William Carlos Williams, la poesía está en todos lados

Se cumplen 60 años de la muerte del hombre que era pediatra de profesión, y poeta por vocación. Creía que “un poema es un pequeño universo” y así innovó el género: contando lo que veía en la calle

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William Carlos Williams —pediatra de
William Carlos Williams —pediatra de profesión, poeta por vocación— murió hace exactamente sesenta años: el 4 de marzo de 1963

Médico de día, poeta de noche. O al revés. O todo a la vez. Si William Carlos Williams se dejaba arremolinar por la vorágine de ser pediatra en Estados Unidos durante el inicio del siglo XX era porque sabía que después, o antes, o mientras tanto, podía hamacarse en esa pausa fundamental, la poética. ¿Y qué significa ejercer la poesía para este hombre muerto hace sesenta años: el 4 de marzo de 1963? Un poeta, “si es que lo hay”, escribió en Paterson, es alguien “cuyas palabras mordisquean el camino a casa”. En ese libro arriesgado, ambicioso, publicado en cinco volúmenes desde 1946 hasta 1958 —usa versos, prosas, cartas personales, episodios locales, descripción de personajes— ensaya una entrevista a sí mismo. ¿Qué es la poesía?, se pregunta. “Bueno, diría que la poesía es lenguaje cargado de emoción. Es palabras, organizadas rítmicamente. Un poema es un pequeño universo completo”.

Adentro del poema, absolutamente todo: la máscara y la desnudez, lo profundo y lo superficial, lo trascendente y lo cotidiano. Efectivamente, aunque pequeño, un universo completo. Unas líneas más abajo de esa definición, en el quinto volumen del libro, su famosa sentencia: “Sí. Cualquier cosa es buen material para la poesía. Cualquier cosa. Lo he dicho una y otra vez”. ¿Y afuera del poema, de ese universo, de esa totalidad? ¿Cómo se relacionan, para Williams, ambos polos —la vida y la poesía—: se alinean, se entrelazan o chocan? En “El asfódelo, esa flor verdosa”, un poema publicado en 1955 en el volumen Viaje al amor, escribe esto: “Es difícil / sacar noticias de un poema / aunque los hombres mueren miserablemente cada día / por falta / de lo que ahí se encuentra. / Escuchá todo / puesto que a mí también me atañe, / como a cualquier hombre / que quiera morir en su cama / y en paz”.

Asegurarse la poesía para no morir miserablemente, para devolverle la dignidad a la vida. William Carlos Williams buscaba una poética que plasme el “idioma americano” y durante esa exploración, durante ese trabajo minucioso con el lenguaje, durante esa prueba y error, construyó sus métodos: “encontrar la forma sin deformar el lenguaje”, por ejemplo. Escribe la poeta y traductora mexicana Pura López Colomé: “La lucha constante en su evolución como poeta, como el poeta que cree a pie juntillas en la lengua norteamericana a la que había que redimir ya que para Williams lengua significa identidad (...) El centro de la cuestión estética que lo rodea implica la búsqueda personal de un lenguaje expresivo y de una forma que no lo deforme: el discurso oral como origen”. En el hospital, en la calle, en el colectivo, en la fila del mercado, Williams oía voces que, extraídas del sentido común, de su cristalización, eran poesía.

“Paterson”, la obra cumbre de
“Paterson”, la obra cumbre de William Carlos Williams, fue publicada en cinco volúmenes desde 1946 hasta 1958

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¿De dónde viene la búsqueda por esa esencia social? El extrañamiento no era solo una apuesta literaria, también una característica biográfica: su padre, inglés pero criado en Dominicana, y su madre, puertorriqueña de origen francés, cuando su hijo nació en 1883, decidieron que seguirían hablando el idioma que usaban cotidianamente. Estaban en Nueva Jersey, Estados Unidos, y hablarían inglés fuera de su casa, pero adentro, en el hogar, el “primer idioma” sería el español. Esas palabras traían consigo toda una cultura, la del caribe, la de Latinoamérica, con su propia música, su propia literatura, que le permitía observar el mundo, del que era parte, con algo de ajenidad, con dos vocabularios, con cierta doble vida. Estudió en Rutherford, cruzó el Atlántico, continuó en Ginebra y en París, luego volvió, estuvo en Nueva York, y finalmente en Rutherford otra vez, donde fue el pediatra de cabecera de miles y miles de chicos entre 1910 y 1951.

Mientras tanto, la poesía. Hay consenso entre los biógrafos de que la gran influencia de Williams fue su madre, la artista Raquel Hélène Hoheb, formada como pintora en París durante los inicios de la Belle Époque. Él también pintaba, nunca dejó de hacerlo, pero fue la poesía su lenguaje preferido. Y aunque escribió también en prosa —cuentos, obras de teatro, novelas, ensayos—, fueron las posibilidades del verso lo que le permitió llegar a esa imagen compacta, sencilla y cargada de sentido. Solo necesitaba observar con un detenimiento pausado una pareja en la calle, un camión de bomberos, un cuadro de Pieter Brueghel el Viejo o las cascadas de su ciudad. Poemas como documentos de época, como “Día de elecciones”: “Sol cálido, aire / tranquilo. Un anciano se sienta / en la puerta de una casa rota: / tablas para ventanas / de yeso que caen / de entre las piedras / y acaricia la cabeza / de / un perro manchado”.

Y no fue una ráfaga la que lo llevó de aquel libro debut, Poemas, publicado en 1909, con 26 años y que solo vendió cuatro ejemplares, a ser uno grandes innovadores de la poesía estadounidense, a obtener el Premio Nacional del Libro de Poesía en 1950, el Bollingen en 1953 y el Pulitzer en 1963. Fue un trabajo lento, decidido, sin más ambición que la de batallar con las palabras hasta avanzar, a veces hacia adelante, otras hacia atrás, hasta encontrar su propia estética, su propio estilo, hasta atrapar algo parecido a una reluciente verdad oculta en lo cotidiano. Como muchos contemporáneos, dejó atrás la métrica y la rima, sobrevoló la movida imagista y se concentró en su pálpito recurrente: expresar con la mayor claridad posible el “idioma americano”, ese que se sucedía, no en los libros ni en los círculos literarios, sino en el habla coloquial de la gente de a pie. O como escribió en sus propios versos: “Decir, no ideas / sino cosas”.

Escena de “Paterson”, película de
Escena de “Paterson”, película de Jim Jarmusch de 2016 sobre aquella idea de William Carlos Williams: la poesía está en todos lados

En 2016 se estrenó una película que capta con mucha originalidad el espíritu de Williams. Paterson —producida entre Estados Unidos, Francia y Bélgica, dirigida y escrita por Jim Jarmusch— narra la historia de un chofer de colectivo de línea. Se llama Paterson y vive en la ciudad de Paterson. Según la perspectiva de cada quien, su rutina puede ser abominable o asombrosa. Todos los días hace lo mismo: se levanta, besa a su mujer, desayuna, va al trabajo, escribe algunos poemas en su cuaderno, vuelve a su casa, besa a su mujer, ordena su biblioteca, cena, saca a pasear al perro, se toma una cerveza en el mismo bar de siempre y regresa a su casa. ¿Acaso puede haber poesía en una colección de escenas que en apariencia se presentan invariables? ¿Cómo encontrar arrebatos poéticos en una rutina estancada en la permanencia, tan parecida a la de cada uno de los trabajadores que habitan este mundo?

Paterson, interpretado por Adam Driver, lee con devoción a William Carlos Williams. En su biblioteca hay una foto del poeta. En la película se lo suele ver leyendo el que quizás sea su gran libro: Paterson. Hay una escena donde su mujer le pide, cuando lo ve con el libro, que le lea su poema favorito, ese que a ella le encanta. No dice el nombre, el marido ya lo sabe, entonces busca y lee: “Solo para decirte / que me comí / las ciruelas / que estaban en / la heladera / y que / probablemente / guardabas / para el desayuno / Perdóname / estaban deliciosas / tan dulces / tan frías”. Luego de esa lectura paciente de “Solo para decirte”, Laura —la actriz es Golshifteh Farahani—, suspira y continúa sus tareas llena de un aire dulce. Paterson es una película que guarda una secreta ambición de Williams —que el poeta se funda con el paisaje, con su realidad, con lo narrado— y milita la idea, sin gritos ni pancartas, que la poesía está en todos lados.

Tres libros de William Carlos
Tres libros de William Carlos Williams: “Cuadros de Brueghel”, “Viaje al amor” y “La música del desierto”

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La poesía de Williams es como un auto con el capó abierto: además del diseño de la carrocería, la comodidad del tapizado, la velocidad, su belleza también se aloja en el motor, en ese artefacto desordenado y analógico que se alimenta de fluidos simples, en ese corazón de metal que posibilita todo lo demás. El escritor mexicano Daniel Saldaña París lo señala con mucha claridad en un artículo publicado en Letras Libres al decir que “Paterson es no sólo un libro ambicioso sino, sobre todo, un libro honesto que, aun sabiéndose desmesurado, explicita y evidencia los mecanismos de su propia construcción. Para un lector hispanoamericano esta apuesta puede resultar confusa. Acostumbrados a que el poema catedralicio se presente como un resultado absoluto, una fachada imposiblemente barroca que esconde y disimula los vericuetos de su arquitectura, puede parecer un despropósito el proyecto de una obra que, siendo evasiva e imperfecta como resultado, se empeña en ser leída como proceso”.

“Leemos: no las flamas / sino las ruinas / que la conflagración / ha dejado”, escribió Williams. Hay algo sumamente extraordinario y estúpidamente cotidiano en alguien que lee. Hay belleza, hay fuego, hay ruinas. En “Halfon, Boy” (Biblioteca bizarra, 2018), Eduardo Halfon, traductor de Williams, le escribe a su hijo recién nacido y relata esto: “Decía Williams, Leo, que todo empezó con un infarto. Tenía dieciséis o diecisiete años. Sucedió durante una carrera. Él había corrido ya las ocho vueltas a la pista cuando alguien gritó que aún le faltaba una vuelta más. La corrió. Luego cayó enfermo. Se puso a vomitar. Comenzó a dolerle la cabeza. Al llegar a casa llamaron al médico, quien le diagnosticó un soplo en el corazón. No más deportes. No más béisbol. No más carreras (cosa que no le importó tanto, decía Williams, pues había un niño en el barrio a quien jamás le pudo ganar). No más juegos con sus amigos al salir de la escuela. Solo reposo. Se vio obligado a replegarse sobre sí mismo, a pensar en sí mismo, a verse a sí mismo. Y entonces, decía Williams, empezó a leer”.

Paterson, dice Saldaña París, es su “poema más decididamente histórico” y “también, paradójicamente, uno de los más personales”; y lo define como “uno de los poemas fundamentales del siglo pasado”. Hay más libros, varios más —La música del desierto, Al que quiere!, Viaje al amor, Cuadros de Brueghel—, pero la mayoría de los que más circulan son colecciones, antologías, rejuntes de poemas más o menos cuidados por editores entusiastas que tratan de unir con honestidad fascinación personal y coherencia histórica. Como muchos poetas perdidos en el océano del tiempo, Williams circula en poemas sueltos, individualizados, generalmente sin contexto. A diferencia de muchos poetas perdidos en el océano del tiempo, Williams logra permanecer incandescente en esos poemas sueltos; traspasa la barrera de la época y nos regala una idea clara, sencilla, radiante: que la poesía está en todos lados.

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