Fui, vi y escribí: Cada vez que decimos adiós

Cualquiera de nosotros podría decir que toda vida es un proceso de renuncias y despedidas. Este artículo reproduce el newsletter de Cultura: lecturas, cine, teatro, arte, música e historias que despiertan entusiasmo y, por qué no, fascinación o perplejidad

"Despedida", de Max Beckmann.

Hola, ahí.

Francis Scott Fitzgerald (1896-1940), cuyo paso por la tierra fue un desborde de talento y padecimientos por partes iguales, escribió alguna vez que “toda vida es un proceso de demolición”. Sin llegar a ser tan dramáticos, aunque muchas veces sea una tentación, cualquiera de nosotros podría decir que toda vida es un proceso de renuncias y despedidas.

Cada etapa biológica que llega a su fin, cada historia de amor que se termina, cada trabajo que concluye, cada vez que te mudás de casa o de país, cada ser querido que muere: algunas son renuncias y adioses biológicos, hay despedidas voluntarias y otras impuestas pero todas forman parte de la experiencia de una vida. No hay vida que solo sea acumulación, el desprendimiento se impone.

Con mi memoria atravesada por tanto teleteatro, si se me diera por escribir un tema musical para una comedia juvenil lo haría advirtiendo que “crecer es decir adiós”. (Es un lugar común pero es, también, puro tránsito por este mundo).

Un ayer verde esmeralda

Nos despedimos en una de las esquinas del Once.

Desde la otra vereda volví a mirar; usted se había dado vuelta y me dijo adiós con la mano.

Un río de vehículos y de gente corría entre nosotros; eran las cinco de una tarde cualquiera; cómo iba yo a saber que aquel río era el triste Aqueronte, el insuperable.

Ya no nos vimos y un año después usted había muerto.

Y ahora yo busco esa memoria y la miro y pienso que era falsa y que detrás de la despedida trivial estaba la infinita separación.

Anoche no salí después de comer y releí, para comprender estas cosas, la última enseñanza que Platón pone en boca de su maestro. Leí que el alma puede huir cuando muere la carne.

Y ahora no sé si la verdad está en la aciaga interpretación ulterior o en la despedida inocente.

Porque si no mueren las almas, está muy bien que en sus despedidas no haya énfasis.

Decirse adiós es negar la separación, es decir: Hoy jugamos a separarnos pero nos veremos mañana. Los hombres inventaron el adiós porque se saben de algún modo inmortales, aunque se juzguen contingentes y efímeros.

Delia: alguna vez anudaremos ¿junto a qué río? este diálogo incierto y nos preguntaremos si alguna vez, en una ciudad que se perdía en una llanura, fuimos Borges y Delia.

Este texto se llama “Delia Elena San Marco”, su autor es Jorge Luis Borges y fue publicado en el libro El Hacedor, en el año 1960, un conjunto heterogéneo de narraciones y poemas, una “miscelánea (que el tiempo ha compilado, no yo)”, como señala en el epílogo, en el que además concluye con unas líneas que cualquiera de los que trabajamos de una u otra forma con la palabra seguramente habríamos dado años de nuestras vidas por escribir.

“Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.

"Despedida", de Edvard Munch.

Vuelvo a Delia, la protagonista de la despedida del texto de Borges, una despedida que, sin saberlo él ni ella, era definitiva. Siempre me alucina cómo aún en palabras plenas de nostalgia y hasta impotencia en Borges nunca hay una concesión al lugar común. El “río de vehículos de una esquina” del Once se transforma en el Aqueronte, uno de los ríos del Dante, allí donde moran muertos y espíritus. “Detrás de la despedida trivial estaba la infinita separación”: no hay palabras complicadas en esa frase durísima y terminal. Hay un tono, una forma, un modo de adjetivar que alterna en la sintaxis.

(Pido perdón, no me proponía hacer un análisis de este tipo, ni siquiera soy especialista. Pero es tan poderosa la literatura de JLB, la forma en que transcurre su escritura, que no resisto la tentación de ver qué hay detrás, a la manera del lector artesano que describe Eduardo Halfon en Un hijo cualquiera, su último libro, ese lector que se pregunta siempre ante el deslumbramiento: ¿pero cómo cuernos consigue esos efectos fabulosos?).

No sé quién era Delia, sí sé que su nombre (Delia Elena San Marco Porcel) es mencionado en el cuento “El Aleph”, que es de 1945. Y es mencionado en una enumeración de personas que aparecen en algunos retratos de Beatriz Viterbo, la amada del protagonista narrador del cuento. Delia está en la foto con Carlos Argentino Daneri, el insufrible primo de Beatriz, el escritor veleidoso que “había elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos”.

Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo; la mano en el mentón...

"Avellaneda profana", de Luis Gusmán, editado por Ampersand.

Delia, Borges, la despedida: todo esto surgió leyendo en estos días un libro de memorias lectoras de Luis Gusmán, Avellaneda profana, publicado por Ampersand en el marco de esa colección indispensable que se llama “Lectores” y que dirige Graciela Batticuore. En ese libro precioso, el autor de El frasquito escribe sobre el texto de Borges y Delia.

”Es cierto”, dice Gusmán, “toda despedida es, al mismo tiempo, trágica y trivial. En El largo adiós, Marlow le dice a Lennox: ‘No quiero decirte adiós’. Es que a veces uno no sabe cómo despedirse. Otras, uno ignora que se ha despedido para siempre: lo ignora porque no es uno el que se ha despedido sino el otro. Uno se entera después, cuando ya es tarde, cuando solo queda el recuerdo y el repaso minucioso de cada palabra, de cada gesto tratando de explicar en qué momento sucedió lo inexplicable”.

El libro de Gusmán —un regalo para el corazón de todo lector sensible—, hace hablar a la memoria de diferentes tiempos y lecturas: Avellaneda, el tango, el club de sus amores en cuya biblioteca se confirmó como lector; el padre ausente y la falta de billetes, el estrabismo vergonzante, la colimba, los romances juveniles, los primeros trabajos en grandes librerías, las amistades literarias, la prohibición de su primera novela por parte de la dictadura….

Con esa escritura franca y argentina que lo caracteriza y que le permite ir de la ficción al ensayo (en sus variantes más cultas y más populares) con una soltura inusual, Gusmán entrega su vida sellada con letra y nos permite a los lectores imaginar nuevas novelas con varios de los personajes reales que por ahí circulan.

El escritor y psicoanalista Luis Gusmán. (Adrián Escandar)

Es esa misma escritura la que regala momentos inolvidables y por eso quiero darme el gusto de transcribir un fragmento con el que terminé de saber que no iba a poder olvidarme de este libro tan fácilmente. Lo que me voló la cabeza es la última frase de esto que vas a leer ahora. El capítulo se llama “El trampolín”:

”Yo tendría alrededor de dieciocho años y me había hecho socio de Racing, fundamentalmente para ir a la cancha. Rara vez concurría a la sede, quiero decir a los bailes, y mucho menos tenía el carnet para entrar a la pileta. Había dos razones para que las cosas sucedieran de esa manera: la primera era económica, ya que el adicional para ser socio de la pileta no estaba al alcance de mi familia; la segunda era física: siempre tuve un cuerpo esmirriado.

Alrededor de la pileta se creaba un mundo que tenía sus propias reglas. Recuerdo espiar alguna tarde de verano ese mundo desde el primer piso de la sede y ver abajo, al ras del suelo, la pileta que por su extensión y por el color del agua verde esmeralda parecía un mar. Un color que con los años y los viajes busqué en muchos mares del mundo y no lo pude volver a encontrar: el color del agua de la pileta de Racing era único”.

El color de la pileta era para ese chico el color del deseo y de lo inconmensurable. Ese verde esmeralda visto de contrabando concentraba sueños y ambiciones en un tiempo en el que todavía la pileta de un club de ingreso restringido podía ser tan inabarcable como el océano. “Un color que con los años y los viajes busqué en muchos mares del mundo y no lo pude volver a encontrar”, escribe Gusmán en el colmo del exceso y, a la vez, dando cuenta de la infructuosa búsqueda de repetir la sensación del pasado.

Me emocioné, claro, y por eso te lo estoy contando. Pero además de emocionarme, esas líneas de Gusmán me dejaron pensando en cuál habrá sido para mí ese color único que nunca pude volver a encontrar.

¿Y cuál será el tuyo?

"Morning Sun" (1952), de Edward Hopper. (Shutterstock)

La vida en duelo

Demorada por la tristeza, por el verano, por el fastidio de saber que cada segundo de esa tarea significa una pequeña puñalada, fui postergando la limpieza de la casa de mi papá. Ya lo conté muchas veces, pero sigo contándolo porque esa es también una manera de confirmarlo. Mi papá y quien fue su mujer durante más de cuarenta años murieron el año pasado con diferencia de cuatro meses. Hace apenas unos días se cumplió el aniversario de la muerte de Mabel y el 12 de junio se cumplirá el de mi viejo. El Covid se los llevó puestos a los dos cuando todos pensábamos que lo peor con el virus ya había pasado.

Desarmar una casa que quedó vacía por la muerte de sus habitantes es una tarea tristísima y acá sí usaría la palabra de Fitzgerald: demoledora.

Remover los muebles, los electrodomésticos, la vajilla. Bucear en papeles, en cartas, en fotos. Ir quitando una a una las prendas de vestir del placard y los cajones y acomodarlas para donarlas es despedirse una y otra vez de ellos y es, también, recordar los distintos momentos en que esa ropa cubrió sus cuerpos, les dio abrigo y hasta los hizo sentirse guapos alguna vez. Duele desprenderse de esos zapatos que lo llevaron más lejos o más cerca, los que lo mantuvieron erguido primero y luego fueron sosteniendo su cuerpo cada vez más frágil, más desconocido, casi evanescente.

Mi papá amaba los perfumes, todos, cualquiera; siempre estaba perfumado y si no tenía uno propio porque se le había acabado, usaba el que hubiera a mano, incluso si era de mujer. Cuando vivíamos con él, con mi hermana escondíamos los nuestros porque sabíamos que había riesgo de perderlos, así que ahí estaba Cacho en las mañanas más oscuras del invierno recorriendo estantes y placares con desenfreno, en plena búsqueda del tesoro, con nosotras muertas de risa mientras nos cambiábamos para ir a la escuela.

Un padre y una hija en "Brita and I", de Carl Larsson (detalle).

La ropa de mi papá conserva todavía su perfume. No puedo evitar acercar sus pulóveres y olerlos por última vez mientras los ubico en las bolsas que pasarán a buscar pronto. El olor y la voz de nuestros muertos es lo primero que abandona nuestra memoria y, a la vez, tener la posibilidad de sentir ese perfume o de escuchar su voz, por ejemplo en un audio o en un video, es un tormento, ay, no, no es un tormento, mi papá no es un tormento para mí, es un dolor. Mi papá hoy es el dolor irreparable de su ausencia.

Pero bueno, si esta vez me extiendo en redes infinitas de sentidos tal vez sea porque el calor —con el añadido de un corte de luz de varias horas— me dejó bastante golpeada. Te hablaba de desarmar la casa porque surgió el tema de las despedidas con Gusmán pero también, y justo mientras estoy y estamos con mis hermanos en ese proceso de desprendimiento, leí un libro precioso de poemas que trata sobre la enfermedad, el duelo y la ausencia de los padres en el momento de cerrar un ciclo vital.

Y creo que puede gustarte y hasta hacerte sentir bien o menos solo si estás pasando un momento parecido al mío.

”Me la olvidé por completo. Pienso en ella

todos los días, muchas veces al día,

pero no podría decir qué.

Me olvidé su voz, no pienso en su olor,

no la veo moverse.

Mi madre es una idea,

un sonido incomprensible que viene de alguna parte,

de la casa,

de mi mente,

de la casa de mi mente que es mi vida.

Busco ese origen,

me desconcierta.

Le hablo cuando estoy sola, me enoja que no responda.

Aprendo a vivir así”.

"Cómo cocinar un lobo", de Magalí Etchebarne (Tenemos las máquinas). Poemas para hablar del final de un ciclo vital: la muerte de los padres.

Magalí Etchebarne es una escritora y editora argentina, autora de un libro de cuentos que circuló mucho y muy bien en su momento (Los mejores días, publicado por Tenemos las máquinas en Argentina y por Las afueras en España) y que ahora acaba de publicar Cómo cocinar un lobo, un librito pequeño e ilustrado que apunta a esas penas infinitas por las que todos antes o después pasamos y lo hace con una música y una sensibilidad muy especiales. Es un libro que es un abrazo.

En el caso de Magalí, sus padres murieron con pocos años de diferencia. Él murió antes y de repente. Ella estuvo muy enferma algunos años, por lo que el tema del cuidado es central en los poemas.

“En solo unas horas mi padre se había vuelto pequeño

y yo, una mujer enorme y fría, vacía, un planeta sin nombre,

llena de miedo y sin hijos, sin marido, sin una casa,

sin nada que sugiera que aprendí”

.………………………..

”Soy la que sostiene la cabeza de su madre

con una palma en la frente fría, la otra en la espalda dolorida,

y no puede evitar mirar, mientras tanto,

la humedad entre los azulejos,

los mismos azulejos amarillos

en los que cuando era chica veía manchas con formas

de guanacos, de caballos, de trigo…“

”Ahora, estamos de espaldas al futuro, no es que lo evitemos”, escribe en un momento Magalí acerca del presente de aflicción para ella y su hermana y creo que no existe mejor manera de describir este tiempo de desconsuelo en el que nos sentimos el plomo de la casa y la pesadilla de las amigas que nos bancan; un tiempo desolado que limita los proyectos porque la nostalgia te arrastra invariablemente hacia el ayer.

”Cuando él murió

las palabras se ordenaron detrás como un cortejo.

Cuando ella murió, volví al limbo

sin lenguaje.

Entonces pensé que mi padre era la escritura

y mi madre, el tema”.

"The Fisherman's Farewell", de Christopher Wood.

Volver al limbo sin lenguaje: pensé en esa frase que decimos siempre ante el dolor más intenso del otro, “no tengo palabras”. Y, a la vez, la imagen me recordó la entrevista que le hice el año pasado a la poeta y periodista Marina Mariasch, a propósito de su libro Efectos personales, en el que relata con intensidad arrasadora la historia del suicidio de su madre: “Fue como tener un ACV; como perder el lenguaje y aprender a hablar de nuevo”, me dijo Marina esa vez.

No es casual que sea Mariasch la autora de la contratapa del libro de Etchebarne: “Se trata de cruzar ‘una soga por el precipicio’” —escribe— “olfateando cada rincón como un perro de caza, sabiendo que incluso así los olores se pierden, las voces quedan tal vez sólo en un casete, y que esa voz suena distinta del propio recuerdo”.

De ríos y padres

Vuelve a escena una de las obras de teatro más bellas e interesantes con las que podés encontrarte en Buenos Aires. Se llama Lo que el río hace, fue escrita y es dirigida por las hermanas Paula y María Marull, quienes actúan el papel de la protagonista (sí, ambas, y eso forma parte de la magia de la puesta) y la obra es un homenaje al origen y también una suerte de cierre del duelo por la muerte del padre.

Paula y María Marull escribieron "Lo que el río hace", dirigen la obra y ambas representan el papel de Amelia, la protagonista.

Amelia es escritora, vive en Buenos Aires, está casada y tiene una hija. Es una mujer atractiva pero vive tensa, pegada al celular y corriendo, aunque no sabe bien hacia dónde corre ni para qué. La muerte de su padre y unos papeles que tiene que firmar la devuelven a su pueblo, junto al río. El pueblo al que una vez le dijo adiós y que ya no tiene que ver con las imágenes de su infancia, o eso parece. Pero está el río, que, aunque parece el mismo, nunca lo es.

En este relato de regreso al lugar de partida, lo que hay es un viaje hacia el interior de una persona, la protagonista. Hay memoria de infancia, poesía, música original de Antonio Tarragó Ros y mucho humor: todo eso que siempre nos hace bien. Entre los personajes, hay uno que se compra a todos: el del muchacho de pueblo soñador, entre naif y dañino, que interpreta Mariano Saborido, un verdadero fenómeno de gracia y ternura.

“Si usted no se soporta no le eche la culpa al río”, le dice en un momento de enojo a Amalia. Y la risa y la ironía que desbordan la obra y que por momentos es desopilante concluye con un festival de emociones que conmueve de tal manera que, cuando se encienden las luces, ves cómo ese conjunto de sensaciones atraviesa a todos los espectadores: ojos húmedos, sonrisa de oreja a oreja y unas ganas de salir a abrazarlos a todos, incluidos, por supuesto, los actores.

La obra podrá verse nuevamente en el Teatro San Martín, en la Sala Cunil Cabanellas, de miércoles a domingos, a las 19.30, a partir del 23 de febrero.

Una escena de "Lo que el río hace", la obra de teatro escrita, dirigida y protagonizada por Paula y María Marull.

El Twitter que ya no existe

El envío de la semana pasada acerca del libro de Rachel Cusk sobre la maternidad despertó muchos mensajes por mail y también en las cuentas de mis redes sociales. Mujeres de todas las edades y varios hombres me escribieron para compartir sus historias, sus opiniones y también sus miedos. Una vez más te digo que no encuentro manera de agradecer tanto cariño y tanta confianza.

Los adioses (qué buen momento para recomendar volver a la gran novela de Onetti que lleva ese título) pueden ser duros o provocar alivio. Algo de eso me está pasando por estos días, cuando advierto que Twitter, la red social en la que siempre me sentí más cómoda, aquella en la que arranqué en 2010 y que durante los años en los que no ejercí el periodismo me servía de redacción sustituta, me está expulsando. A mí y a muchos como yo.

En los últimos tiempos, entrar a TW es lidiar sin parar con la hostilidad y con el odio de los usuarios pero ahora, también, con los caprichos y las arbitrariedades del propietario de la red. Es como si de pronto, el bar al que fuiste por años, el mismo en el que hiciste grandes amistades y en donde te sentías como si estuvieras en una sala más de tu casa, decidiera hacerte la vida imposible para que dejes de ir. Y lo hace porque privilegia a clientes más violentos, más agresivos y más belicosos que vos porque siente que eso le rinde (o porque lo divierte, no lo sé). Y, en el caso concreto de TW, con la voluntad explícita de darles más espacio a usuarios que pagan o que pagarían por seguir ahí.

Una imagen del 3 de junio de 2015, en la primera concentración de Ni una Menos.

No quiero aburrirte con cifras y acciones de los algoritmos que ahora te perjudican de manera ostensible si no estás del lado de los que le gustan al dueño: a mí también me sofoca de aburrimiento ese relato. Solo te digo que me encantaba el Twitter ingenioso y de ida y vuelta. El que permitía llevar adelante campañas del bien, desde el rescate de un gato subido a un árbol a la donación de sangre, a un trasplante, a una billetera perdida y hasta a Ni una Menos que, como manifestación popular y cambio de paradigma en la relación de la sociedad con la violencia de género, tal vez no habría existido sin Twitter. Hoy imaginar algo así es imposible.

El pensamiento polarizado y la ausencia de debate, la noticia inventada, el maltrato como costumbre y la violencia retórica como ideología no me interesan. Mientras no me cierren la cuenta, seguiré tuiteando mis notas y mis programas de radio; a lo mejor también me tentaré con compartir alguna foto o un video hermoso o con retuitear algo que me resulta interesante y productivo. Pero ese bar ya no es el mío.

Esto también es un adiós, aunque parezca frívolo.

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El inglés John Berger, uno de los más grandes escritores y ensayistas.

El título de este Fui, vi y escribí es en homenaje a un narrador y ensayista que me gusta mucho, John Berger (1926-2017), un verdadero maestro en el oficio de unir la palabra y el pensamiento con las artes visuales.

Podés escribirme cuando quieras al mail hpomeraniec@infobae.com. A lo mejor me demoro unos días, pero respondo siempre.

Hasta la próxima.

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