Como vanguardia artística e intelectual del siglo XX, el surrealismo dejó un legado y una estética que trascendieron su círculo de partidarios. Entre los tantos entusiastas que se alimentaron de esa herencia se cuenta el pintor belga Paul Delvaux (1897-1994), contemporáneo de André Breton y de otros miembros del grupo, quien llegó a participar de la Exposición Internacional del Surrealismo organizada en París en 1938 y de otras muestras, aunque permaneció alejado del punto de efervescencia de sus ideas. Pese a compartir el método de reunir figuras y objetos en contextos que no les pertenecen, jamás se sintió parte del movimiento. “La poesía me acerca a los surrealistas, la teoría me echa para atrás”, explicó alguna vez.
Proveniente de una familia de abogados, Delvaux tuvo que convencer a su padre para que le permitiera acceder a la Académie Royale des Beaux-Arts de Bruselas. Allí comenzó los estudios de arquitectura, aunque finalmente se decidió a estudiar pintura decorativa. Durante esta etapa de formación tuvo cierta afinidad con el grupo de paisajistas Le Sillon, quienes juraron no pintar nunca una figura en sus cuadros. Pero poco después recibiría la influencia de expresionistas como Constant Permeke y Gustave de Smet, que integraban la vanguardia belga de la época. Este contacto temprano con el expresionismo lo llevó a interesarse por la representación del ser humano, especialmente la figura de la mujer, un rasgo que se mantendría constante a lo largo de su obra.
Fue a mediados de la década de 1930 que Delvaux puso su atención en el surrealismo, a partir de la impresión que le provocaron los cuadros metafísicos de Giorgio de Chirico y la obra de René Magritte. Ese hallazgo lo impulsó a transgredir la lógica racionalista a la que lo había ceñido su formación académica. Así es como en su obra comienza a delinearse un estilo en el cual conviven rasgos realistas junto a un inquietante mundo onírico de figuras que parecen sonámbulas, principalmente mujeres desnudas. Criado en un ambiente puritano y mimado por su madre, que le inculcó el miedo a las mujeres, Delvaux se vengó a través de la pintura. No obstante, lejos de sugerir un erotismo carnal, estas figuras silenciosas e introspectivas suelen permanecen en otro plano, en claro contraste con el entorno que se presenta a su alrededor.
En Mujeres de vida galante (140 x 122 cm, óleo sobre lienzo), pintura realizada en 1962, observamos tres cuerpos femeninos incomunicados, en la intemperie de un escenario nocturno hostil para la desnudez que presentan. Son, como definió Paul Eluard en un poema que le dedicó a Delvaux, “grandes mujeres inmóviles, entregadas a su destino: sin conocer nada más que a sí mismas”. El ambiente urbano definido, en el que se puede reconocer la arquitectura de Bruselas, contrasta con la impresión onírica de los personajes, efecto reforzado por el pintor a partir del juego ominoso de sombras prolongadas y luz fría que proyecta una luna anormalmente grande sobre los edificios de ladrillo.
La mirada del espectador ocupa un lugar central en sus cuadros, a menudo modulados por puntos de vista inusuales y múltiples puntos de fuga, ventanas o aberturas y espejos. Las líneas, ya sean rectas o artificiales, suelen tener más importancia que la paleta de colores apagados. Tales características revelan la deuda de Delvaux con su compatriota Magritte y con De Chirico, quien también exploró el tren como tema y símbolo en su obra. Mujeres de vida galante pertenece a la colección personal del pintor colombiano Fernando Botero y se puede visitar en el Museo Botero de Bogotá. La pieza convive en sus salas con otras de estilo surrealista que influyeron en la obra del artista latinoamericano, como algunas de De Chirico, Magritte y Max Ernst. Como Botero, Delvaux también tiene su propio museo en la localidad de Saint-Idesbald.
Aunque expuso sus obras en las principales ciudades del hemisferio norte, el arte de Delvaux fue en gran medida incomprensible para el público. Recién pasada la mitad del siglo comenzó a crecer su reputación, con las décadas de los años sesenta y setenta como picos de su productividad. Ya hacia los años ochenta, su vista comenzó a deteriorarse y su pincelada se volvió menos precisa y más impresionista. Sus cuadros tardíos, de colores más vivos y brillantes, muestran una pintura más meditativa, en la que destacan figuras menos aisladas que en sus obras más conocidas.
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