Hemos tomado tanta distancia del libro que, por primera vez en siglos, lo vemos como algo no natural, como una innovación tecnológica casi milagrosa y no como algo intrínsecamente humano.
George Landow
Al momento de iniciarse la transición democrática argentina en diciembre de 1983 y hasta muy entrados los años noventa, los ciudadanos tomábamos contacto con la información más relevante de lo que ocurría en nuestro medio y también en lugares remotos, mediante los canales habituales desde hacía varias décadas: la radio, los diarios y revistas impresos y, desde luego, la televisión. Fue gracias a ellos que pudimos seguir, por ejemplo, el traspaso de mando del último presidente de facto al nuevo presidente libremente electo hace cuarenta años o la caída de su correligionario Fernando de la Rúa en 2001; el primer encuentro entre Reagan y Gorbachov que terminaría dando comienzo al fin de la Guerra Fría o las dos guerras del Golfo y hasta incluso el desmembramiento de casi todo el imperio soviético como consecuencia de la caída del Muro de Berlín. Nada hacía prever que, en poco tiempo, la sociedad toda ingresaría en una inédita globalización que, entre otras cosas, daría origen a la llamada “sociedad de la información”. Con el surgimiento de internet en particular y de la difusión sin freno de la virtualidad, la sociedad toda ingresaba en una etapa jamás vista: la de la progresiva desmaterialización.
¿Y el libro?
Como era de esperar, el libro (bajo la forma del códice, el soporte con el que lo conocemos desde hace siglos) no escaparía a estos profundos cambios. Pero lo cierto es que fue recién en los últimos años del siglo XX cuando los impactos de las nuevas tecnologías comenzaron a hacer evidente que, al menos desde las prácticas lectoras, se estaba avecinando una verdadera revolución. Estudiosos de la lectura como el historiador francés Roger Chartier ya lo anunciaban: “La revolución electrónica modifica las formas de composición, de transmisión y de apropiación de los textos. Es quizás la primera vez en la historia de la escritura en que el lector puede intervenir directamente en lo escrito, dándole nuevas formas, introduciendo sus propias palabras e ideas dentro del texto que recibe. A partir de esto es que podemos hablar de una construcción colectiva, plural, de los textos” (entrevista a Roger Chartier, La Nación, 23 de agosto de 1998).
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Hasta los inicios del siglo XXI, la democracia argentina tuvo, efectivamente, al papel impreso como material excluyente a través del cual la industria editorial se expresaba: en mayor o en menor proporción, la gente consumía libros que podían adquirirse en librerías –que todavía no co-existían con cafés- o retirarse prestados de una biblioteca; diarios que se compraban en los kioscos o que, con dificultad, en sus ediciones dominicales lograban pasar por el umbral de los domicilios dado lo abultado de sus páginas y el volumen de sus revistas; los libros de texto -en tanto una de las herramientas decisivas para el aprendizaje en las aulas- seguían detentando el prestigio del que habían gozado desde fines del siglo anterior; en los claustros universitarios, los libros –incluso los llamados “de cátedra”- daban su batalla palmo a palmo con las fotocopias y, finalmente, el Estado -incluso aquel que trajo como novedad el justicialismo en su versión neoliberal- se hizo presente de modo potente mediante políticas públicas que tuvieron al soporte libro como protagonista. Es decir, durante casi las dos primeras décadas de vigencia de la democracia, el libro –y el libro en papel- siguió ocupando el lugar central y en buena medida omnipresente que siempre había tenido.
Pero a medida que la pantalla se instalaba como el “non plus ultra” de los más diversos aspectos de la vida de las personas –al punto de que la computadora personal terminaría atemperando la fuerza que había tenido la TV y, luego, el smartphone comenzaría a reinar omnipotente- el libro, su concepción, su producción, su puesta en circulación y su consumo, comenzarían a atravesar terrenos de profundos cambios y reconfiguraciones. Muchos estaban convencidos –y otros tantos parecían aceptarlo con resignación- que había llegado la hora de firmar el certificado de defunción de los libros… Sin ir más lejos, en las salas y pasillos del Congreso Internacional de Editores que tuvo a Buenos Aires como sede en 1999, se exhibían casi de modo histérico los más variados dispositivos de lectura electrónica del momento –todos obsoletos pocos meses después- y se escuchaban, unas tras otras y ante el desconcierto de editores e impresores, no solo las sentencias de muerte del libro sino del papel mismo, en definitiva, de sus propios oficios ejercidos con esmero, dedicación y conocimiento específico durante décadas.
CD, discos rígidos, discos flexibles, CD Rom, readers, tabletas fueron parte de una seguidilla de soportes “amenazantes” que comenzaron a sucederse y con ella, la promesa de guardar en cada uno de esos espacios cada vez más pequeños, cada vez más grandes cúmulos de información. La biblioteca total y la memoria misma del mundo todo, estaba a la vuelta de la esquina. Por suerte, algunas mentes lúcidas no tardarían en echar algo de luz y proponer –recordando los libros que todavía esperaban su turno en sus mesas de luz- que de ninguna manera “esto matará eso”. Con su habitual mezcla de lucidez y humor, afirmó Umberto Eco ya en 1998: “… los libros también tienen una ventaja con respecto a los ordenadores. Aunque impresos en papel ácido, que solo dura setenta años aproximadamente, son más duraderos que los soportes magnéticos. Además, no sufren cortes de corriente y son más resistentes a los golpes. […] Los libros representan la forma más barata, flexible y práctica de transportar información a muy bajo coste. La comunicación electrónica viaja por delante de nosotros, los libros viajan con nosotros a nuestra velocidad pero si naufragas en una isla desierta, un libro puede ser muy útil, un ordenador no”.
Entre el desconcierto y la curiosidad
Mientras esto ocurría, un poco por empecinamiento, otro poco por desconcierto y mucho por una mezcla de temor y desconfianza aunque sin sofrenar la indispensable curiosidad que debe definir su ADN, los oficios del libro (entre otros, libreros, editores, impresores), siguieron adelante, obstinadamente, poniendo un ojo en los formatos tradicionales de sus negocios mientras que con el otro pispeaban estas novedades con el fin, tal como sostuvo Piaget, de conservar lo viejo sumando lo nuevo.
Los libreros, que ya habían dado manifiestas muestras de que solo con libros no alcanzaba o, aún más, que la lectura misma podría estar amenazada, habían comenzado un proceso de reconversión, convencidos de que un buen libro se saboreaba mejor con un rico café y en un ambiente agradable. Ni hablar si, además, se habilitaba la posibilidad de leer un libro entero desde las cómodas butacas de un palco de aquel cine-teatro devenido, en 2000, una de las librerías más bellas del mundo.
Los impresores, por su parte, no tardarían mucho en visualizar la paradoja de que, por un lado, para su trabajo al pie de las rotativas la virtualidad y en particular al desmaterialización representar una amenaza al tiempo en que también las nuevas tecnologías aplicadas a la impresión estaban logrando que cada nuevo libro sea más bonito que el anterior, o que los componentes de su factura material –papel, tapas, diseño, encuadernación, packaging- fueran –he allí la paradoja- valores cada vez más ponderados de parte de muchos lectores.
Del mismo modo, más convencidos ahora de que la coexistencia entre lo analógico y lo digital sería el escenario más cierto en el mediano plazo, hacia 1999 los funcionarios públicos –mediante la creación del portal educativo Educ. ar primero y, superada la crisis de 2001, mediante planes que simultaneaban la entrega de libros físicos (Plan de Lectura) con la de computadoras –Conectar Igualdad- trataron de advertirle a las escuelas que la transformación era irrefrenable, al tiempo que intentaban calmar a los docentes –legos como tantos otros en esta materia- afirmando que se estaba lejos del apocalipsis didáctico.
Y todo eso, finalmente, mientras los editores –alma mater de la cadena de valor del libro- cruzaban miradas y gestos en los pasillos de la Feria o en los salones de las cámaras o de la Fundación El Libro –en donde se había creado una Comisión de Contenidos Digitales-, tratando de descubrir -o más bien fraguar- el “nuevo modelo de negocios”, uno que por bastante tiempo solo se vería cuajar en el frente de la publicidad y el marketing gracias a la llegada de las nuevas “vedettes”: las redes sociales.
Arribados a este punto del recorrido, puede afirmarse que los cuarenta años de democracia en la Argentina que este año estamos celebrando, han visto combinar la plena vigencia del sustrato básico e indispensable para la vida misma del libro –la libertad de expresión-, con una de las más significativas transformaciones operadas en un oficio –el de editor- que no llega a cumplir todavía dos siglos; de un objeto –el libro-, que lleva varios siglos ocupando un lugar central en la cultura de los pueblos pero, mucho más significativo aún, de una práctica –la lectura- que en potencial interpretativo, crítico, imaginativo y también por qué no en esparcimiento y deleite, se pierde –afortunadamente ya- en la noche de los tiempos.
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