Hola, ahí.
A veces te hablo de sentimientos, otras elijo escribir sobre comida o sobre el humor. Pero hoy decidí que voy a hablarte de la guerra.
Y pensé en hacerlo porque me interesa el tema y porque se me ocurrió que, a lo mejor, este envío podría ayudarte a interpretar cosas complejas y durísimas que están pasando en el mundo, o sea, acá nomás.
Las mismas preguntas
Por estos días se cumplió un año de la invasión militar ordenada por Vladimir Putin que dio comienzo a la guerra en Ucrania. Seguramente habrás visto que se publicaron muchos artículos a propósito de esta fecha y habrás advertido que así como en febrero de 2022 el gran interrogante era ¿por qué ahora?, hoy la pregunta que todos se hacen es ¿hasta cuándo? o, más bien, ¿existe alguna posibilidad de paz a corto plazo?
Como periodista, vengo siguiendo los pasos de Putin hace más de 20 años. No llevo la cuenta de las notas que escribí sobre el presidente ruso aunque sí sé que escribí dos libros sobre su relación con los rusos que lo votaban porque confiaban en él como líder o aquellos que, si no lo votaban, en su mayoría optaban por no decirlo en público por temor a represalias, víctimas del pánico de un pueblo cuya historia está marcada por la represión y el autoritarismo (y porque desde un primer momento quedó claro que Putin, ex director del FSB, organismo sucesor de la temible KGB, tenía recursos para hacer callar —a veces para siempre— a cualquier voz opositora).
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Como todos los que escriben sobre el tema, en estas horas camino sobre las mismas preguntas. Empiezo por el presente: no veo un desenlace inminente de la guerra sino, más bien, una meseta dramática que impide adivinar un final para el conflicto, al menos con los actores que vemos hoy, es decir, sin un involucramiento mayor y en terreno de las fuerzas occidentales que apoyan a Ucrania y/o de China, en apoyo de Rusia.
Y vuelvo al comienzo de esto, que parecía demencial y a lo que nos fuimos acostumbrando: el por qué de la guerra, las razones detrás de una decisión tomada en solitario y que Putin informó a sus allegados casi sobre la hora de los hechos. Hay muchos y buenos materiales en terreno, hay también grandes análisis de expertos académicos, hay pocas cifras oficiales y así y todo hay certezas: los muertos a uno y otro lado se cuentan de a miles y las pérdidas económicas son enormes tanto en los países implicados como en el resto del planeta, que sufre también las consecuencias, por ejemplo, en los precios de la energía y en el rubro alimentos. Pero no voy a hablarte de eso, lo que me interesa es otra cosa.
¿Fueron realmente razones de geopolítica y de seguridad las que decidieron a Putin ordenar el ataque a Ucrania? ¿Fue la revancha por el orgullo herido del líder de un imperio no suficientemente reconocido por Occidente? ¿O se trata del inicio de un combate casi religioso en el terreno de las ideas, la cultura y los “valores”?
Veamos.
Nosotros y los otros
Ucrania no es cualquier país para Rusia y las tensiones arrancan muy temprano, con cuestiones de orden espiritual y religioso que hoy se reproducen. Ucrania es la tierra donde, a finales del siglo X, un príncipe guerrero, Vladimir, adoptó el cristianismo para casarse con Ana, hermana del patriarca de Constantinopla y luego obligó a sus súbditos a seguir sus pasos.
La conversión de San Vladimir, también conocido como San Volodymyr, es la piedra fundamental del cristianismo en la región y en ese episodio tienen sus raíces tanto la ortodoxia rusa como la ortodoxia ucraniana (son iglesias diferentes), por lo cual es en clave de identidad y cultura donde hay que leer uno de los enfrentamientos más profundos, ya que tanto Rusia como Ucrania reivindican ese hecho histórico como origen y como pilar del cristianismo en la región.
Rusia, el país más grande de la Tierra, Ucrania uno de los más extensos países de Europa. Ucrania fue una de las cuatro repúblicas nacionales originales de la URSS, más tarde las repúblicas llegaron a ser quince. En 1991, cuando llegó la hora de la disolución, Ucrania (al igual que las demás repúblicas) heredó estas fronteras “soviéticas”.
Mientras Rusia pretende seguir teniendo bajo su mirada rigurosa a quien siempre consideró territorio propio, del otro lado hay una parte de la población que conserva el alma rusa pero hay otra que guarda un profundo odio por el opresor.
Es en este contexto que hay que entender hasta qué punto esa memoria del rencor fue influida, entre otros hechos, por el “Holodomor”, como llaman los ucranianos al episodio que llevó a la muerte a unos cuatro millones de personas durante la hambruna de 1932-33, en el marco de la colectivización forzosa de las granjas ordenada por Stalin.
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Las relaciones de Putin con Ucrania —un país con medio corazón mirando a Europa y hablando en ucraniano y la otra mitad mirando a Rusia y hablando en ruso— tienen sabor amargo desde temprano. Ya en 2004, con la Revolución Naranja y la protesta a gran escala por las elecciones presidenciales amañadas que le habían dado el triunfo al candidato del Kremlin, Putin se llevó su primer disgusto.
Ese mismo candidato prorruso, Viktor Yanukovich, consiguió ganar elecciones en 2010, aunque terminó siendo expulsado del Gobierno en 2013, tras la decisión de rechazar un acuerdo con la Unión Europea que desató una serie de protestas y graves disturbios —que incluyeron muertos y heridos— en la llamada Euromaidán, la serie de manifestaciones que tuvieron lugar en la Plaza de la Independencia de Kiev, la misma en la que se habían manifestado los ucranianos en 2004.
De este cronograma de protestas, movilizaciones y levantamientos en rechazo a las presiones del Kremlin surge el concepto que, en término de ideas, alimentó en Putin la voluntad bélica que consumó en 2022 y que podría resumirse así: “Ucrania, esa tierra ingrata cuyos líderes serviles buscan ser adoptados por el Occidente satánico mientras sus habitantes esperan ser salvados de ese destino humillante”.
”Dentro de la ideología fundacional del estado zarista, […] el Imperio ruso fue concebido como una cruzada ortodoxa”, escribió el historiador británico Orlando Figes en su libro Crimea. Si fuera un lema, esta idea sería algo así como que “allí donde haya rusos, existe Rusia”. Esto es, el “nosotros” ruso puede estar en la casa de otro, pero seguimos siendo los garantes de su bienestar y los tutores de la rectitud de su conducta.
En 2004, Vladislav Surkov, uno de los hombres más influyentes alrededor de Putin por entonces y hasta no hace mucho, había escrito: “El enemigo está a nuestras puertas, tenemos que defender a todos los rusos y a todos los hogares contra Occidente”. “El mundo ruso es algo más grande que la propia Rusia”, dijo también. “Debido a que somos un pueblo disperso, nuestra población se extiende mucho más allá de nuestras propias fronteras. ¿Qué es el mundo ruso para mí? Está en todas partes, donde la gente habla ruso y piensa como rusos, o donde respetan la cultura rusa”.
A Putin, el papel de salvador le resulta subyugante.
La guerra santa de Putin
Luego de las protestas del 2013, y aunque oficialmente negaban toda participación, Rusia fue una presencia activa en lo que se convirtió en una guerra civil en el Donbás, una región del Este industrial de Ucrania. El gesto más explícito del protagonismo ruso llegó en 2014, con la anexión de Crimea, un episodio que terminó de romper los tensos lazos de Rusia con el Occidente próspero que, aún con el mayor de los desprecios, hasta ese momento lo trataba con guantes de seda.
En paralelo a las acciones militares de una guerra civil bestial que siguió en sordina, con intervención de fuerzas oficiales y extraoficiales y sin contar con la debida atención de los organismos internacionales, el enfrentamiento religioso entre las iglesias también fue levantando temperatura.
Del mismo modo que Putin vivió los levantamientos de 2004 y de 2013 como una afrenta personal, la creación en 2018 de una Iglesia ortodoxa ucraniana independiente que reemplazó al Patriarcado de Moscú no fue perdonada por el patriarca Kirill, el líder de la Iglesia ortodoxa rusa y con quien Putin tiene una estrechísima relación.
Ante el temor de un efecto dominó en otras iglesias regionales, en ese momento Kirill recurrió al Papa Francisco, a las Naciones Unidas y a varios líderes mundiales bajo el argumento de que el Gobierno laico ucraniano (entonces el presidente era Petro Poroshenko) estaba presionando y persiguiendo a los religiosos fieles a Moscú. El reclamo del Kremlin acerca del martirio de los ucranianos prorrusos era el mismo.
En una encuesta realizada en 2021, algo más de la mitad de los ucranianos se identificaron con la nueva iglesia, y solo un 25% con la iglesia aliada de Moscú. Los números habían crecido a favor de la iglesia independiente si se tomaban las cifras del año 2019.
El Patriarca ruso comparó en varias oportunidades al Gobierno ucraniano con lo que llama el “régimen sin Dios” de la Unión Soviética. A la hora de demonizar a Occidente, Putin, el expresidente Dmitri Medvedev y otras figuras clave del oficialismo suelen optar por la imagen de la cultura “satanizada”. Los rusos están con Dios y quienes no están con los rusos, están con el diablo.
Putin nunca olvida hablar de las afrentas al patriarca. Al anunciar el reconocimiento del Gobierno de la República Popular de Donetsk y la República Popular de Lugansk, el 21 de febrero de 2022 (dos días antes de la invasión), el presidente ruso recordó la necesidad de proteger los intereses de la Iglesia Ortodoxa Rusa en Ucrania, y advirtió que el gobierno ucraniano había “convertido cínicamente la tragedia de un cisma de la iglesia en una herramienta de política estatal”.
En un evento público del 18 de marzo de 2022 en Moscú, Putin parafraseó el Evangelio de Juan con ánimo de estimular a los ciudadanos para que fueran a la guerra contra el “genocidio” de rusos en Ucrania: “Y aquí es donde me vienen a la mente las palabras de las Escrituras: ‘No hay mayor amor que si alguien da su alma por sus amigos’”.
En septiembre del mismo año, durante una ceremonia en la que se celebró la anexión de cuatro regiones ucranianas como un gesto de “gloriosa elección espiritual”, Putin citó el Sermón de la Montaña y repudió explícitamente a las familias no tradicionales, casi una justificación cultural para la guerra que, a esta altura, también es una guerra santa. “El derrumbe de la fe y los valores tradicionales” equivale a “puro satanismo”, advirtió ese día.
La misión es desatanizar
“Ucrania no existe. Hay ucranidad, es decir, un trastorno mental específico. Un entusiasmo asombroso por la etnografía, llevada al extremo… Pero no hay nación”, (Vladislav Surkov).
Los argumentos de Putin para lanzarse a la guerra que durante un año no llamó guerra —y a la que en Rusia se nombra bajo amenaza legal con el eufemismo “Operación especial”— fueron la desmilitarización y la desnazificación de Ucrania. Es decir, la paradoja de una invasión militar para desmilitarizar y de la desnazificación de un país que no tiene ningún representante neonazi en el Parlamento y cuyo presidente, Volodymyr Zelensky, es un judío que fue votado por un 73% de la población.
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Para poder encarar esa “misión” con cierta legitimidad, Putin echó mano al recurso de quitarle entidad a la soberanía ucraniana al negar su estatus como país independiente ya que esa condición habría sido, según él, un regalo de los bolcheviques, más específicamente de Lenin. Algo parecido había hecho en 2014 para lanzarse a la anexión (“recuperación”, para los rusos) de Crimea. Fue cuando impugnó el “regalo” de Nikita Kruschev, quien en 1954, al cumplirse 300 años de un pacto -que los ucranianos entendían como la unión de dos iguales y el Kremlin como la integracion de Ucrania a Rusia-, había entregado Crimea a los ucranianos.
No deja de ser interesante esta manera de reescribir la historia: me refiero a las acciones de un líder que cree en su derecho de recuperar territorios perdidos o cedidos por su país con el argumento de defenderlos de sus nuevos propietarios.
Otro día se podría discutir qué hay de cierto en la categoría de “regalo” de la que habla Putin. Pero aún si así fuera, los regalos no se reclaman.
Sigue sin quedar del todo claro por qué Putin ordenó la invasión. Su experimentado canciller, Serguei Lavrov, supo lo que se venía recién a la 1 de la mañana del mismo 24 de febrero del año pasado, día de la invasión. En un jugoso artículo del Financial Times, una fuente reveló que ante la pregunta acerca de quién había asesorado al presidente ruso en esta oportunidad, Lavrov ironizó con lo que podría ser la más pura verdad: “Putin tiene solo tres asesores: Iván el Terrible, Pedro el Grande y Catalina la Grande”.
Lo cierto es que si no son sus asesores, esas figuras son sus modelos y los espejos en los que le gusta mirarse. Expansión, modernización, preservación de los valores tradicionales y guía espiritual del mundo, esos son sus sueños.
La “desatanización” comenzó a reemplazar en los argumentos a la idea de “desnazificación” y ese cambio se trasladó al lenguaje de los medios oficiales, que en Rusia hoy son absolutamente todos ya que los pocos independientes se vieron obligados a partir en el inicio del conflicto.
Encumbrado en el poder desde el año 1999, en la figura de Vladimir Putin encarnan muchos de los valores tradicionales rusos (el nacionalismo feroz, su cercanía con la Iglesia Ortodoxa, las ambiciones imperiales, la resiliencia heredada de sus padres sobrevivientes del asedio nazi de Leningrado y el conservadurismo patriarcal, serían algunos ejemplos) y otros de tipo aspiracionales, como su afición al deporte o su sobriedad en materia de alcoholismo.
Los valores están tan presentes en el imaginario ruso como las sagradas escrituras: hay palabras divinas que rigen la conducta de los hombres y a las que se respeta con unción y obediencia: eso ocurre con el dogma cristiano y ocurrió también con las palabras de Marx y Lenin, que durante los setenta años de la Unión Soviética reemplazaron la letra religiosa.
”Sus ideas básicas sobre el mundo siguen siendo las mismas porque sigue actuando de acuerdo a ellas: las de que el mundo se está corrompiendo y que él puede ofrecer protección; que la democracia no funciona y que es un caos que trae corrupción. Y, lo más importante, que Rusia debe recuperar su poder porque fue tratada injustamente por la historia. Todo eso sigue siendo su norte”, me dijo tiempo atrás la periodista rusoestadounidense Masha Gessen, autora de una biografía de Putin y de un libro clave para entender el poscomunismo que se llama El futuro es historia.
La semana pasada, en su discurso ante la Duma, la asamblea legislativa rusa, Putin destacó “el derecho supremo de Rusia a ser fuerte”, buscó llevar tranquilidad a la población en materia económica y confirmó que el enfrentamiento no es —solo— con Ucrania (que además no existe) sino con los enemigos de Occidente (Estados Unidos y Europa, seamos claros) y lo que representan para su cosmovisión como adalides de la democracia liberal: desastre espiritual, degradación y degeneración, en síntesis, la perdición para la humanidad.
Te dejo algunas de sus frases:
“Miren lo que le están haciendo a su propia gente. Se trata de la destrucción de la familia, de la identidad cultural y nacional, la perversión y el abuso de los niños, incluida la pedofilia, todo lo cual se declara normal en su vida. Están obligando a los sacerdotes a bendecir los matrimonios entre personas del mismo sexo. Bendice sus corazones, déjalos hacer lo que les plazca”.
”Miren las Sagradas Escrituras y los principales libros de otras religiones del mundo. Lo dicen todo, incluso que la familia es la unión de un hombre y una mujer, pero estos textos sagrados ahora están siendo cuestionados. Según se informa, la Iglesia Anglicana está planeando, solo planeando, explorar la idea de un dios neutral en cuanto al género. ¿Qué se puede decir? Padre, perdónalos, no saben lo que hacen”.
”Millones de personas en Occidente se dan cuenta de que están siendo conducidas a un desastre espiritual. Francamente, la élite parece haberse vuelto loca y parece que no hay cura para eso. Pero como dije, estos son sus problemas, mientras que nosotros debemos proteger a nuestros hijos, algo que haremos. Protegeremos a nuestros hijos de la degradación y la degeneración”.
La guerra ahora se nombra
A la pretensión de universalidad de los valores occidentales, Putin opone la pretensión de universalizar los valores rusos, que en muchos sentidos encuentran hoy eco en la extendida reacción ultraconservadora que le responde a la llamada cultura woke, nacida de la conciencia social y la corrección política y que, en su variante más fanática, concluye en lo que se conoce como cultura de la cancelación.
Es en este punto donde se refuerzan todas las contradicciones, con cierto progresismo latinoamericano apoyando las razones de Putin para lanzar la guerra —entre ellas, la expansión de la OTAN hacia las fronteras rusas— aunque al mismo tiempo deben mirar para otro lado cuando se habla de las leyes represivas, la ausencia de libertad de expresión y la persecución a la comunidad LGBT+ en Rusia. Y, desde el otro extremo, cuando estas mismas ideas oscurantistas de Putin son espejo de las ideas de gran parte de la población estadounidense religiosa, antiestablishment, contraria al progresismo y votantes de Trump.
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Así como desprecia profundamente a los Gobiernos ucranianos que buscan aliarse con Europa, Putin también comienza a hacer pública su hostilidad hacia los empresarios rusos que, después de hacer dinero favorecidos por el Kremlin, eligieron pasar la mayor parte de sus vidas en países europeos, donde hicieron crecer a sus hijos, adoptando una vida que, en su modo de ver las cosas, no les corresponde y en donde además siempre serán ciudadanos de segunda clase.
Durante el mismo discurso ante la Duma, los convocó a que dejen de reclamar lo que Occidente tomó de sus fortunas por las sanciones y comiencen a invertir en Rusia y a solidarizarse con su país y sus habitantes.
”Me gustaría que aquellos que se han enfrentado a las costumbres depredadoras de Occidente escuchen lo que tengo que decir: andar con la gorra en la mano, mendigando tu propio dinero no tiene sentido, y lo más importante, no logra nada, especialmente ahora que te das cuenta de con quién estás tratando. Deja de aferrarte al pasado, recurriendo a los tribunales para recuperar al menos algo. Cambien sus vidas y sus trabajos, ustedes son personas fuertes. Me dirijo ahora a nuestros empresarios, muchos de los cuales conozco desde hace años, que saben qué es qué en la vida”.
……………………..
Un detalle llamativo de un discurso importante es que Putin, consciente o inconscientemente, hizo un reconocimiento. Lo detectó y publicó en un artículo el historiador Claudio Ingerflom, acaso el mayor estudioso de la historia de Rusia en la Argentina:
“Fueron ellos quienes desencadenaron la guerra. Y usamos y seguimos usando la fuerza para detenerla”.La guerra que no existía ahora ya existe.
La nombró el propio Putin.
Las entrañas del Kremlin
“La ira sigue siendo el impulso primordial que debes tener en cuenta. Ustedes, occidentales bien pensados, creen que puede ser absorbida. Que el crecimiento económico, el avance tecnológico y, no sé, las entregas a domicilio y el turismo de masas harán desaparecer la rabia de la gente… No es cierto: siempre habrá decepcionados, frustrados, perdedores, en todas las edades y menores. En cada régimen. Stalin entendió que la rabia es un elemento estructural… Reprimir la disidencia es crudo. Manejar el flujo de la ira, evitar que se acumule, es más complicado, pero mucho más eficaz. Durante muchos años mi trabajo, en el fondo, no ha sido otro que ese”.
La frase puede leerse en Le Mage du Kremlin (El mago del Kremlin) una distopía política que arrasó en ventas y en premios en Francia, donde fue publicada en abril de 2022 por Gallimard y que en un mes será publicada en español. Su autor es Giuliano da Empoli, periodista y escritor nacido en Francia pero con nacionalidad suiza e italiana.
Ex asesor de Matteo Renzi, el ex primer ministro italiano, Da Empoli escribió una ficción que es leída como una radiografía alucinante del poder ruso. El protagonista, Vadim Baranov, es un asesor político del líder ruso que quienes conocen en profundidad el Kremlin aseguran que tiene muchos rasgos en común con Vladislav Surkov, entre ellos el origen de ambos en el mundo del arte y el espectáculo.
“De la guerra de Chechenia a la crisis de Crimea pasando por los Juegos Olímpicos de Sochi, por El mago del Kremlin desfilan empresarios, Limonov y Kasparov, modelos y todos los símbolos del régimen en la que es la gran novela de la Rusia actual y una magnífica meditación sobre el poder y la fascinación por el mal y la guerra”, adelanta editorial Planeta en su página web.
La quiero leer ayer.
Hay varios libros que pueden ayudar a entender lo que está pasando; en lo personal, prefiero los que van hacia atrás en el tiempo y buscan las raíces del conflicto. De los más recientes, uno de esos libros es el último de Ingerflom, El dominio del amo (Fondo de Cultura Económica), un trabajo exhaustivo sobre la reivindicación de la continuidad milenaria del Estado y el vínculo entre la política exterior y la política interna rusa.
Otro, que solo se consigue en ebook en la Argentina, es El complejo de Caín (Destino), de Marta Rebón, la exquisita traductora de Vida y destino, de Vasili Grossman. Se trata de un breve ensayo en el cual, a través de la literatura y la lengua, su autora busca desentrañar esos odios, envidias, resentimientos y ambiciones que condujeron la historia hasta llegar a este tiempo de guerra.
Como sabés, podés escribirme cada vez que quieras al hpomeraniec@infobae.com. Procuro responder todos los correos en un tiempo razonable.
Que tengas una buena semana, hasta la próxima.
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