su irracionalidad y su conservadurismo. La indignación moral produce una reacción ante lo que se vive como una amenaza a los valores o a la propia identidad; de ahí que los pánicos morales suelan transformarse después en batallas culturales, como ha ocurrido con el comercio sexual. Quienes visualizan la violencia sexual como el “gran problema” de las mujeres ven el trabajo sexual con la indignación y el horror que caracterizan al “pánico moral”. Este pánico alienta la demanda de endurecer el sistema de justicia penal para “abolir” el comercio sexual, y representa a los clientes como “depredadores” y “prostituyentes”. Los medios de comunicación y el cine juegan un papel importante en la formación de la opinión pública y la representación distorsionada y tremendista de todas las trabajadoras sexuales como víctimas va de la mano con llamados para que el Estado ejerza un mayor control social sobre vida sexual de la ciudadanía. Así, una batalla legítima e indispensable contra la trata se ha ido convirtiendo en represión indiscriminada contra todas las personas vinculadas con el comercio sexual. Esto se ha traducido en operativos policiacos (razzias) que para “rescatar víctimas” detienen no solo a trabajadoras sexuales, sino a bailarinas, meseras, ayudantes, afanadoras y demás trabajadores.
Algo que también está en juego en la contraposición entre abolicionistas y defensoras de los derechos laborales de las trabajadoras sexuales es la definición de en qué consiste una conducta sexual apropiada.
Un dilema que se plantea es el de quién debe definir la conducta sexual de los ciudadanos: ¿el Estado, los grupos religiosos, las feministas? Este dilema debería llevar a realizar un análisis más riguroso sobre la sexualidad de las mujeres, sobre su deseo, su represión sexual, y sobre las distintas circunstancias en las que acceden a un intercambio sexual. Aunque no puedo extenderme sobre este asunto, quiero dejar cierta interrogante asentada. ¿Qué tan diferentes son entre sí las mujeres que se venden abiertamente de quienes acceden a distintas formas de intercambio de servicios sexuales por seguridad, por una posición, por regalos o promociones laborales? Aunque la llamada “prostitución” es la actividad exclusiva de un grupo determinado de mujeres, no hay que olvidar que también es una actividad complementaria de un grupo muy amplio de amas de casa, estudiantes y trabajadoras que se “ayudan” económicamente o colaboran con el ingreso familiar de esa manera. Ahora bien, si una mujer vende servicios sexuales por necesidad económica o por cualquier otra razón, ¿debe el Estado “rescatarla”? ¿Por qué el Estado no se propone “rescatar” a otras mujeres obreras o empleadas, también forzadas a trabajar en cosas que no les gustan o que incluso son peligrosas? ¿Y por qué no también a los hombres que se hallan en las mismas circunstancias? En el capitalismo, todas las personas que trabajan viven una presión económica tanto por cubrir su subsistencia como por acceder a cierto tipo de consumo. Comparto la propuesta de la “renta mínima”, con la cual el Estado debería garantizarles a todas las personas un piso de seguridad social y empleo para que ninguna trabaje coercionada, amenazada u obligada. Pero incluso si el Estado llegara a garantizar ese mínimo de sobrevivencia, ¿debería prohibirse el comercio sexual?
Trabajo sexual y violencia económica
La venta consentida de servicios sexuales está vinculada a tres cuestiones:
1) a un contexto de precariedad laboral, desempleo y falta de oportunidades; 2) a la obtención de ingresos extraordinarios; y 3) a necesidades psíquicas. Las dos últimas cuestiones rara vez son tomadas en consideración, pero explican las causas por las cuales muchas mujeres que podrían trabajar en otro giro laboral, eligen el trabajo sexual. Precisamente el hecho de que otras mujeres que sí tienen opciones lo elijan es una prueba de que no todas son víctimas. Ahora bien, la primera cuestión –el contexto de precariedad y falta de oportunidades– más que un fenómeno transitorio, es una condición estructural que se perfila como “el elemento que cohesiona el nuevo capitalismo como modo de producción no solo eficiente sino coherente” (Alonso y Fernández Rodríguez, 2009, p. 230). Por ello va a ser difícil, si no es que imposible, cambiar dicho contexto en el corto plazo. Y los seres humanos necesitan alimentarse todos los días. De ahí que indudablemente muchas trabajadoras elijan el menor de los males dentro del duro y precario contexto en que viven: el trabajo con la mayor retribución económica y con gran flexibilidad de horario.
Como las mujeres están ubicadas en lugares sociales distintos, con formaciones diferentes y con capitales sociales diversos, en ciertos casos el trabajo sexual puede ser una opción elegida por lo empoderante y liberador que resulta ganar dinero, mientras que en otros casos se reduce a una situación de una precaria sobrevivencia que les causa culpa y vergüenza. Existen, simultáneamente, formas de trabajo más libres y formas más forzadas, que en el mercado del sexo se expresan como un continuum de relativa libertad y relativa coerción. Así, al tiempo que existe el problema de la trata aberrante y criminal, con mujeres secuestradas o engañadas, también existe un comercio donde las mujeres entran y salen libremente, y donde algunas llegan a hacerse de un capital, a impulsar a otros miembros de la familia e incluso a casarse. Es decir, quienes sostienen que es un trabajo que ofrece ventajas económicas tienen razón, aunque no en todos los casos; y quienes declaran que es violencia contra las mujeres también tienen razón, pero no en todos los casos (Bernstein, 1999, p. 117). Esta complejidad y diversidad debe tomarse en cuenta en la formulación de leyes y políticas públicas.
Igual ocurre del otro lado de la industria del sexo. Los padrotes y madrotas funcionan como los empresarios: hay buenos y hay malos. Lo mismo pasa con los clientes: hay clientes malos –los violentos, los drogados– y clientes buenos, generosos y amables. Por todo lo anterior, de nada sirve declarar que todas las trabajadoras sexuales son víctimas que hay que salvar y, en vez, hay que analizar los costos y consecuencias que tendría cualquier decisión legislativa sobre la vida concreta de ellas. Ahora bien, reconocer que el trabajo sexual es la actividad que eligen cientos de miles de mujeres en nuestro país no significa considerarlo como un trabajo igual que los otros. El estigma expresa claramente esa desigualdad, por eso Deborah Satz (2010) califica al mercado del sexo como un “mercado nocivo”. Al evaluar las relaciones políticas y sociales que el comercio sexual sostiene y respalda, y al examinar los efectos que produce en las mujeres y los hombres, en las normas sociales y en el significado que imprime a las relaciones entre los sexos, Satz encuentra que el comercio sexual refuerza una pauta de desigualdad sexista y contribuye a la percepción de las mujeres como objetos sexuales y como seres socialmente inferiores a los hombres. Sin embargo, ella misma dice que aunque los mercados nocivos tienen efectos importantes en quiénes somos y en el tipo de sociedad que desarrollamos, prohibirlos no es siempre la mejor respuesta. Al contrario, si no se resuelven las circunstancias socioeconómicas que llevan al comercio sexual, prohibirlo o intentar erradicarlo hundiría o marginaría aún más a quienes se dedican a vender servicios sexuales.
Para tomar posición ante el dilema de abolir o regular el comercio sexual, se requiere de entrada, reconocer la diversidad de situaciones y realizar un análisis de las opciones y alternativas de las mujeres pobres. Coincido con Martha Nussbaum (1999) en que no nos debería preocupar el hecho de que una mujer con otras opciones laborales elija el trabajo sexual. Es la ausencia de opciones para las mujeres pobres lo que convierte al trabajo sexual en la única alternativa posible, y eso es lo verdaderamente preocupante (1999, p. 278). Lo grave es que para las mujeres de escasos recursos no haya trabajos con una remuneración equivalente a la que se obtiene con el comercio sexual. Y frente a dicha problemática a Nussbaum le preocupa –y a mí también– que la perspectiva de las abolicionistas esté demasiado alejada de la realidad de las condiciones laborales, como si se pudiera olvidar el contexto donde las mujeres pobres recurren al trabajo sexual. Por eso Nussbaum considera que la legalización del trabajo sexual mejora las condiciones de aquellas mujeres que, para empezar, tienen muy pocas opciones, y plantea que el objetivo debería ser promover la expansión en las posibilidades laborales, a través de la educación, la capacitación en habilidades y la creación de empleos. Un término recurrente en el discurso de las abolicionistas es el de “explotación sexual” para calificar al trabajo sexual. ¿En qué consiste la explotación? No es fácil definirla. En su Modelo Integral de Intervención contra la Trata Sexual de Mujeres y Niñas, el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA) hace una importante aclaración: “la explotación de la prostitución (que) se da cuando el dinero ganado mediante la prostitución llega a manos de cualquier persona que no sea la que se prostituye, es intrínsecamente abusiva y análoga a la esclavitud” (2013, p. 47). Ese no suele ser el caso de las trabajadoras sexuales que se quedan con un porcentaje –suele ser el 50%– de lo que cobran por servicio, porcentaje que ninguna mesera, vendedora o incluso profesora recibe cuando realiza su trabajo. Al igual que en cualquier otro empleo, oficio o profesión, del trabajo sexual se extrae plusvalía. Solo que la explotación de una actividad de servicios que se encuentra al margen de la regulación laboral se da sin derechos laborales. El término “explotación” tiene una connotación más negativa cuando se une con “sexual”, aunque en muchos casos sea menor la extracción de plusvalía (o mayor la ganancia) que lo que ocurre en los demás trabajos, donde existe una mayor explotación laboral (con una menor ganancia). Una trabajadora sexual de La Merced me dijo: “¿Explotada? Sí, cuando trabajaba ocho horas al día limpiando oficinas con salario mínimo de 70 pesos. Aquí en unas horas me hago 500 pesos”.
Es notorio, y lamentable, que el término “explotación sexual” produzca reacciones encendidas e interesadas pero que la explotación económica concreta, y a menudo más aguda, de las obreras, de las empleadas del hogar, las afanadoras, las maquiladoras, las barrenderas y tantas otras trabajadoras, no genere la misma preocupación e interés. Las trabajadoras sexuales están en el comercio sexual porque ahí ganan mucho más que en otro lugar, y muchas de ellas lo hacen para mantener a una familia o pagar un tratamiento médico especializado. Por eso me espanta el discurso de quienes quieren abolir el comercio y privar a miles de personas de una fuente de trabajo cuyo ingreso no les sería posible conseguir de otra manera. Ese es, creo yo, el gran quid del comercio sexual: que el trabajo sexual es el trabajo mejor pagado que pueden conseguir muchas mujeres. Y aunque a muchas de las trabajadoras sexuales les gustaría ganar lo mismo en otro tipo de trabajo nadie les va a ofrecer ese ingreso. El capitalismo es cruel. No le ofrece un salario base a cualquier persona por el solo hecho de necesitarlo. Nadie “beca” a los seres humanos por existir, y por ello deben trabajar, incluso en tareas desagradables o peligrosas. Habría que luchar por que ya nunca ninguna persona –mujer u hombre– tuviera que verse obligada a recurrir al trabajo sexual si esto les causa asco o rechazo. Pero entonces ¿no habría también que luchar para que ninguna persona se viera obligada a limpiar excusados o trabajar en un camión de basura si les causa asco o rechazo?
Es obvio que habría que “abolir” la miseria, el sufrimiento y la sordidez que rodea no solo mucho del ejercicio del trabajo sexual sino también de otros trabajos. Pero ¿qué consecuencias concretas en las vidas de las trabajadoras sexuales tendría hoy “abolir” esa forma de subsistencia? Si imaginamos por un momento que se prohibiera lo que en la actualidad está permitido, ¿qué ocurriría? Para empezar, pondría en riesgo a las trabajadoras más vulnerables, no a las que trabajan en departamentos y hoteles en Santa Fe y Polanco. Al contexto de pobreza, marginalidad, desempleo y migraciones, que llevan a las mujeres a realizar trabajo sexual se agregaría la clandestinidad de la ilegalidad. Abolir el comercio sexual provocaría lo que ha ocurrido en Suecia: un empeoramiento de las condiciones de vida de las trabajadoras sexuales, con más riesgos por la clandestinidad, y menos ingresos (Kulick, 2003; Ostergren, 2004).
El costo de las creencias feministas
Ahora bien, regresando a las creencias feministas del mujerismo y el victimismo ¿qué nos muestra este conflicto en torno al comercio sexual? Por un lado devela la forma en que las representaciones que nos hemos hecho acerca del cuerpo y de la sexualidad de las mujeres, de sus deseos y sus necesidades, está filtrada por nuestra herencia judeocristiana occidental, con su doble moral. Por el otro, que el mujerismo y el victimismo dan lugar a una actitud condescendiente que se niega a aceptar la agencia de las trabajadoras sexuales independientes. Ya lo expresó la filósofa Anne Phillips:
El borramiento de los límites entre la prostitución y la trata, y el deseo aparente de considerar a todas las trabajadoras sexuales como víctimas, resta importancia a la agencia de aquellas que deciden trabajar en el mercado sexual y hace de la coerción la preocupación central, incluso la única (2013, p. 6).
Pero, ¿qué es la coerción? La mayoría de las personas que trabaja asalariadamente consiente su explotación, por la coerción económica que impone la sobrevivencia sin becas, ni rentas, ni herencias. La dificultad para reconocer que existe agencia, o sea acción con conciencia reflexiva, en el contexto general de coerción económica, se debe al mujerismo y a la victimización que obturan un pensamiento crítico.
Cuando Elisabeth Badinter señala que “Toda militancia choca contra una dificultad: tomar en cuenta lo diverso de la realidad” nos está dando la pista: el obstáculo radica en no ver la diversidad que existe entre mujeres, la diversidad de sus deseos, de sus situaciones, de sus posibilidades, de su clase social y su extracción cultural. Al escuchar lo que dicen las propias trabajadoras sexuales se encuentra la diversidad: hay las que sufren, las que gozan, las que se aprovechan, las que son timadas, las que victimizan, las que son victimizadas. Sí, la diversidad es eso: hay de todo.
Lo grave de las creencias es que a veces se convierten en prejuicios. La psicoanalista Silvia Bleichmar (2007) reflexiona sobre el tránsito de creencia a prejuicio y señala que al prejuicio “lo que le da el carácter patológico es su inmovilidad, su imposibilidad de destitución mediante pruebas de realidad teóricas o empíricas” (2007, p. 44). Sí, de nada les sirven a las abolicionistas las “pruebas de realidad” que las propias trabajadoras aportan, ni el corpus de investigaciones que documentan distintas formas de trabajo sexual (Kempadoo y Doezema, 1998; O´Connell Davidson, 2008 y 2014; Kostiwaran, 2011; Weitzer, 2012). Bleichmar plantea que cuando el prejuicio deviene el organizador de la acción, toma un carácter primordialmente antiético. Por eso concluye subrayando un asunto cardinal: “El prejuicio es, indudablemente, una excelente coartada psíquica para la elusión de responsabilidades y el ejercicio de la inmoralidad” (2007, p. 45). La coartada de creer que se está rescatando a las trabajadoras de la violencia y la degradación elude la responsabilidad ante las consecuencias concretas de tal rescate. Esto lo subrayan también Halley et al. (2006) cuando critican la manera en que ciertas feministas descuidan las consecuencias de las reformas legislativas, en especial, la forma en que producen personas que ganan y personas que pierden con ellas. Un compromiso responsable de las distintas posturas feministas tendría que ir más lejos que simplemente desplegar sus concepciones: analizaría los costos y los beneficios de sus propuestas y de sus acciones en las vidas concretas de las trabajadoras sexuales.
Aferrarse a la creencia, más allá de cualquier “prueba de realidad”, de que todas las trabajadoras sexuales son víctimas porque toda forma de comercio sexual es violencia hacia las mujeres produce fanatismo. Hace años Richard Hare (1982), un filósofo inglés que trabajó sobre las valoraciones morales desde la racionalidad, definió el fanatismo como la actitud de quienes persiguen la afirmación de los propios principios morales dejando que prevalezcan sobre los intereses reales de las personas de carne y hueso. Hare señala que las personas fanáticas permanecen indiferentes frente a los enormes daños que su actuación ocasiona a los demás seres humanos. ¿Se imaginarán las feministas que luchan por erradicar el comercio sexual lo que eso implicaría en la vida concreta de esas trabajadoras? Por eso, desde mi perspectiva, “la liberación del espacio político-religioso del cuerpo de las mujeres” requiere liberarse previamente de las creencias esencialistas del feminismo. Para ello es indispensable más reflexión crítica sobre por qué las ideas feministas, que una vez formaron parte de una visión de emancipación humana, se expresan, cada vez más, en términos victimistas y punitivos.
¿Encontraremos las feministas una creencia compartida que nos permita atravesar el abismo de nuestras diferencias? No tengo respuesta a esta interrogante, pero de cara al objetivo de construir una genealogía crítica de la violencia tal vez un paso necesario sería debatir entre nosotras la reflexión que hace Rita Laura Segato (2015) sobre entender la violencia como expresiva. ¿Qué expresa la violencia contra las mujeres? ¿sólo una misoginia extrema? Segato dice que no es posible comprender la violencia contra las mujeres sin recordar qué tipo de sujetos y de prácticas se generan en la deriva actual del capitalismo neoliberal, que impone nuevas violencias sobre los cuerpos y las subjetividades. Sayak Valencia (2016) coincide con ella en que las personas desaparecidas, cercenadas, decapitadas o desolladas son el reflejo más nítido del modelo socioeconómico actual, que configura, mediante la “mutilación y desacralización del cuerpo humano” un nuevo campo de sentido simbólico. De este contexto monstruoso, del cual ha emergido una aterradora violencia que se ejerce con una atroz crueldad, surgen sujetos capaces de desarrollar, impasibles, esas estremecedoras prácticas. Y aunque en su gran mayoría estos sujetos son hombres que “utilizan la violencia como medio de supervivencia, mecanismo de autoafirmación y herramienta de trabajo” (Valencia 2016), cada vez se suman más mujeres que los acompañan, los atienden, les sirven, vigilan a las personas secuestradas, llevan las cuentas económicas de la organización y, también, torturan, mutilan y matan. Ante tal panorama ¿de qué sirve interpretar la violencia contra las mujeres como un “crimen de odio machista”? Hay que situar esa violencia en su especificidad, pero también dentro de la variedad enorme que hoy existe de formas de vulneración, agresión y crueldad a las vidas humanas.
Por eso creo que un tema prioritario en esa “genealogía crítica de la violencia” tiene que ser el desgarramiento del lazo social. El lazo social es ese vínculo entre la persona y los otros integrantes de la sociedad, a los que no conoce; es un lazo distinto del lazo familiar o el lazo comunitario, y consiste en una verdadera solidaridad con los demás seres humanos. Cuando se rompe el lazo social, se fractura la cohesión social y se desgarra el tejido social. En México, el lazo social se ha fragmentado y debilitado no solo por las consecuencias de la explotación económica y la dominación política que inciden en –y deterioran– las condiciones de vida y de trabajo, sino también por los procesos de exclusión y discriminación derivados de creencias. Eso remite al objetivo de este Congreso: la liberación del espacio político-religioso del cuerpo de las mujeres. ¿Podrán las feministas desarrollar intervenciones políticas, culturales y legales que habiliten una producción distinta de subjetividades femeninas y masculinas cuando gran parte del movimiento comparte el mujerismo y el victimismo? La liberación se tiene que plantear para todas las personas, como decíamos al inicio de la segunda ola: no hay liberación posible de las mujeres si no hay liberación social. Claro que es legítimo, como una postura estratégica a la Spivak, hacer un llamado a las mujeres. Pero, también a la Spivak, hay que acompañar dicho llamado de una postura crítica.
Todos los seres humanos estamos troquelados por los mandatos de género de nuestra cultura, por lo que no nos resulta fácil cuestionar nuestras simbolizaciones culturales. Eso es evidente en el rechazo, la incomodidad o la indignación que produce el trabajo sexual en amplios sectores de la sociedad. El estigma de la doble moral ha calado de tal forma que encubre la problemática laboral de las trabajadoras sexuales, y la ausencia de sus derechos laborales profundiza el desgarramiento del lazo social. Y aunque los seres humanos hemos logrado desarrollar herramientas tecnológicas notables y realizar avances científicos notables e impactantes, ¡cuánta dificultad tenemos para restaurar el tejido social! ¿Por qué? Justamente porque uno de los desgarres más brutales se produce por las creencias que tenemos y que nos confrontan ante la diversidad de identidades y opciones de vida existentes.
Finalmente, la triste realidad es que en nuestro país llevará mucho, pero mucho tiempo, lograr una cohesión social que evite los desgarramientos violentos. No va a ser fácil, y no se logrará en solitario. Sin embargo, la acción política también tiene una dimensión individual: lo que cada persona puede hacer por sí sola. Para transformar la sociedad es indispensable un cambio personal y esa ha sido parte de la apuesta de muchas feministas al reivindicar que lo personal es político. El feminismo no es, como bien señala Janet Halley, “una verdad transhistórica que permanece trascendentemente pura”; el feminismo es “una práctica continuamente condicionada por sus propios actos que la preceden” (2006, p.30). Y los actos que han precedido a la mezcla conceptual entre comercio sexual y trata, actos en su mayoría llevados a cabo por feministas de la gobernanza, han tenido efectos negativos en la situación de muchas trabajadoras sexuales. Las creencias mujeristas y victimistas respecto a la violencia han dificultado realizar un diagnóstico más certero, y proponer cuestiones preventivas en lugar de punitivas. Pero además, las feministas que no se preocupan ni denuncian la violencia contra los hombres, o no visualizan el daño que muchas mujeres infligen, generan algo más que solo una política equivocada: producen un quiebre ético en la aspiración feminista.
Para acercarnos a construir ese “otro mundo posible” que anhelamos (sin injusticias, desigualdades y violencias) es imprescindible buscar formas de caminar hacia un horizonte compartido, lo que no es fácil pues, como dice Antonio Machado, “el camino pesa en el corazón” (2006, p. 171). Una forma principalísima de ese caminar es la que hoy nos reúne en este Primer Congreso Continental de Teología Feminista, y consiste en pensar críticamente y discutir respetuosamente. La actividad sexual de las mujeres –sea comercial o gratuita– obliga a reflexionar y a debatir sobre la doble moral, sobre los prejuicios y sobre la violencia no intencionada que generan ciertas intervenciones feministas. Y justamente porque el espacio político-religioso del cuerpo de las mujeres está cruzado por creencias relativas a la sexualidad femenina que obstaculizan su liberación, es que debemos enfrentar el desafío de cuestionarnos y criticarnos.
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