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A pesar del airecillo snob que puede expeler la frase, a pesar del matiz hermético con la que puede pintarse, a pesar del antiintelectualismo odioso con el que puede leerse, quiero escribirla igual: prefiero no entender a entender. Prefiero que un resto de incomprensión resista en mi acercamiento a la obra. Así sucede y así me ha sucedido siempre, aunque no lo supiera en el momento preciso y la invocación sea puramente retrospectiva. Las obras a las que más apego siento son obras sobre las cuales estoy capacitado para hablar al menos cuarenta minutos seguidos, sin embargo, nunca, ni aunque hablara diez, veinte o treinta horas, podría esclarecer o agotar su sentido.
En la actualidad, al desconcierto y la incomprensión los acecha un fenómeno cada vez más extendido, la pedagogización. Es un fenómeno que excede el campo del arte para conquistar la vida diaria. Estudiantes, profesores, doctores. Para cada agente social o cultural la oferta educativa es un río turbio e interminable. Lo resumo en dos palabras: formación crónica. Vivimos en un festival de cursos, seminarios, clínicas, talleres, encuentros, conversatorios, asesorías, ciclos, cuya ilusión principal es, además de obtener mejores sueldos y granjearse la chance de procrastinar (intentando eludir la consecución de un fracaso), comprender algún aspecto oculto del mundo. De acuerdo, desde un punto de vista, la vida es un largo proceso de aprendizaje, con la particularidad de que cuando el aprendizaje se concreta, ya es tarde. Aprendimos algo y ya no nos sirve. Puro y pleno desfasaje: vamos a la estación y el tren ya pasó, o no era la estación correcta, o compramos el boleto equivocado o había paro de maquinistas.
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La fórmula arte e incomprensión postula una correspondencia particular entre el espectador y la obra, un tipo particular de relación, ¿de qué índole? Una relación en la que el espectador soporta (en su doble acepción: sostener y tolerar) la falta de comprensión cabal, es decir, acepta la negatividad de la obra, los obstáculos, el malentendido, entender mal o directamente no entender. Por supuesto, siempre se entiende algo. Es imposible no entender nada, quedarse afuera por completo, en todo caso cabe interpretar la dificultad como parte del sentido de la obra. ¿Qué entiendo cuando no entiendo? Y una pregunta tonta, pero radical, ¿qué entiendo cuando entiendo?
La obra resiste, algo de ella no puede ser ni aprendido ni aprehendido, algo se nos escapa, se rebela, se torna inasible: ese desvío, es el arte. Como si uno dijera “solo cuando se interrumpe la comunicación, sucede el arte”, porque quizás el arte sea el revés de la comunicación, la otra cara, lo inverso, la suspensión comunicativa, la puesta entre paréntesis. Necesitamos de comunicación fluida en un bar. Si pido una Coca Cola y me traen un whisky, surge un problema; si pido una ensalada y me preparan un matambre, surge un problema; si pido un flan con dulce de leche y me lo sirven con crema, exijo que echen al mozo. En la vida diaria necesitamos que la comunicación se concrete, comprender la palabra del otro, erradicar los equívocos. En cambio, en nuestro campo, el fracaso en la comunicación fortalece la victoria del arte.
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La pedagogía, en cualquiera de sus formas (conservadora, modernizante, crítica, científica), pretende licuar la incomprensión, pretende que la relación entre el sujeto cognoscente y el objeto por comprender sea fluida, lisa, llana, sin conflicto. En el régimen de la transparencia contemporáneo, explicar representa la mayor virtud. De ahí que los profetas y evangelizadores conciban cada libro, cada sala de museo, cada película, como un espacio pedagógico.
La calidad, lo que hace grande a una obra o a un escritor, que es definitivamente inexplicable porque el continuo ha tomado por otros rumbos, dejando atrás para siempre a la explicación. Es inexplicable al punto de que todo lo explicable en una obra de arte no forma parte de su calidad, y podría eliminarse sin que dejáramos de amar esa obra.
Este es el punto donde acierta César Aira, amamos tal o cual obra no a pesar de un resto que se nos escapa, sino precisamente porque ese resto se nos escapa, queda en la nebulosa, inexplicado, inaudito.
Repongo una escena memorable de la mejor película italiana de la historia (para mí), Amarcord. Un grupo de personas se adentra al mar para ver de cerca la navegación del monumental transatlántico Rex, entre ellos, un músico ciego. La expectativa es enorme. Tensión. Bruma, neblina, oscuridad. Cuando el barco entra, lentamente, en el campo visual de los espectadores, todos quedan absortos frente a su magnificencia, salvo el ciego, que, ante las muestras de asombro, pregunta “¿y cómo es?, ¿y cómo es?, ¿y cómo es?”. Con Fellini soñamos despiertos, y los sueños, desde Freud, son susceptibles de narración, aunque su lógica precisa resulta inexplicable, en todo caso, se vuelven síntomas.
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En la Grecia antigua el pedagogo era el encargado de llevar de la mano a los niños. Era un guía, un tutor. Pedagogizar la sociedad, en este sentido, significa infantilizarla, incluirla en un proceso de educación continua que fomenta la institución explicadora. La pedagogización, en tanto procura liberar al sujeto de los problemas implicados en la comprensión, suprime el conflicto, busca la adaptación del otro, su domesticación. Mi hipótesis es tajante (la he trabajado en otros ensayos): estamos frente a la inversión del famoso lema kantiano, el retorno a la minoría de edad.
Es irónico y verificable. A mayor formación, mayor dependencia, paternalismo, sobreprotección, cuando en apariencia los proyectos pedagógicos aspiran a la autonomía. Función privilegiada de los departamentos de educación de los museos, formar un espectador autónomo. Esto, bajo el supuesto de que la información nos permite decidir mejor, nos permite un acercamiento integral a las obras.
Yo no estoy diciendo, ni quiero decir, que las obras hablen por sí mismas. Es imprescindible contar con un panorama del artista, los trabajos anteriores, las búsquedas conceptuales, pero existe un impacto estético de la obra que nunca podrá reducirse a la mera información. Tampoco niego el rol del maestro, pero un maestro de verdad señala, indica, insinúa, alude, por eso cuando tenemos la fortuna de conocer a uno, nos da la impresión de que en verdad no hemos aprendido nada, si con aprender nos referimos a la mera obtención de conocimientos. Del maestro recordamos el cómo, no el qué, su estilo, su forma de desplegar los temas. Arriesgo: creo que solo hay transferencia pedagógica si ninguno de los agentes implicados en la relación tiene como objetivo primordial provocar la transferencia.
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La comprensión, en general, está sobrevalorada. Además, ¿por qué concebirla como una acción inmediata? La comprensión requiere tiempo, demora, trajín, trabajo, olvido. Por otro lado, ¿qué significa no entender? No entender es una instancia inherente al saber, no su opuesto. Y tampoco es un momento de una progresión teleológica, primero no entiendo, luego entiendo. Puede suceder lo contrario. Creer que entiendo y posteriormente advertir (o habitar) el vacío.
Aquí se visualiza la filiación entre el régimen de la transparencia y la pedagogía. La pedagogía aspira a la fluidez, conspira contra el retardo; se explica para sortear obstáculos, omitiendo el detalle de que los obstáculos son la condición misma del saber, su condición de posibilidad.
Repito una anécdota fantástica de Alberto Greco. A su regreso de Japón, la tía de Greco le trajo de regalo a Albertito, un ave (la memoria adulta nombra faisán). Al comienzo, la relación era distante, incluso tensa, pero a medida que adquirieron confianza, las cosas empezaron a relajarse. Greco, lo sospecha el lector, fue un niño travieso. Es así que tratando de jugarle una broma al pobre animal, el niño rodó por la escalera y como consecuencia del golpe o del susto perdió el habla. Meses afásico y en reposo estuvo Greco, a quien su hermano mayor bautizó “el mudito”. Cuenta Greco: “Pintaba todo el tiempo con los dedos. Eran manchas muy raras. Jorge Julio [el hermano mayor] insistía que yo le explicara el sentido de esas manchas de colores, qué querían decir, por qué las había hecho. En qué pensaba cuando las estaba haciendo. Quería a toda costa una explicación. Pero yo nunca supe qué responderle, deseando continuar mudo toda mi vida para no tener que dar explicaciones nunca. Y también sordo, para no oírlas”.
Greco lo intuye: la pedagogía, incluso las más democráticas, al explicar, secuestra el deseo. Lo aniquila.
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Quizás mi hipótesis tenga por mero objetivo justificar una cuestión personal: el shock recibido en diciembre del 2012 cuando en el MALBA vi la obra de Tracey Emin Why I didn´t become a dancer? Recuerdo estar frente al video pensando, ¿qué es esto?, ¿esto es arte?, ¿está permitido? Luego de aquella oportunidad lo he visto decenas de veces, y jamás logro agotar el sentido del video, ni logro explicarme de dónde surge la irreprimible atracción: ¿la música del final?, ¿el acento británico de Tracey?, ¿la enumeración de nombres (Shane, Eddy, Tony, Doug, Richard)?, ¿el amarronado de las imágenes?, ¿la nostalgia por lo no vivido?, ¿el SLAG, SLAG, SLAG?, ¿la decadencia inglesa?; aún no lo sé, y cada vez que miro el video sumo capas de fascinación.
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Explicar, en algún punto, significa erradicar el misterio, “lo indecible del arte” como escribía Jorge Gumier Maier en su manifiesto “Abajo el trabajo”. Vivimos en una época de reducción, achicamiento, ajuste, austeridad (en el medio de una inflación galopante, económica y pedagógica). En un período tan difícil para enarbolar las banderas de la épica (le robo la expresión al artista Aníbal Buede), propongo ir a contrapelo del orden y darnos el lujo de la opacidad, darnos el lujo de quedar a merced de la obra.
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