Fronteras de esperanza y fatalidad, de Walter Benjamin a otras víctimas de la guerra

La historia del trágico final en la vida del intelectual alemán resuena en el presente, cuando otro conflicto bélico en Europa extrema ciertos comportamientos sociales relacionados con los consumos culturales

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Walter Benjamin nació en 1892 en Berlín y se suicidó a los 48 años, en Portbou, en 1940
Walter Benjamin nació en 1892 en Berlín y se suicidó a los 48 años, en Portbou, en 1940

¿Cómo será encontrarse en una zona de encrucijadas (esos cruces de caminos, esas zonas de frontera) tan fuertes que su potencia se introduce en el cuerpo, en el destino? Tomemos el caso del gran pensador Walter Benjamin, quien llegó desde París a la ciudad fronteriza de Portbou, en el límite con Francia. Transcurría el año 1941 y la Francia ocupada por los nazis llenaba los trenes de hombres, mujeres y niños con destino a los campos de aniquilamiento, la cámara de gas. Benjamin, un judío estudioso de la teología -aunque alejado por convicción política del sionismo- había decidido ir a un enclave cercano a la frontera, donde unos maquís -miembros de la resistencia- lo ayudarían a cruzar a España y luego embarcar hacia Nueva York.

Era la frontera esperanzada. Benjamin se aferraba a un maletín donde llevaba sus últimos manuscritos. Pero la frontera estaba cerrada. Nadie podía cruzar al otro lado.

Tuvo que tomar un cuarto en el Hostal Francia, en Portbou. La habitación se mantenía vigilada por tres soldados de la Guardia Nacional franquista española, que tenían la orden de entregarlo a las autoridades francesas regidas desde Vichy. Allí con el Mariscal Pétain a la cabeza -una marioneta de Hitler- el gobierno francés disimulaba la genuflexión ante los nazis, decididos a exterminar judíos e izquierdistas. ¿Cómo habrá transcurrido el pensador judío Walter Benjamin sus últimas horas en Portbou, antes de decidir suicidarse?

Habrá pensado en Theodor W. Adorno, convertido, entre otras cosas, en el objetivo para salvar su vida. Adorno había dejado Alemania hacía algunos años y junto a Max Horkheimer había reinstalado la Escuela de Frankfurt en Nueva York. Desde allí le insistía a Benjamin en que abandonara Europa, pero esas recomendaciones resultaban vanas. Si bien Benjamin ya no estaba en la Alemania nazi y estaba en la París de su Libro de los pasajes, también es cierto que pensaba que no abandonar Europa era un acto de resistencia: estaba convencido de que el proletariado se alzaría contra el fascismo y la guerra y se produciría la revolución social. No pudo ser.

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Walter Benjamin y Theodor W. Adorno, teóricos de la Escuela de Frankfurt, mantuvieron un entrañable relación de amistad y respeto
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Cuando Alemania invadió Francia e instaló Vichy, decidió hacerle caso a su amigo, llegar a Lisboa y de ahí partir a Nueva York. Un retén en Portbou lo impediría pero, antes de tomar una cantidad de pastillas de morfina que le aseguraban la muerte, escribió una nota dejada a uno de sus compañeros de travesía. “En una situación sin salida, no tengo otra elección que la de terminar. Es en un pequeño pueblo situado en los Pirineos, en el que nadie me conoce, donde mi vida va a acabarse. Le ruego que transmita mis pensamientos a mi amigo Adorno y que le explique la situación a la cual me he visto conducido. No dispongo de tiempo suficiente para escribir todas las cartas que habría deseado escribir”. El breve texto está considerado como el final de la profusa correspondencia entre los dos amigos intelectuales, por así decirlo. Luego tomó las pastillas que atesoraba como última opción.

Al día siguiente se abrió la frontera, mientras Benjamin era enterrado en el cementerio católico de Portbou. De la esperanza a la fatalidad -pero no hay un deus ex machina que resuelva el destino, como en la tragedia griega, sino que se trata de la realidad y, en este caso, la realidad de la guerra.

Como estos días que vivimos. Se ha dicho: “La primera baja en toda guerra es la verdad” ¿La escucharon?

El presidente de Ucrania, Volodymyr Zelenskiy, se dirige al público a través de una pantalla durante la gala de inauguración de la 73 edición del Festival Internacional de Cine de Berlín (Foto: REUTERS/Fabrizio Bensch)
El presidente de Ucrania, Volodymyr Zelenskiy, se dirige al público a través de una pantalla durante la gala de inauguración de la 73 edición del Festival Internacional de Cine de Berlín (Foto: REUTERS/Fabrizio Bensch)

Europa vive su propio 1984. Ahora mismo la Cinemateca de Andalucía reprograma la película Solaris, de Andrei Tarkovski (el ruso Andrei Tarkovski), en la versión del film dirigida por el estadounidense Steven Soderbergh y protagonizada por George Clooney. La soprano rusa Anna Netrebko, quien protagonizó Tosca en el Teatro Colón, sufrió la cancelación de sus conciertos por negarse a condenar a su país. La Orquesta de Cardiff suspendió el concierto con obras de Piotr Tchaikovsky, de nacionalidad rusa y muerto hace un siglo y medio. Mientras, el presidente Zelensky estuvo en la sesión inaugural del Festival de Berlín, que se sumó a varios eventos culturales a los que concurre en calidad de héroe. Mientras tanto en Rusia la acostumbrada censura de Putin crece. Cerró canales de televisión al principio de la invasión a Ucrania y puso una mordaza más férrea a los periodistas.

Desde Portbou Benjamin hubiera observado la encrucijada de la guerra que nos aqueja. Hubiera dicho, seguramente: “No hay documento de cultura que no sea, al mismo tiempo, de barbarie”.

* El nombre esta columna “Panorama desde Portbou”, alude a la localidad fronteriza española en donde Walter Benjamin acabó con su vida y también, a un territorio fronterizo que borra límites para las ideas.

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