Medio siglo de “The Dark Side Of The Moon”, el mago de Oz en el Valle de la Luna

El disco más popular de la banda británica, publicado el 1 de marzo de 1973, reúne una serie inolvidable de canciones y simbolismos que lo convierten en un hito cultural del siglo XX

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Dark Side of the Moon
Dark Side of the Moon marcó el debut de Roger Waters como compositor

Es el disco de los mitos. El disco del Valle de la Luna y las pirámides de Egipto. El disco que suena en sincro con la película de Judy Garland y el mago de Oz. Es el disco de los saberes enciclopédicos, el de los nombres como Gerry O’Driscoll, Alan Parsons, Clara Torry, Roger Manifold, Paul McCartney, Peter Watts. Es el disco que se llama disco; ni cassette ni cd: disco. “¿Tenés el disco del lado oscuro de la luna?”. Es el disco que se escucha entero, de punta a punta, de latido a latido. Sístole diástole sístole diástole respirá. Los que toman lo ponen y se sirven una copa, los que fuman prenden un cigarrillo, los que ni uno ni otro cierran los ojos. Es el disco de la luz que se faceta en seis colores, el de la tapa que está en miles de remeras. Es el disco de las monedas infinitas. Es un viaje, una huida, una advertencia, un despertador, un eclipse. Es el disco de todo lo que se mendiga, lo que se pide prestado y lo que se roba. Es el disco de la risa de loco, el disco que cuando lo escuchás —si escuchás este susurro— estás muriendo.

El 1 de marzo de 1973 —se cumple medio siglo— salió en Estados Unidos el octavo disco de Pink Floyd y el rock empezó a dar los últimos pasos hacia su clausura definitiva. Duró un tiempo más, quizá hasta 1997, hasta que Radiohead sacó Ok Computer, quizá llegó hasta la primera década del nuevo siglo, pero vistos en retrospectiva, los años 70 fueron los años de la experimentación, el quiebre, el descubrimiento, el brillo histérico, la promesa de la juventud eterna.

No quiero glorificar la nostalgia. Aún cuando no me gusta o no entiendo lo que escuchan mis hijos, con esos cantantes que parecen equivocar sistemáticamente las vocales, no creo que mi música sea mejor que la de ellos. En todo caso mi música me hablaba a mí y todavía me sigue hablando. Y ellos ya tendrán que ver cómo tramitan el salto generacional cuando sean padres. Pero: El lado oscuro de la luna, qué discazo. Breath, Time, The great gig in the sky, Money, Us and Them. No me parece una imprecisión o una hipérbole calificarlo de perfecto.

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Pink Floyd circa 1973: de
Pink Floyd circa 1973: de izquierda a derecha, Rick Wright, Dave Gilmour, Nick Mason y Roger Waters (Foto: Michael Ochs Archives/Getty Images)

Una vez, le preguntaron a James Joyce cuál había sido para él el hecho más relevante del siglo XX. Eran los años 20, ya había pasado las grandes migraciones europeas, ya había sucedido la primera guerra y la revolución rusa. Y él dijo: “La publicación del Ulises, por supuesto”. ¿Qué fue más crucial para la humanidad: llegar a la luna o ver su lado oscuro?

Hay un libro buenísimo sobre Pink Floyd, que se llama Rojo Floyd. Lo escribió un poeta y filólogo italiano, Michele Mari, y salió hace exactamente diez años por La Bestia Equilátera. Lo sobresaliente de la novela es que cuenta la historia de la banda sin tratar de esclarecer los misterios que encierra. Yo creo que esa es la mejor manera de estar en el mundo: con la certeza de que es mejor que haya algo que se escape. En ese libro hay algo curioso: un testimonio ficticio pero verosímil de David Gilmour. Dice que el mejor álbum del grupo es Wish you were here, aunque imagina que Roger Waters va a elegir The Wall. Son dos montañas muy altas, pero yo no tengo dudas de que el mejor y el más icónico es El lado oscuro de la luna. Para empezar, es el único que nombramos en español —lo mismo que se hace en otros países, en otros idiomas— y nombrar algo es una forma de apropiárselo. El disco es tan genial que hasta la versión reggae The dub side of the moon es monstruosamente buena.

El lado oscuro de la luna vendió cincuenta millones de copias, estuvo más de diez años entre los cien discos más vendidos, es parte de la historia. En 1993, Pink Floyd sin Waters dio un concierto por los veinte años del disco, que se llamó Pulse. El cd era una caja doble con un led rojo que titilaba. Me encantaba ese disco y me encanta ese led. Me encantaba mirarlo en el silencio de la noche. Durante años le cambié las pilas; llevaba dos. El triángulo original de la tapa acá se había convertido en un círculo que era como un ojo negro a punto de tener un eclipse. Floyd siempre tuvo el mejor arte de tapa.

David Gilmour y Roger Waters,
David Gilmour y Roger Waters, el motor creativo de Pink Floyd (Foto: Crollalanza/Shutterstock)

Lo paradójico de aquel concierto y de los que dio Waters sin Pink Floyd en 2007 cuando vino por primera vez a la Argentina es que se esforzaban por respetar casi textualmente el disco. Sin nuevos solos, sin experimentaciones, sin improvisaciones. De a poco el disco se convirtió en un monumento, y los conciertos en rituales. No sé si es algo malo, pero puestos a elegir creo que no es bueno.

Y, sin embargo, El lado oscuro de la luna se impone por sobre sus creadores. Cuando suenan las canciones en una FM que hace de la nostalgia un culto parecen fuera de lugar. Están demasiado vivas. Son las canciones que nos daban alas y la fuerza para agitarlas.

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