El frío de febrero macera con su gris pegajoso los monumentos a Washington y a Lincoln en la explanada del National Mall. A un costado de allí, sobre la avenida Pensilvania, la fachada cilíndrica del Museo de Arte Moderno Hirshhorn confirma la sensación de que el clima no podría ser de otra textura. En su sótano, sin embargo, me recibe un estruendo cálido: es el genio creativo de la legendaria Yayio Kusama, algunos de cuyos trabajos icónicos se muestran en la exhibición Uno con la eternidad.
Tan pronto me adentro al primero de ellos, el cosquilleo helado abandona mis manos. La calabaza gigante frente a la me veo en la primera sala ocupa gran parte de la habitación. El vegetal enorme descansa sobre el piso del mismo tono, naranja, salpimentado de puntos y círculos negros, idénticos el techo.
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Me detengo allí un rato mientras mi mente trata de hacer sentido de lo que veo. Algo en la disposición de las formas, o tal vez la propia figura del vegetal, reta mi concepción del espacio. Es como si me adentrara en un nuevo plano, y de pronto otorgue un carácter humano o vital a la calabaza. ¿De qué estoy hablando? No lo sé.
Miro a mi alrededor. Aquí dentro no es invierno, ni primavera ni verano. Aquí es lo que hace años decidió con su arte –y mente– Yayoi Kusama.
Destellos de luz
La biografía de Kusama no se puede separar de su arte, porque desde niña, con las primeras alucinaciones, aprendió que el universo de dibujar, pintar y crear sería el único sitio para estar a salvo, acaso para trascender el mundo hostil que enfrentan las personas con enfermedades mentales.
Yayoi Kusama nació en 1929 en el rural Matsumoto (Japón), dentro de una familia agrícola próspera. A los 10 años vivió las primeras alucinaciones. En su autobiografía las describe como destellos de luz, auras o densos campos de puntos (polka dots), que se multiplican y la absorben hacia una sensación de “autodestrucción”. En otras ocasiones, las flores le hablaban o patrones de telas cobraban vida ante sus ojos.
La niña Kusama, incomprendida y abusada por lo que su madre consideraba mal comportamiento (tiró sus canvas a la basura repetidas veces e intentó arreglarle matrimonio otras tantas), se volcó al dibujo y a la pintura como una forma de sujetar aquello que ocurría dentro de sí.
Desde entonces, y por nueve décadas, ha hecho de los infinitos polka dots que aparecen en su mente su motivo y su obsesión, es decir, su forma de sanar, su creación.
Decidida a hacer del arte su vida, una joven Kusama encontró en Tokio un espacio más amable, y de hecho logró exhibir en muestras municipales. Pero las reglas del omnipresente patriarcado japonés continuaban sobre ella como un pesado impedimento para desarrollar su carrera. Hasta una tarde, cuando en una librería de usados encontró un libro sobre la pintora Georgia O’Keeffe.
Entre espejos infinitos
En la siguiente sección del Hirshhorn, me veo inmerso en el Cuarto de los Espejos Infinitos, Campo de Falos. Múltiples espejos atomizan todo cuanto se encuentra allí. Es una sensación extraña, mi reflejo repetido sin límites.
Es complejo conectar con lo que veo, que soy yo mismo. Tal vez haya una intención en Kusama para que veamos lo que ella. ¿O será una manera en que el espectador tome control de la obra, como ella de su esquizofrenia?
Es algo poderoso. El piso de la habitación está poblado de tubérculos semejantes a falos de tela roja y blanca, rellenos de algodón, que también se multiplican en los espejos yuxtapuestos.
Espejos Infinitos es una de las experiencias más reconocidas de Kusama. La creó en 1965 cuando el género era apenas utilizado. Por entonces vivía obsesionada con la elaboración de los tubérculos en forma de falos. Ocupaba todo el día cosiéndolos, apenas dormía. Coser fue algo que aprendió cuando de niña fue llevada a trabajar a instalaciones del ejército donde se confeccionaban paracaídas.
En algún momento, exhausta de una labor interminable que le dictaba su mente, concibió el cuarto de espejos como una manera de multiplicar los falos de forma infinita.
La artista ha relatado que cuando niña su madre la obligaba a espiar los adulterios de su padre. Allí su miedo y aversión al sexo, que enfrentó después con la figura de los falos.
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Claroscuros en Nueva York
Kusama inició correspondencia con O’Keeffe. Le indagaba, sobre todo, por respuestas a sus dudas sobre cómo hacer vida del arte. La pintora estadounidense, entonces una de las principales referentes, le advirtió de las dificultades, pero sin dejar de animarle a perseguir su propósito. Era la motivación que necesitaba.
Tras una breve estancia en Seattle, Kusama llegó a Nueva York en 1957, a los 28 años. “Fui a la parte superior del Empire State Building. Al ver esta gran ciudad, me prometí que algún día conquistaría Nueva York y me haría un nombre en el mundo con mi pasión por las artes y las montañas de energía creativa almacenadas dentro de mí. En Nueva York me dediqué a mi trabajo”.
En un diminuto apartamento y con apenas dinero para subsistir, Kusama se empleó a fondo en su arte. Aún sin ser publicada ni exhibida, no dejó de trabajar, al punto que en un momento de extenuación hubo de ser llevada con urgencia al hospital.
Su primera muestra la hizo en 1959, en una pequeña galería creada por artistas. Vendió una pieza por 200 dólares. Pronto conocería lo que el mundo neoyorkino del arte tendría para artista, inmigrante y asiática.
En 1962 comenzó a exhibir esculturas blandas (muebles, sillones, tablas de planchar) cubiertas de formas fálicas cosidas a mano. Nadie había hecho algo igual antes en Nueva York. Pero solo meses después, el artista Claes Oldenburg debutó con esculturas blandas. Kusama se sintió robada.
El siguiente año, la artista logró presentar en la Galería Gertrude Stein su primera instalación titulada Agregación: Salón de los Mil Barcos. En ella decoró un bote con figuras fálicas rellena de algodón, y cubrió el espacio alrededor de un wallpaper con la imagen del mismo bote.
Andy Warhol, entonces la referencia del expresionismo y a quien Kusama consideraba su amigo, se acercó a la exhibición. “¿Qué es esto Yayoi? ¡Es fantástico!”, dijo, según Kusama recuerda en su autobiografía. Algún tiempo después, Warhol cubrió los pisos y techos de la prestigiosa Gallería Castelli con un wallpaper repetitivo con figuras de vaca.
En 1965, tras presentar su primer Cuarto de Espejos en la pequeña Galería Castellane, Kusama vio cómo otro creador, Lucas Samaras exhibía meses después un cuarto de espejos en la prestigiosa Galería Pace, un sitio inalcanzable para ella.
Kusama no lo soportó e intentó suicidarse lanzándose por una ventana. Sobrevivió al caer sobre una bicicleta. Tras salir del hospital, tapió las ventanas de su apartamento en Greenwich Village para que nadie le robara las ideas. Regresó a Tokio en 1973.
Sus vivencias en Nueva York le marcaron, pero sobre todo le confirmaron que el camino que de niña visualizó hacia una vida en el arte era posible. Antes debía enfrentar de modo distinto su enfermedad mental. Por ello, en 1977, se recluyó voluntariamente en el Hospital Psiquiátrico Seiwa, donde ha vivido desde entonces.
Renacer
Algunos días después de visitar la muestra de Kusama en el Hirshhorn volví a cruzarme con su arte, esta vez, en un lugar inesperado: la vitrina de la tienda Louis Vuitton dentro de un centro comercial en Alexandría, Virginia.
En una muestra de su celebridad actual, desde este mes de enero, el talento de Kusama ha tomado los escaparates de la casa Vuitton. En las tiendas de la marca francesa y en sus activos digitales se exhiben enormes fotografías de las supermodelos Gisele Bündchen, Devon Aoki y Bella Hadid con prendas elaboradas a partir de los colores y polka dots que son la seña de Kusama.
Este celebridad, no obstante, le llegó mucho después de sus días en Nueva York. De hecho, tras regresar a Japón, su obra y su persona cayeron en un olvido de décadas.
No fue hasta finales de los 80 y principios de los 90 cuando algunas retrospectivas organizadas en Nueva York relanzaron la carrera de Kusama. En 1993 representó a Japón en la Bienal de Venecia (donde había sido expulsada en los 70), y cinco años después debutó en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA).
Desde entonces Kusama, que sigue trabajando hoy a sus 94 años, ha intervenido numerosas marcas, y ha cruzado su arte con manifestaciones múltiples. Es tal vez la artista más reconocida internacionalmente en la actualidad.
Pero la explosión de energía que miro en la vitrina, perfecta para los tiempos de selfie que transcurren, puede escondernos lo que para mí es el principal significado de Yayoi Kusama: el de una artista incansable que se sobrepuso al peor de los inviernos, el que emana de uno mismo, y cuyo camino nos invita a repensar la manera como vemos las enfermedades mentales y a quienes las padecen.
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