La última película de Steven Spielberg, Los Fabelman (2022), explora de forma semi autobiográfica cómo un joven de Arizona descubre su fascinación por el séptimo arte.
Desde finales del siglo XIX hasta nuestros días, no son pocas las películas autobiográficas que se han rodado. Y muchos directores han querido expresar cómo la gran pantalla les ha cambiado la vida. A lo largo de la historia hay numerosos ejemplos, sobre todo en formato documental.
En este momento, el subgénero vive un momento dulce en diversos largometrajes de ficción. Con Los Fabelman, el cineasta de Ohio se suma así a una larga lista de autores que no han resistido la tentación de contarnos qué papel ocupa el cine en sus vidas.
Cámaras de cine y sets de rodaje
El set es el espacio habitual de trabajo de cualquier director de cine. Las luces, los focos, las claquetas y, sobre todo, las cámaras forman parte del día a día de quienes están al frente de una película. El interés de los cineastas por retratar este ambiente se puede estudiar a lo largo de la historia.
Te puede interesar: Spielberg, Iñarritu y los proyectos “imposibles” definen al cine de la pospandemia
Buenas muestras de ello son películas como El cameraman (Edward Sedgwick, Buster Keaton, EE.UU., 1928) o El hombre de la cámara (Dziga Vertov, 1929).
Ambas cintas se centran en esa extraña relación que se da entre la cámara y quien filma a través de ella. A pesar de que sus propósitos son diferentes, tanto Keaton como Vertov parecen querer dar testimonio de cómo el cine, a principios del siglo XX, envolvía todo lo que les rodeaba.
La segunda, además, supone todo un ejercicio de estilo fílmico que a día de hoy le sigue valiendo la admiración de los espectadores actuales. No es casual que sea el único filme mudo que aparece entre las diez mejores películas de la historia del cine en la reciente lista publicada por Sight and Sound.
Otros directores han optado por mostrarnos la influencia que el séptimo arte ha tenido sobre otros. En 1979, el cineasta polaco Krzysztof Kieślowski estrenaba El aficionado, en la que un obrero compra una cámara para grabar a su hija recién nacida pero termina descubriendo el poder del cine como herramienta para el cambio. Cualquier aficionado puede transformar y moldear la vida a su antojo con una simple cámara.
Ese mismo año, el donostiarra Iván Zulueta daba luz a Arrebato, filme inclasificable en el que un director de películas de serie B se obsesiona con un fotograma rojo. Zulueta, cineasta de culto y “maldito”, ofrece aquí una excelsa reflexión sobre el poder vampirizador que el cine ejerce sobre en sus propios creadores.
Quizá el largometraje de ficción más conocido sobre un set de rodaje sea La noche americana (François Truffaut, 1973). El francés, cuya vida es casi imposible de separar de sus propias películas, utilizó su experiencia para nutrir su propio homenaje al séptimo arte.
Dos décadas después, Tom DiCillo, siguiendo la estela de Truffaut, rodaba Vivir rodando (1995), una comedia en la que se narran las desventuras de un director de cine en un rodaje de lo más caótico. DiCillo encontró la inspiración para su segunda película en las dificultades que había vivido al rodar su ópera prima, Johnny Suede (1991).
El proceso creativo: sueños y obsesiones
Otros cineastas han optado por relatar su relación con el proceso creativo. En 1963, Federico Fellini estrenaba Fellini, ocho y medio (8½), un viaje a través de los sueños y las obsesiones más profundas del italiano. Una década más tarde también recrearía parte de su infancia en la magnífica Amarcord (1973).
De igual manera, Bob Fosse exponía su obsesivo proceso de trabajo en All That Jazz (1979), un drama musical cargado de elementos autobiográficos del propio director y coreógrafo musical.
Te puede interesar: La dura infancia de Steven Spielberg: acoso escolar, alumno pésimo y padres dispares
Autores como Woody Allen o Nanni Moretti tampoco han dejado pasar la ocasión de trasladarnos sus obsesiones cinematográficas. Allen ha salpicado buena parte de su filmografía con experiencias personales. Ejemplos de ello son la oscarizada Annie Hall (1977) o la autobiográfica Días de radio (1987).
Moretti, gran admirador del neoyorquino, rodó la estupenda Mia madre (2015) tras perder a su progenitora. La protagonista, una directora italiana de cine, se ve obligada a lidiar con los cuidados de su madre enferma y los problemas derivados de un rodaje complejo.
Tanto Allen como Moretti permiten que sea cada espectador el que elucubre hasta qué punto algo sucedió o no en la realidad.
La autobiografía: un subgénero en auge
Los relatos autobiográficos siguen siendo un subgénero en pleno apogeo. En los últimos años hemos asistido a unos cuantos estrenos que se adentran en la vida de los cineastas.
Películas recientes como Dolor y gloria (Pedro Almodóvar, 2019), Fue la mano de Dios (Paolo Sorrentino, 2021), La isla de Bergman (Mia Hansen-Løve, 2021) o Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (Alejandro González Iñarritu, 2022) son solo algunos ejemplos que ponen de manifiesto este repunte, donde el nexo del director con el séptimo arte se convierte en el epicentro de la película.
Spielberg también se suma a este club de la autobiografía cinematográfica. En Los Fabelman nos ha reservado un encuentro mítico, rodando uno de sus recuerdos más nítidos. El momento en el que él, siendo solo un aspirante a cineasta, conoció al legendario John Ford.
En la ficción, el también cineasta David Lynch da vida al mítico director de parche en el ojo. Todo un deleite para cualquier amante del cine que va a poder disfrutar en la gran pantalla lo que hasta ahora solo era una anécdota contada por Spielberg en alguna entrevista.
Quizá ese sea el éxito de este tipo de películas. Siempre existirá cierta fascinación por querer conocer más allá de la obra de cualquier artista. ¿Quién será el próximo director que cuente su vida en una película? No lo sabemos. Pero seguro que cada espectador ya tiene su propia lista de deseos.
Publicado originalmente en The Conversation.
Seguir leyendo