Alphonse de Lamartine, luces y sombras del primer romántico francés

Un “vidente” para Arthur Rimbaud, un “espíritu eunuco” para Gustave Flaubert, este poeta fallecido un día como hoy de 1869 tuvo también una influyente vida política en la Francia de las revoluciones

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Detalle del retrato de Lamartine en 1831 pintado por François Gérard
Detalle del retrato de Lamartine en 1831 pintado por François Gérard

Hay un poema de Alphonse de Lamartine que describe la “calma que anuncia una paz que no acaba”. Ese fervor juvenil que lo agita, que lo angustia, que lo excita, ese fervor juvenil que, en definitiva, lo aburre, con el tiempo se irá volviendo cada vez más poderoso. Si la excesiva calma durante la juventud es una quietud paralizante y en la adultez es la certeza de que nada ha cambiado, ¿acaso esa calma, esa excesiva calma, no es, en el fondo, la muerte? Algo de eso se juega en los poemas de Lamartine, un hombre que supo navegar los ríos inciertos de la literatura —para muchos, el primer romántico francés—, pero también en su vida política. ¿Qué lugar le dio la historia, con sus luces y sus sombras, con sus contradicciones, a este hombre parido por la Francia de las revoluciones?

Nos observa un “dios inactivo”

Lamartine nació en ese preciso momento en que “Europa se acostó absolutista y neoclásica y se levantó demócrata y romántica”, como dice un viejo dicho popular que refiere al período que va de 1770 a 1800: primera revolución industrial, revolución francesa, independencia estadounidense. Pero también innovaciones tecnológicas —barco a vapor, máquina de coser, estufa a gas, primera vacuna— y la cumbre de un nuevo paradigma cultural: la Ilustración. Durante el Siglo de las Luces, como se llamó al XVIII, hubo una fuerte crítica a la fe como explicación del mundo. Desde entonces, se tejió la inquietante idea de que la razón era el lente por el cual indagar, recorrer y develar todo lo que nos rodea. Es el momento en que Dios sale del centro y entra el ser humano: la humanidad.

Dicen que fue en 1750 en la Sorbona que Turgot, con 23 años, pronunció un discurso entusiasta y, desde entonces, se populariza una nueva idea de progreso: “Los fenómenos de la naturaleza, sometidos a leyes constantes, están encerrados en un círculo de revoluciones siempre iguales (...) La sucesión de los hombres, al contrario, ofrece de siglo en siglo un espectáculo siempre variado (...) La masa total del género humano, con alternativas de calma y agitación, de bienes y males, marcha siempre –aunque a paso lento– hacia una perfección mayor”. La Ilustración llega con la idea de que el futuro, a fuerza de razonamiento, se puede forjar mejor. Proliferan las fábricas y las ciudades se densan pero también, como escribió Francisco de Goya, “el sueño de la razón produce monstruos”.

Retrato de Lamartine par Théodore Chassériau
Retrato de Lamartine par Théodore Chassériau

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En esa marea burbujeante es que surge un movimiento artístico que se permite mirar hacia atrás; no al pasado inmediato, sino a uno más lejano, casi ancestral. No se trataba de negar la democracia burguesa naciente, de hecho la mayoría de los artistas románticos estaban comprometidos con aquella causa. Por definición, el romanticismo —el primer movimiento cultural que cubrió toda Europa— es una reacción a la Ilustración: esquivar lo didáctico y apostar al lirismo dramático. Una reivindicación de lo particular frente a lo colectivo. Es un regreso a la poesía estricta, pero sobre todo a lo pasional. Es, además, una vuelta a la autorreferencia, a la primera persona poética, al yo: un espacio que los jóvenes poetas conflictuados siempre saben aprovechar.

El primer libro que publicó Lamartine fue una colección de 24 poemas titulada Meditaciones poéticas. Fue en 1820, se imprimieron 500 ejemplares; tenía treinta años. “Así, siempre empujados hacia nuevas riberas, / arrastrados sin retorno a través de la noche eterna, / ¿no podremos jamás en el océano del tiempo / echar ancla alguna vez?”, se pregunta en el poema “El lago”. Y en “El otoño: “¿Puede ser que quedara aún, en el fondo de esa copa / de la que he bebido la vida, una gota de miel? / ¿Puede ser que el futuro aún me reservara / algo de alegría, cuya esperanza he perdido? / ¿Puede ser que, en la multitud, un alma que ignoro / hubiera comprendido a mi alma y me hubiera respondido?” Frente a la celebración de un porvenir lleno de “progreso”, desesperanza íntima y personal.

Para Marius-François Guyard, “la colección más elaborada de Lamartine” es Armonías poéticas y religiosas, que se publicó diez años después, en 1830. Para entonces ya tiene cuarenta años, trabajó en las embajada francesas de Nápoles y de Florencia, y acaba de ser elegido miembro de la Academia francesa. Se casó con la pintora Mary Ann Elisa Birch. Tuvo un hijo varón que murió al año, en 1823, de fiebre. Tuvo una hija que moriría a los diez en un viaje a Medio Oriente, en 1832. En ese momento comienza a inclinarse por el deísmo, una postura que asegura la existencia de dios pero no desde una fuente divina, sino mediante la lógica. Un “dios inactivo” que creó el mundo y luego se retiró. La pasión, en Lamartine, jamás se divorcia de la razón. Quizás eso se vuelva un problema.

Vidente y eunuco

Para Arthur Rimbaud, que nació cuando Lamartine ya se había retirado de la política, lo que veía en este poeta francés, ya con más distancia, ya con más perspectiva, era un vidente. En una larga carta a Paul Demeny donde mezcla prosa y verso, fechada el 15 de Mayo de 1871 —Lamartine había muerto hacía dos años—, dice que “los primeros románticos fueron videntes sin percatarse bien de ello: el cultivo de sus almas se inició en los accidentes: locomotoras abandonadas, pero ardorosas, que durante algún tiempo se acoplan a los carriles”. Luego dice, dentro de una enumeración de autores que incluye nombres como Victor Hugo, que “Lamartine es a veces vidente, pero lo estrangula la forma vieja”. ¿A qué se refería exactamente?

“Lamartine se muere, dicen. No lo lloro”. Ahora el que escribe es Gustave Flaubert. No es algo público. Fue una carta a Louise Colet del 6 de abril de 1853: “Ninguna simpatía tengo por este escritor sin ritmo, por este estadista sin iniciativa. A él es a quien debemos todas las azuladas ñoñeces del lirismo consuntivo, y a quien debemos agradecerle el Imperio, hombre que acude a los mediocres y gusta de ellos”. Para Flaubert —en ese entonces no había escrito ninguna de sus grandes obras—, Lamartine era un mal escritor, pero también un pésimo político. Flaubert consideraba a los partidos como “falsos pueriles” y “empleados de lo efímero”, y odiaba (sic) la democracia “(por lo menos tal como la entienden en Francia)” y Lamartine representaba exactamente eso.

“Episodio de la revolución de 1848: Lamartine haciendo retroceder la bandera roja en el Hôtel de Ville, el 25 de febrero de 1848″ (1848) de Félix Philippoteaux
“Episodio de la revolución de 1848: Lamartine haciendo retroceder la bandera roja en el Hôtel de Ville, el 25 de febrero de 1848″ (1848) de Félix Philippoteaux

Pero acá la crítica —excesiva, desde luego, pero avalada por la intimidad de ser mera correspondencia con su amante— apunta con dureza a su narrativa. Incluso a la política de su narrativa: su forma de entender la literatura. “No quedarán de Lamartine sino medio volumen de obras destacadas. Tiene espíritu de eunuco, le faltan huevos, en su vida no ha meado otra cosa que agua cristalina”, escribe. También, en esa misma carta, habla de Graziella, su novela de 1852 que narra la historia de un joven francés que se enamora de la nieta de un pescador durante un viaje a Nápoles: “Es una obra mediocre, aunque lo mejor que ha hecho Lamartine en prosa. Hay bonitos detalles… dos o tres bellas comparaciones de la naturaleza: eso es todo”.

Y luego sigue: “Para hablar claro, ¿la coge o no la coge? No son seres humanos, sino maniquíes. ¡Qué hermosas son estas historias de amor, donde lo principal está tan envuelto en misterio que uno no sabe qué creer! (...) ¡He aquí un tipo que vive continuamente con una mujer que lo ama, que él ama, y nunca hay un deseo! ¡Ni una nube impura oscurece este lago azulado! ¡Oh, hipócrita! Si hubiera contado la historia real, ¡qué hermosa hubiera sido! Pero la verdad exige machos más peludos que Lamartine. De hecho, es más fácil dibujar un ángel que una mujer (...) Pero no, hay que hacer lo convencional, lo falso. Las damas deben leerte”. Para el crítico estadounidense Charles Henry Conrad Wright, es una de las tres grandes novelas “emocionalistas” de Francia.

La trampa pacifista

Vegetariano, opositor a la pena de muerte y abolicionista —en 1834 fundó la Sociedad Francesa para la Abolición de la Esclavitud—, fue diputado durante siete años. Mientras tanto, escribió una obra de ocho volúmenes, Historia de los girondinos, que se publicó finalmente en 1847 y fue muy leído en su tiempo. Al año siguiente estalló una gran insurrección popular que obligó al rey Luis Felipe I a abdicar y dio paso a la Segunda República Francesa. Junto a la bandera tricolor, los revolucionarios colgaron en el Ayuntamiento de París la roja. Lamartine, que entonces era ministro de la República, dio un encendido discurso “con una elocuencia no exenta de demagogia”, según el investigador Vladimir López Alcañiz y que el pintor Henri Philippoteaux inmortalizó en una pintura.

Daguerrotipo de Alphonse de Lamartine, 1865
Daguerrotipo de Alphonse de Lamartine, 1865

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Dijo entonces Lamartine: “Ordenar que un gobierno enarbole como signo de concordia el estandarte del combate a muerte entre los ciudadanos de una misma patria, esa bandera roja que ha podido elevarse, cuando la sangre se derramaba, como un espantajo contra los enemigos, esa bandera que debe abatirse cuando el combate termina, en signo de reconciliación y de paz”. Karl Marx le dedicó algunos párrafos en Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850. Escribió que Lamartine, “portavoz de la revolución de febrero, pertenecía, tanto por su posición como por sus ideas, a la burguesía”. Es que el francés consideraba que usar esa bandera era una “usurpación”, es por eso que Marx dice: “La burguesía sólo consiente al proletariado una usurpación: la de la lucha”.

Ya lo había anticipado uno de los dirigentes revolucionarios de entonces, Auguste Blanqui: “Si esa bandera cae [la roja], la República no tardará en seguirla”. Dicho y hecho. Todo concluiría en una gran derrota. Marx la definió en estos términos: ”La república de febrero había sido conquistada por los obreros con la ayuda pasiva de la burguesía. Los proletarios se consideraban con razón como los vencedores de febrero y formulaban las exigencias arrogantes del vencedor. Había que vencerlos en la calle, había que demostrarles que tan pronto como luchaban no con la burguesía, sino contra ella, salían derrotados”. Fueron, dice, “las concesiones al socialismo” que hicieron que “la república burguesa saliese consagrada oficialmente como régimen imperante”.

Lamartine era un demócrata, un progresista, un pacifista. Creía en el liberalismo, en el orden burgués y en la propiedad privada. Se presentó en las elecciones presidenciales del 10 de diciembre de 1848 como candidato liberal. La victoria de Louis-Napoleón Bonaparte fue arrolladora: 74.33% de los votos. Lamartine sacó el 0,26% y decidió que era hora de retirarse de la política y dedicarse a la literatura. Poco a poco, despacio, se fue apagando en el olvido. Vendió sus propiedades para sobrevivir y no tuvo más opción que aceptar la ayuda del Segundo Imperio Francés: un chalet en la zona del Bosque de Boulogne, París. Los últimos dos años los pasó inmóvil —sufrió un derrame cerebral— hasta que, sí, finalmente, definitivamente, el 28 de febrero de 1869, murió.

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