Él no hablaba en tanto ciudadano:
fue i-legal, extra-legal, diferente, no-ciudadano.
Pero un compañero.
(Un amigo estrecho, en el entierro de PPP)
En una entrevista a propósito de su filme Blow Up, Michelangelo Antonioni pronuncia sin más comentario una frase enigmática: “El viento es muy fotogénico”. Pero ¿cómo podría ser fotogénico el viento, invisible por esencia?
Casi simultáneamente, Pier Paolo Pasolini pergeña su célebre metáfora de las luciérnagas, esas lucciole que, como dice Didi-Huberman, “tratan de escapar como pueden a la amenaza, a la condena que sacude ahora su existencia”. En efecto, también ellas, en su titileo débil, han sido invisibilizadas por los reflectores deslumbrantes de la modernización neocapitalista (la expresión es del propio Pasolini).
Que dos cineastas quieran recuperar la presencia de lo invisible puede ser pensado como una paradoja o quizá como el recurso poético para dar cuenta de un deseo imposible: el de darle visibilidad a aquello que constitutivamente no puede tenerla.
O tal vez el recurso sea más sutil, o más complejo, de lo que aparece en una primera lectura. Tal vez lo que se nos está diciendo no sea tanto del orden de la metáfora como de los efectos por así decir “metonímicos”: después de todo, el viento puede ser en sí mismo invisible, pero no lo son las hojas de los árboles que, en la célebre escena de Blow Up en la que el protagonista busca qué fotografiar en el parque, se agitan empujadas por ese soplo invisible, y por cierto tienen una ominosa presencia; por otra parte, es posible que las luciérnagas se hayan vuelto invisibles, aplastadas por la luz enceguecedora, pero quizá podamos alcanzar a atisbar su titileo si descentramos el enfoque, si reducimos todo lo posible el deslumbramiento de los grandes focos mediante el truco de mirar de costado, al sesgo, haciendo que la perspectiva sea la del margen, la del “fuera de foco” o del “fuera de campo”, como dicen los cineastas. O la de ese plano subjetivo indirecto que teoriza y practica Pasolini como trasposición fílmica del discurso indirecto libre que usan algunos narradores y muchos poetas para ya no descentrar sino ex-centrar el punto de vista naturalizado a partir del Renacimiento.
En suma: lo que se nos sugiere es una estrategia de lo indirecto, de lo oblicuo, de lo marginal, que permita percibir los efectos desplazados de esa ausencia de lo invisible, de lo diminuto, de la fragilidad titilante a punto de desaparecer y por lo tanto en permanente estado de emergencia, o de excepción, como habría dicho Benjamin.
Pasolini, en cierto modo, siempre había practicado esa estrategia –con mayor o menor grado de conciencia– en lo que podríamos llamar su narrativa y, sobre todo, en su poesía pre-cinematográfica: el mal llamado “dialecto” friulano (mal llamado, digo, porque no se ve por qué, a lo que los hombres y mujeres realmente hablan y que por lo tanto conforma su existencia, su “ser en el mundo”, se le debería retirar la dignidad de ser una lengua), el mal llamado dialecto friulano, entonces, o la jerga de los borgate de las miserables periferias urbanas, ocupa ese lugar del viento ausente a la mirada o de las luciérnagas apenas perceptibles pero que producen efectos materiales que pueden hacerse vistos y oídos, aunque fuera en el instante fulgurante de su destrucción.
Sin abandonar la poesía y la narrativa –al contrario, sumándole el ensayo teórico y la intervención crítica–, Pasolini afirma que es conducido al cine “por amor a la realidad”. Ya no le bastan por sí mismas las palabras que le habían inculcado ese amor; quiere que el viento, las luciérnagas, el “dialecto” y los borgate sean algo más que la singularidad de esos “acentos sociales” marginados o aplastados pugnando por hacerse oír, como lo habría dicho Bajtín. Quiere que sean también carne visible, palabra sonora, viento pesado, objetos parlantes, naturaleza existente: un visual “retorno de lo reprimido” de los márgenes destrozados por la centralidad que no vacila en llamar “genocida” del neocapitalismo en marcha triunfal. Quiere hacer titilar ante la mirada lo que denominará, con reivindicativa provocación, la “barbarie” o la “prehistoria”, cuya espontaneidad caótica, cuya riqueza diversa y compleja, está siendo enterrada por la lengua plana y homogeneizante de la tecnocracia administrada del capital.
No se trata en él, entiéndase bien, de ninguna nostalgia “rousseauniana” por la inocencia perdida en algún mítico “estado de Naturaleza” y que Pasolini sabe, lúcidamente, que es irrecuperable y que en verdad jamás existió –aunque haya jugado a “recuperarla”, manifiestamente en la Trilogia della Vita–. No. Se trata, en todo caso, de registrar la tragedia cultural que está ocurriendo ante nuestros ojos inadvertidos o indiferentes. De hacer visible la tensión desgarradora que está aplastando esos jirones de “pre-historia”. De recuperar esas ruinas para hacer titilar todavía a las luciérnagas. O, más radicalmente, “hacerlas relampaguear en este instante de peligro”, como definía Benjamin a la verdadera historia, que no es la historia del “progreso” de los vencedores, sino la de ese permanente estado de emergencia que es la historia del “Otro”, la de los vencidos. “Luciérnaga”, en italiano, se dice lucciola; pero esta es asimismo, sintomáticamente, una palabra vulgar para “prostituta”; no es solo que las luciérnagas, con su sutil titilar, se han vuelto invisibles en el baño de luz incandescente, enceguecedor, de la fiesta neocapitalista, sino que han sido prostituidas, “quemadas”, en ese resplandor artificial. Son la metáfora perfecta de ese “Otro” al que habría que devolverle su luz pequeña, sí, pero auténtica y persistente a través de los siglos.
Para hacer eso, y porque Pasolini es un artista, no bastan la denuncia política y la oposición militante (que, de más está decir, él practicó abundante y consistentemente). La propia lógica estructural y la propia textura semiótica, la gramática, la sintaxis, la retórica y la estilística de la poesía, la narrativa y el filme tienen que abrir el espacio para que el Otro pueda “hablar”, o hacerse ver, por sí mismo.
No se trata, claro, simplemente de darle al Otro la palabra o la imagen, en un gesto condescendiente, limosnero, de benevolencia superior, gesto en el fondo tan “clasista”, “colonial” o “imperial” como el del dominador. Al mismo tiempo, tampoco se trata de ocultar que el intelectual o el artista blanco-europeo pertenece (no puede dejar de hacerlo) a la cultura dominante, a la clase o la etnia que mira al Otro desde afuera, y en general desde arriba. Incluso esa misma palabra, “Otro” –si bien la seguimos usando por comodidad– es críticamente interrogable: a fin de cuentas, ¿quién es el Uno a partir del cual hay “otro”? ¿Quién es el igual a partir del cual se define un diferente? ¿No es siempre la cultura dominante la que se da una “otredad” para reafirmar su propia identidad dominadora?
Si el intelectual o el artista crítico quieren ser honestos, entonces, tienen que saber que no pueden ponerse en la piel del Otro, ni deben anular la lengua del Otro traduciéndola a la propia. No queda, pues, otra salida –que, en verdad, es la entrada a un laberinto– que la de trabajar sobre la tensión irreductible que significa ser “el (imposible) Otro del Otro”. El italiano Pasolini conoce, ha leído bien, a su compatriota, el notable antropólogo Ernesto de Martino, quien, acuciado por el mismo dilema, había acuñado el concepto de etnocentrismo crítico, para dar cuenta de ese lugar sin-lugar y no escamotear el hecho irrenunciable de que, mostrando la cultura del Otro, estamos simultáneamente hablando de, y aun celebrando, la nuestra. Que se trata, entonces, de dar cuenta, en la propia trama y textualidad de nuestra obra, de esa contradicción sin síntesis, de esa encrucijada sin salida, de ese lugar imposible, y que sin embargo está ahí. Y no puede ser del todo azaroso el hecho de que la gran obra póstuma de De Martino, prematuramente muerto en 1965, sea un originalísimo análisis crítico de la idea del apocalipsis, desde los mitos y las religiones arcaicas, pasando por el judeocristianismo, hasta el marxismo y la literatura moderna: también él –a través de su trabajo de campo en las misérrimas comunidades agrarias del sur de Italia– parecía estar registrando una suerte de fase terminal en lo que denominaba la crisis de la presencia social.
Pasolini se propone, se arriesga, a practicar ese “etnocentrismo (auto)crítico” en su narrativa, en su poesía, en su cine. Ya apuntamos que en sus primeras poesías utiliza idiosincrásicamente el dialecto campesino del Friuli (donde ha crecido), combinándolo con las inflexiones más exquisitamente intelectuales que ha aprendido en Dante, en Ariosto, en Torquato Tasso o en Leopardi –también, más contemporáneamente, en Ungaretti o Montale–, para mostrar la posibilidad de un dialogismo o una “polifonía” (para decirlo, otra vez, con Bajtin) entre diferentes “niveles” culturales. Al mismo tiempo –porque es un atento lector de cosas como Mímesis de Erich Auerbach– sabe que, aun cuando muy problemática, hay una “realidad” que puede colarse en los intersticios, en las entrelíneas de la novela o la poesía, en los “intervalos” del montaje cinematográfico, y que un autor como el Dante ha sabido trabajar en la cuerda floja de esas mezclas de niveles. En su último texto (publicado póstumamente, tres semanas después de su asesinato), La Divina Mímesis, Pasolini da cuenta de esas extrañas fulguraciones –como de lucciola, diríamos– que había descubierto en su juventud gracias a Auerbach, y con las que Dante ya produce bifurcaciones o ramificaciones (“rizomas”, diría una cierta actualidad deleuziana) en la propia lengua que, en cierto modo, él mismo está inventando: uso de los dialectos, de las jergas, de juegos de palabras más o menos insólitos que reenvían a una oralidad sepultada. Es decir: una otra “lengua de Dante” que desmiente la normalización que de ella ha hecho la historia de la literatura, y que devendrá para el joven Pasolini en un verdadero programa político-intelectual.
Es, sin duda, en ese trayecto, en ese viaje de reconstrucción de su poesía por las imágenes en movimiento, que Pasolini “descubre” lo que en su época se llamaba el tercer mundo, un significante que, partiendo de la mera denotación descriptiva de Bandung, ya había adquirido la connotación resistente o directamente revolucionaria de una barbarie o de una prehistoria, que gritaba su propio “retorno de lo reprimido” desde Argelia o Vietnam, desde Cuba o Palestina. Lo des-cubre, digo, en el sentido estricto de un des-velamiento o un des-ocultamiento, de esos márgenes antes a lo sumo estetizados o exotizados –orientalizados, si se nos permite el préstamo de Saïd– por tanto cine de prosa donde el sol de los reflectores ocultaba la débil intermitencia de las luciérnagas. Y lo des-cubre, también, ante sí mismo. O, con mayor precisión, se des-cubre a sí mismo como habiendo estado siempre poéticamente sumergido en él.
Porque, en efecto, los “dialectos” en vías de desaparición, las borgate derruidas bajo la picota o la aplanadora de la civilización del capital que en su invasión anónima aplasta con su banalidad del mal a los Accatone, todo eso es el tercer mundo dentro de la propia pretensión a la “primeridad” en la Italia pasoliniana del “milagro económico”: es esa subalternidad como punto de fuga del desarrollo capitalista que Pasolini ha leído en los análisis sobre la “cuestión meridional” de Gramsci o en la etnografía crítica de la “tierra del remordimiento” del mencionado Ernesto de Martino. Hay un paso breve y perfectamente lógico desde eso a la destrucción colonial o neocolonial de África o América Latina, como continuidad y contigüidad, alegóricamente materiales del viento y las luciérnagas ocultas en los márgenes.
Esta noción ampliada pero estricta de un tercer mundo tanto externo como interno atraviesa toda la textualidad –literaria y fílmica– de la obra pasoliniana. Lo hace en múltiples dimensiones y registros que en un momento revisaremos brevemente. Me interesa ahora nombrar esa noción de la manera más à la page, más obvia e incluso más vulgar posible: la sempiterna cuestión del “Otro”. Me interesa nombrarla así, pese a toda su obviedad, para sugerir que, precisamente, no hay tal obviedad: que la “cuestión del Otro” no es una solución, es un problema.
Me voy a servir para ello de otro autor, nacido casi una generación antes pero coetáneo de Pasolini y tan obsesionado y comprometido como él con el tercer mundo y la “cuestión del Otro”. Jean Paul Sartre, en un denso opúsculo ya de fines de la década del 40, plantea un dilema aparentemente insoluble, que me permito parafrasear esquemáticamente. Sartre hace, de manera provocativa, una afirmación inquietante: en términos estrictamente lógicos (no éticos, ideológicos o sencillamente humanitarios) es imposible no ser racista. ¿Por qué? Pongámonos en el mejor de los casos: el de un sujeto “progresista”, de mente abierta, enemigo de toda actitud discriminatoria –”políticamente correcto”, diríamos hoy, con esa jerga de organización burocrática de los derechos humanos– que tiene el imperativo ético de ser “tolerante” con la “diferencia” del “otro”. De entrada se le presenta un problema: ¿quién es él para decir que ese “otro” es, efectivamente, un “otro”, un “diferente”? El que se arroga ese derecho, ese poder, ya se coloca, aunque fuera sin quererlo, en una posición de superioridad desde la cual distribuye las “diferencias” y las “alteridades”. Aquel al cual, aunque sea para “tolerarlo”, le he asignado el lugar del “otro”, del “diferente”, tranquilamente podría dar vuelta el razonamiento y decir: “Pero, usted se equivoca: el otro, el diferente, es usted, y no yo”.
El “progresista”, pues, ha actuado con la misma lógica que el racista (aunque, por supuesto, para la víctima de esa lógica no sea lo mismo que lo “toleren” o que, digamos, lo envíen al campo de exterminio): ha elegido un rasgo completamente secundario del “otro”, un detalle casi insignificante, y lo ha elevado a condición ontológica, a estatuto del ser del “otro”, transformándolo en tal “otro”. Por ejemplo: se toma un color de piel y se dice “es negro” (o blanco, para el caso); se toma una pertenencia religiosa y se dice: “es judío” (o cristiano, para el caso); se toma una elección sexual y se dice: “es homosexual” (o “hetero”, para el caso), etcétera. El obligatorio verbo ser figura allí como la marca misma del famoso “totalitarismo de la lengua” barthesiano, cuya dictadura no se ejerce impidiéndome decir algo, sino obligándome a hacerlo. Pero el “otro” es muchas más cosas que negro / judío / homosexual o sus reversos: estas son solamente partes de la totalidad de su ser. Tanto el progresista como el racista, entonces, han cometido una operación fetichista: han hecho una confusión (una con-fusión) entre la parte y el todo, entre lo particular y lo “universal”, entre lo concreto y lo abstracto. Han elevado una figura retórica a constancia del Ser.
Pero agreguemos un dato aparentemente contradictorio. Apenas un año después de escribir esto, Sartre redacta su famoso ensayo Orfeo Negro, a modo de prólogo para la antología de poetas negros compilada por Aimé Césaire y Leopold Senghor, y allí hace una encendida defensa del concepto no solo estético sino político de negritud, en términos que bien pueden ser calificados de “ontológicos”. ¿Borra pues Sartre con el codo lo que ha escrito con la mano? No necesariamente. Por un lado, Sartre ya ha sentado su posición en el escrito anterior: no es posible nunca establecer una diferencia absoluta con lo que llamamos el Otro. Pero, por otro lado, las diferencias, sean “absolutas” o “relativas”, no son un producto de la naturaleza sino de la historia: por lo tanto, de un ejercicio del poder, de una lógica de la dominación. En esas condiciones, al designado como Otro no le queda otra opción que asumir como estandarte orgulloso su impuesta alteridad, con ese gesto que Gayatri Spivak denomina “esencialismo estratégico”. Más importante aún, lo que a Sartre le interesa subrayar es que esos poetas son el signo de una negritud que ya no les habla –o mejor, no les responde– a los blancos; sino que, como él mismo dice, “se hablan entre ellos por encima de nuestras cabezas”. Es decir: han adquirido su voz propia e intransferible, hasta cierto punto intraducible. En palabras de Didi-Huberman, es el pasaje de los “figurantes” a plenas “figuras”.
Es precisamente esto lo que Pasolini quisiera producir con su poesía y con su “cine de poesía”. Me gustaría imaginar que su pregunta es la siguiente: ¿cómo lograr que el Otro –el viento, las luciérnagas, la lengua del borgate, el tercer mundo– se haga escuchar y se haga ver por sí mismo? “Por sí mismo”: vale decir, no solamente porque el escritor o el cineasta le dé la palabra o le otorgue su visibilidad, sino porque genere la posibilidad de que su palabra o su “figura” comparezcan autónomamente en el diálogo conflictivo con la voz y la mirada del autor.
¿Cómo se traslada todo esto a la praxis estética material? En parte, ya lo sabemos: poniendo en práctica lo que en su Empirismo Herético teoriza sobre el llamado discurso indirecto libre (DIL), un dispositivo a medias gramatical, a medias estilístico, que no le presta al Otro su voz fusionada con –y subordinada a– la propia, sino que permite que el discurso del “autor” se vea invadido –es decir, en definitiva, des-autorizado– por los acentos y modalidades del discurso del Otro, generando un quiebre, o mejor un pliegue interno, una suerte de cinta de Moebius, entre las dos voces en el interior del mismo nivel de discurso, de tal manera que el “Uno” y el “Otro” no sean realidades mutuamente externas e incomunicables, ni siquiera nítidamente distinguibles, sino un espacio entrelazado pero “heterotópico” –para recuperar esa expresión de Foucault–.
El DIL es un viejo truco de la literatura. Según los canónicos análisis de Mijail Bajtin, ya lo practicaba esa “literatura carnavalesca” que va de la sátira menipea (el Satyricon de Petronio, tan diestramente traspuesto al cine por Fellini, es un paradigma) a François Rabelais. Son ejemplos de uso del DIL para que la cultura popular –burlándose de los empaques solemnes de la lengua dominante– hable por sí misma entretejida en la propia voz del narrador, creando un contraste, una tensión conflictiva en el interior mismo del discurso (el marxista Bajtin, como es sabido, consideraba la cultura y la misma lengua no como una “superestructura”, sino como un escenario privilegiado de la lucha de clases, dibujada en los propios usos de la lengua). Y allí está, por supuesto, el gran ensayo bajtiniano sobre Dostoievsky, poniendo de manifiesto en sus grandes novelas la posibilidad de una polifonía, o una heteroglosia (la pluralidad enmarañada de diferentes voces y “acentos”), mediante la cual es imposible identificar la “voz” de ninguno de los personajes con la del narrador: no importa cuál fuera la posición ideológica explícita de Dostoievsky, el recurso es rigurosamente democratizador, al sustraer la escritura de toda colonización por parte de una voz única y dominante que impone su propio acento a la realidad. Y allí está también el opus magnum sobre Rabelais y la cultura popular del Renacimiento, donde la risa burlona y estentórea, los excesos corporales de todo tipo, una sexualidad desinhibida y “salvaje” o una vitalidad desatenta a las contenciones de las “buenas costumbres” (todas cosas que obviamente encontramos en el cine de Pasolini) son las marcas de una rebelión objetiva, no necesariamente buscada pero efectiva, contra la cultura dominante (es cierto –y Bajtin no aparece particularmente atento a este problema– que el poder casi siempre es capaz de absorber y neutralizar tales desvíos: Pasolini lo sufriría en carne propia).
Es altamente improbable que Pasolini hubiera leído a Bajtin. No obstante, su obsesión por generar las condiciones para que el Otro pueda articular su propia palabra en los pliegues de la del narrador es radicalmente bajtiniana. Y no ya solamente en tanto herramienta teórico-crítica de análisis, sino como lógica de la propia práctica narrativa, poética y fílmica.
Sabemos también qué recurso hace las veces, en el armazón fílmico, del Discurso Indirecto Libre. Es lo que Pasolini etiqueta como Plano Subjetivo Indirecto (PSI), en el cual, por diferentes estrategias, el ojo de la cámara puede simultáneamente, por ejemplo, ver lo que mira y además, en el mismo espacio, lo que mira un personaje. De modo que nosotros, los espectadores, podemos asimismo aprehender al mismo tiempo esa tensión conflictiva entre ambas miradas superpuestas, bloqueando así una completa identificación entre el narrador y el personaje –como la que opera el plano subjetivo convencional– o entre el ojo de la cámara y el narrador omnisciente de la novela decimonónica –como la que opera el plano americano– y poniendo en escena el continente espaciotemporal en el que realidad y ficción se pisotean mutuamente. El PSI permite, pues, que la mirada del personaje –la mirada de un Otro que generalmente proviene de otra clase social, cultura, etnia, género o época– se incorpore a la del narrador (espacio normalmente ocupado por el objetivo de la cámara recortando su encuadre) y le dispute su campo visual.
Pasolini impugna así de facto, en el mismo ejercicio de su “lengua visiva”, no solamente la pretensión ideológica de la existencia de una mirada homogénea “superior” o “hegemónica”, sino también, al mismo tiempo, la vuelta de tuerca por la cual esa pretensión se oculta a sí misma, escamoteando el proceso de construcción de un “modo de ver” que se presenta como naturalizado, en una convencionalización del estilo que borra las marcas de sus operaciones productoras de una cierta visibilidad para nada natural.
Paradójicamente, entonces, este, el del Pasolini del PSI, es el verdadero realismo: el que incluye la mirada del narrador, del “hombre de la cámara” –ese que necesariamente está incluido de manera física, con su propio cuerpo, aunque no se lo vea, en el espacio encuadrado– junto a la del personaje: haciendo visible, nuevamente, una manipulación de lo real que pertenece a la realidad manipulada. El (mal llamado) “realismo” convencional, por su parte, llama “realidad” a sus propias manipulaciones cuando estas quedan ocultas. El verdadero realismo, en cambio, evidencia esas manipulaciones inevitables –pues en este sentido ¿qué otra cosa es el arte, sino una necesaria manipulación de la realidad para producir otra “realidad”?– para crear, en efecto, el marco dentro del cual lo real pueda hablar por sí mismo.
Pasolini quiere retener ese conflicto, dándole su lugar a ese “Otro” que también es, para el hombre, la realidad, el universo de las cosas. Generar las condiciones para que al menos un fragmento, un trozo, una “ruina” de lo real invada, por así decir, el espacio “normalizado” de/por los signos. Mediante esa invasión, lo real, el propio objeto, desborda al signo y recupera su autonomía (es la “insubordinación de lo concreto contra la tiranía de lo abstracto” de la que alguna vez habló Lukács).
Y es que, en la cultura tecnocrática neocapitalista, los objetos y la naturaleza también forman parte de los “vencidos” de la Historia: reducidos a su mera funcionalidad (a esa pura herramienta a-la-mano sobre la que filosofa Heidegger) o, en todo caso, a su estatuto de fetiche mercantil (en el sentido de Marx), los objetos y la naturaleza tienen un lugar análogo al de los marginales suburbanos, los campesinos pobres, los subproletarios, los pueblos del tercer mundo y, en general, los cuerpos, cuya degradación a mercancía, a puro valor de cambio, está dramáticamente expuesta en Salò. Todos esos “objetos”, así como esas “ruinas” semióticas sometidas al etnocidio –los dialectos, las jergas, los fragmentos en descomposición de las culturas populares y tradicionales– son otros tantos trozos de lo real licuado por la tecnocracia unificadora neocapitalista que para Pasolini es imperioso rescatar, dejar hablar y dar a ver, en toda su dimensión de conflicto con la modernidad.
En algunos de sus filmes, el recurso –trasposición del DIL literario– al Plano Subjetivo Indirecto se sobrepasa a sí mismo, se excede hacia una realidad alegórica del conflicto. El cine de poesía es allí el PSI elevado a la propia estructura del filme. Es, pues, entre otras cosas, la interacción tensa entre imágenes y voces “históricas” y “prehistóricas”, a través de la cual el narrador pugna por hacer consciente para el espectador que él o ella, al igual que el narrador, no es el Otro pero, de todos modos, puede compartir el espacio heterotópico del Otro.
Allí está el infaltable ejemplo de sus Apuntes para una Orestíada Africana. Es un filme muy extraño, un filme “descompuesto”, en parte ficcional, en parte documental, en parte alegoría mítica. Pensado desde el vamos, diríamos hoy, como deconstruible. Por otro lado, en su conjunto, ilustra transparentemente los puntos de vista pasolinianos en materia estética y política: una condensación de la “prehistoria” griega (tal como está evocada en la trilogía trágica de Esquilo) y la “modernidad” africana (la lucha anticolonial de los años 60). Y, dicho sea de paso, si no fuera por el hecho de que es Pasolini el que está haciendo eso, podría sorprendernos que sea Europa la que esté del lado de la “prehistoria”, mientras que es África la que está del lado de la “modernidad”.
Pero, justamente, es Pasolini el que lo hace: el choque de voces y miradas culturales invierte los estereotipos tradicionales del eurocentrismo. Al mismo tiempo, dentro de la extrañeza del filme a la que aludíamos, Pasolini se toma muy en serio aquella presencia de lo real-prehistórico invadiendo la realidad moderna: si Esquilo llama a las Erinias “fuerzas de la naturaleza”, Pasolini las representa como árboles o arbustos, azotadas por el viento invisible de Antonioni; en su “escritura de la realidad”, que es como él define al cine en tanto lenguaje, los “objetos naturales” de la realidad más elemental, en su irreductible singularidad, son –como él lo dice– signos de sí mismos y simultáneamente signos de otra cosa , de otra historia. O de la historia del Otro. Son “el sueño de una cosa” y también la Cosa misma del sueño, en su entera materialidad.
Pero prosigamos. En una de las escenas del filme, el propio Pasolini dialoga con un grupo de estudiantes universitarios africanos (de modo que ahora, en una vuelta de tuerca del Subjetivo Indirecto, ha pasado de narrador a personaje) y festeja, precisamente, la “modernidad” del movimiento de liberación, hasta que uno de los estudiantes refuta su visión unilateral, confrontándolo con la diversidad y complejidad de esos procesos y con la necesidad de comprender la combinación desigual y conflictiva de esa “modernidad” con la tradición mítica tribal todavía viva en los pueblos africanos. Otro estudiante le cuestiona que hable de “África” en general, aplanando la compleja heterogeneidad de sus muchas culturas. Pasolini se da cuenta honestamente de que, contra sus mejores intenciones, él mismo no ha podido evitar caer en la trampa de “hablar por el Otro”.
Entonces, cambia de posición y de estrategia, y ensaya en la propia imagen una importante autocrítica (aunque ella no alcance todavía la potencia trágica de su famosa Abjuración de 1975). Su montaje nos hace pasar a una larga y funcionalmente innecesaria secuencia, donde el Gato Barbieri toca free jazz en el saxo junto a dos cantantes (o recitadores) afroamericanos; un hombre y una mujer, que parecen absortos en una suerte de letanía ritual “prehistórica”–sin que al mismo tiempo deje de recordar a Stockhausen o Luigi Nono o alguna pieza dodecafónica o atonal: nuevamente la prehistoria se articula con la modernidad más vanguardista–. Es decir: porque ahora Pasolini ha retornado detrás de la cámara, a su espacio de narrador miembro de la cultura dominante, abre ese espacio a las voces africana y latinoamericana, para construir una evocación alegórica o una metáfora visual-musical, del triángulo atlántico de la esclavitud africana en América, donde la mirada europea (es decir, la del propio Pasolini) está ciertamente presente, pero no como interferencia u orientación marcada, mucho menos como visión desde arriba. El tercer mundo, además, queda reforzado en su voluntad revolucionaria cuando el propio director afirma que los cantantes afroamericanos simbolizan la situación de los negros en EE.UU. como potencial vanguardia para todo el mundo neocolonial, justamente porque son ese tercer mundo dentro del centro mismo del primer mundo (es, recordemos, la época de los Black Panthers, movimiento al que adhieren una gran cantidad de los músicos de jazz afroamericanos).
Pero no solo eso: su voz en off –desde el espacio del narrador– nos informa que piensa usar esta secuencia, tal como la vemos, para aludir al asesinato de Agamenón por Clitemnestra, que en la obra originaria ocurre tras los muros del palacio, fuera de la vista del espectador. Es decir, por un lado, Pasolini ha comprendido la extrema dificultad de representar a África y, entonces, su trasposición la hace no a través de la acción mimética, sino de ese arte abstracto, o no-figurativo, que es la música. Y, al mismo tiempo, en cierto sentido se toma literalmente en serio las indicaciones escénicas de Esquilo, y no muestra el asesinato… pero lo hace escuchar, por medio de las notas deformadas, verdaderos alaridos de angustia, del saxo del Gato Barbieri.
A todo esto, se sabe, y por supuesto a muchas otras cosas, es a lo que Pasolini, con intencionado desafío, bautizó “cine de poesía” y que no solamente se opone de manera frontal a un cine de prosa en el cual el viento y las luciérnagas –cuando existen– están prostituidos, instrumentalmente subordinados a una mera funcionalidad diegética de la lógica del relato, sino también a un pretendido cine “poético”, donde ocupan el lugar congelado del ornamento estetizante o del exotismo blando y domesticado.
Esto es el “cine de poesía”: el poner en cuestión y no meramente representar el lugar del Otro como Otro, empezando por la propia realidad, lo que se ha llamado la “mímesis maldita”, que es la otra cara de la “divina mímesis” dantesca. Alguien ha dicho que no hay en la historia del cine otro ejemplo de poeta cineasta. La frase, escúchesela, no dice “cineasta poético”. Como ya sugerimos, este último, que abunda por demás en lo que los Cahiers du Cinema llamaban socarronamente “cinéma de qualité”, es justamente el que hace figurar la realidad, incluso la más dura, revistiéndola de formas consensuadamente bellas, donde la materia oscura, desgarrada, violenta, es estrictamente funcional a la belleza de la forma. En otras palabras, la “estetización de lo real” de la que hablaba Benjamin, o la “canallada” del travelling de Kapò de la que hablaba Serge Daney.
El poeta cineasta, por el contrario, está decididamente del lado de la “politización” del arte: si su “poesía” es ríspida, resquebrajada, incluso insoportable (como puede aparecer en El Chiquero o en ese extremo que es Salò, digamos), eso habla de un intenso amor a la realidad, que era aquella motivación que aducía Pasolini para su pasaje de la poesía al cine. Pero es un pasaje, no una renuncia ni una ruptura: es la continuación de la poesía por otros medios. Y es también la demostración de que la poesía, llevada a sus últimas consecuencias, es indefectiblemente política, así como la política en serio, la que importa (que para Pasolini es la de la lucha de clases, de los movimientos de liberación, de la revolución), es sustancialmente poética: no en el sentido melifluo de un sentimentalismo poetizante, sino en el sentido de también tomarse en serio la antigua palabra griega poiesis, que alude a un trabajo de transformación de la realidad que produce una nueva realidad. Y que en esa nueva realidad, tal vez –solo tal vez, porque Pasolini no apuesta ingenuamente al “optimismo de la voluntad”– podamos volver a ver, aunque sea oblicuamente, el viento y las luciérnagas.
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