Hace casi veinte años, César Aira dijo en una entrevista que Ricardo Piglia era más profesor que escritor. Y el autor de Respiración artificial, esa obra maestra que para Aira es una novela menor, en cuanto tuvo una oportunidad, aprovechó para parafrasear a Macedonio sobre Gálvez y sugerir que Aira no existía, que era el pseudónimo con el que firmaba las novelas que le enviaban “los escritores malos de la Argentina”.
En aquel momento yo vivía en Rosario, leía religiosamente todos los suplementos culturales y quedaba de vez en cuando para tomar un café con editoras como Adriana Astutti o periodistas como Osvaldo Aguirre, de modo que seguro que comenté la polémica con otros letraheridos. Me parecía el enésimo ejemplo de la geopolítica de la literatura rioplatense, siempre entre la ironía y el cálculo.
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La sensación era bastante compartida en aquellos años: la polarización entre Piglia y Aira, en la tradición de otro binarismo, el de los escritores de Florida y los de Boedo, y en el contexto del debate sobre cómo y qué escribir después de Borges, era un resto del siglo XX que ya no tenía sentido en el policéntrico XXI. En España ocurría algo parecido con Javier Marías y Antonio Muñoz Molina. La insistencia del periodismo cultural en unas pocas figuras impedía que otras, igual o más interesantes, encontraran lectores. Y, sobre todo, empobrecía la conversación.
El escenario de estrategias confrontadas de la literatura porteña de la segunda mitad del siglo pasado lo describió con mucha inteligencia y mala baba Roberto Bolaño en Derivas de la pesada. Yo tampoco entendí nunca la operación pigliana de elevar a Roberto Arlt al centro del canon, como alternativa a Borges, porque Borges es el centro del sistema solar y no admite un planeta B.
Dice el autor de Los detectives salvajes: “Con esto no quiero decir que Arlt sea un mal escritor, al contrario, es buenísimo, ni tampoco pretendo decir que Piglia lo sea, al contrario. Piglia me parece uno de los mejores narradores actuales de Latinoamérica. Lo que pasa es que se me hace difícil soportar el desvarío —un desvarío gangsteril, de la pesada— que Piglia tiende alrededor de Arlt, probablemente, el único inocente en este asunto”.
Lo que Bolaño denunciaba era algo más profundo, por tanto, algo que iba más allá de obras y poéticas concretas. Estaba señalando cómo la literatura argentina configuró un campo literario basado en las corrientes antagónicas e irreconciliables. En la exclusión. A partir, a menudo, de movimientos más que discutibles.
Fue por eso que, cuando reuní mis ensayos sobre literatura del Cono Sur en un volumen de la editorial Años Luz, lo titulé Geopolíticas. Tal vez debería haber añadido el adjetivo “masculinas”. Porque, en efecto, en aquellos años parecía que no hubiera escritoras en Argentina. Las mejores críticas, las lectoras más dotadas, como Beatriz Sarlo, Josefina Ludmer o Graciela Speranza, también escribían sobre todo acerca de un canon compuesto por escritores. Y el énfasis en las tácticas de relectura y reformulación de la literatura eclipsó por completo otra dimensión tan o más importante y que se ha impuesto finalmente: la de la generosidad, la diversidad, la inclusión.
El reconocimiento internacional que disfrutan en estos momentos autoras como Mariana Enríquez, Samanta Schweblin, Gabriela Cabezón Cámara, Camila Sosa Vilada o Claudia Piñeiro señala un cambio radical en el panorama. Es difícil detectar en sus intervenciones –como en las de Andrés Neuman o las de Pedro Mairal, por citar a otros escritores también muy traducidos y leídos– esos movimientos de imposición de ciertas formas de leer y de ciertas genealogías y tendencias. La nueva temperatura de la conversación, en cambio, que se puede tomar en las redes sociales, es menos polémica que generosa, menos cerrada que abierta.
El periodismo y la academia también se han abierto a esa pluralidad. Leila Guerriero ha perfilado para Babelia, el suplemento cultural de El País, y otros medios tanto a maestros como a contemporáneas (ha reunido sus retratos en libros como Plano americano y ha editado los artículos de Enríquez en el volumen El otro lado). Y las revistas académicas han puesto en valor los estudios sobre poéticas que hasta ahora no habían sido consideradas, como las trans o las feministas.
Ha sido sin duda el vigor del feminismo de los últimos años –alrededor de ese maremoto social y virtual que fue la aprobación de la Ley del Aborto– uno de los factores de ese giro político en el campo literario, en un marco global de interés por las voces literarias de las mujeres.
Pero, en realidad, la generosidad y la cooperación forman parte de la genética de la literatura argentina del siglo pasado con tanta fuerza como las estrategias de relevo generacional o las operaciones de deslegitimación y de nuevos prestigios.
Al menos desde la última dictadura militar, desde la universidad de las catacumbas, los escritores y las escritoras han abierto las puertas de sus casas para impartir talleres de escritura (entre los referentes se encuentran Abelardo Castillo, Liliana Heker, María Negroni, Fabián Casas o muchos de los nombres que ya he citado). Speranza y su marido, Marcelo Cohen, construyeron con la revista Otra Parte una auténtica escuela de lectores sistemáticos. Y Martín Caparrós convoca cada año, con la complicidad de la Fundación Gabo, un taller en que edita libros de cronistas de muchísimos países.
Los mejores escritores han compartido, por tanto, su experiencia, su conocimiento, su artesanía. El propio Piglia impulsó la publicación de las obras de sus contemporáneos en las colecciones que dirigió, guió a centenares de alumnos y protagonizó uno de los momentos estelares de la historia de la televisión cultural, su curso sobre Borges. La solidaridad de Aira con los jóvenes editores de su país es legendaria.
Tal vez habría que cambiar la mirada. Releer la historia de la literatura argentina no en clave de competencia y del arte de la guerra, sino de redes colaborativas, antologías, talleres, lecturas compartidas, agradecimiento, tradiciones complejas.
Hacerlo, en fin, según la moraleja de la historia con la que voy a acabar este artículo. Hace poco una persona, que se encontraba en la deliberación en Bogotá para conceder el Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, me contó que el año en que la gran favorita era Schweblin por Siete casas vacías formaba parte del jurado Hebe Uhart. La veterana escritora argentina dijo, desde el principio, que estaba dispuesta a conversar sobre cualquier otro posible ganador. Pero nunca aceptaría que el premio lo obtuviera ese libro. Se lo conté a Samanta el otro día en Barcelona. Me dijo que le sonaba que ya le habían contado esa anécdota. Que no entiende las razones de esa animadversión (¿tal vez la heredara de alguna de sus maestras?). Pero lo importante no es eso, sino todo lo que ella aprendió leyendo a Uhart. Su deuda. Muy parecida, estoy seguro, a la que sienten los jóvenes escritores y escritoras que han pasado por su taller de Berlín. Su gratitud.
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