Cada vez que veo la palabra “identidad” en el título de una exposición, me entran ganas de desvanecerme en la relajante nebulosa de un cuarto de baño lleno de vapor. Por otro lado, me interesa cómo responden los artistas a la derrota y los desastres nacionales. Así que recomiendo la muestra Más allá de la luz: identidad y lugar en el arte danés del siglo XIX”
La exposición, que se exhibe en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, suena poco atractiva. ¿Arte danés de principios del siglo XIX? ¿”Identidad y lugar”? A menos que sea usted un gran fan de Borgen y esté ansioso por saber a qué se refería Birgitte Nyborg cuando dijo, en el último episodio de la temporada actual, que “la Dinamarca actual nació de la derrota”, es posible que se sienta inclinado a pasarlo por alto.
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Reconsidérelo. Muchas obras de arte surgen de traumas nacionales. El impresionismo no habría tomado la forma que tomó sin la guerra franco-prusiana y la guerra civil de 1870-71 en París. El dadaísmo y el art déco surgieron -¡gracias! - a los cataclismos de la Primera Guerra Mundial. Y el expresionismo abstracto no habría surgido con tanta fuerza sin la prolongada conmoción de la Segunda Guerra Mundial.
Aunque no se suele recordar fuera de Escandinavia, lo que le ocurrió a Dinamarca en los primeros años del siglo XIX también fue traumático. En 1807, durante las guerras napoleónicas, Copenhague fue duramente bombardeada por los británicos por segunda vez (la primera fue en 1801). Dinamarca era ostensiblemente neutral, pero Napoleón Bonaparte presionaba a los daneses para que le entregaran su flota. La respuesta preventiva británica destruyó la mayor parte de la flota mercante danesa, una de las mayores del mundo. Mientras tanto, su flota naval fue requisada por los británicos y gran parte de Copenhague fue destruida.
Las acciones británicas empujaron a Dinamarca a los brazos de Francia, una alianza que resultó desastrosa. La economía se hundió (tuvo que declararse en bancarrota) y al final de las guerras, en 1814, se vio obligada a ceder Noruega a Suecia.
A menudo, cuando una nación pierde el norte y la autoestima, recurre a sus artistas para aliviar la vergüenza. Algo así ocurrió en Dinamarca, que, entre 1818 y 1848, disfrutó de una “edad de oro”. El término fue empleado por primera vez por el crítico Valdemar Vedel.
La derrota suele ir acompañada de una especie de dignidad consciente de sí misma que es, como escribió Wolfgang Schivelbusch en La cultura de la derrota, “tan inaccesible para el vencedor... como el reino de los cielos lo es para el rico”. El resultado puede ser un sentimiento de superioridad moral, a menudo acompañado de un proceso de purificación. Ambas cosas se observan en el arte danés de este periodo.
La exposición del Met se compone sobre todo de dibujos. Ha sido organizada por la curadora invitada Freyda Spira en colaboración con Stephanie Schrader y Thomas Lederballe; y luego viajará al Getty Center de Los Ángeles en mayo. Contiene un par de maravillosas pinturas de Martinus Rorbye. Una de ellas, Vista desde las murallas de la ciudadela de Copenhague a la luz de la luna, muestra a dos marineros y un soldado de pie en la muralla de una ciudadela maltratada durante las guerras napoleónicas. La pose del marinero central es robusta y resuelta. La bayoneta del soldado brilla a la luz de la luna y la extravagante pluma que emerge de su casco rima y se solapa con la curva de una vela en el puerto.
La composición, curiosamente abarrotada y apretada, fue pintada en 1839, después de que el artista regresara de un largo viaje a París, Roma y Constantinopla. Resulta conmovedor que Rorbye representara, tan poco después de su regreso a casa, una vista del mar. Es a través del Oresund, el estrecho que separa Dinamarca de Suecia. Mi abuelo sueco solía dibujar barcos que pasaban por este mismo estrecho y luego me los enviaba a Australia.
Pero en este precioso cuadro hay algo más. Tanto el protagonismo de la luz de la luna como el uso de figuras vistas de espaldas contemplando la naturaleza, revelan la influencia del romántico alemán Caspar David Friedrich y de su íntimo amigo, el pintor noruego-danés Johan Christian Dahl. Rorbye había visitado Noruega en dos ocasiones a principios de la década de 1830, viajando durante un breve periodo con el escritor Hans Christian Andersen.
El cuadro de Rorbye es sin duda una expresión de la especie particular de nacionalismo romántico en el que se centra sustancialmente esta exposición. Pero creo que puede ser igualmente interesante pensar en el modo en que cuadros como el suyo se deslizan lejos de tales narrativas, como escolares absentistas.
Ciertamente, éste y el cuadro cercano de Rorbye, Entrada a la vicaría de Hellestad, pintado unos años más tarde, son obras deslumbrantes. Atraen hoy nuestra imaginación no tanto como ilustraciones nacionalistas de costumbres y cultura locales sino como respuestas al mundo exterior observadas con agudeza, silenciosamente poéticas y brillantemente representadas.
Los artistas de esta exposición estaban estrechamente unidos por lazos fraternales, estéticos y filosóficos. Los artistas más jóvenes se dedicaban a llevar a cabo el programa del entusiasta nacionalista Niels Laurits Hoyen, el primer historiador del arte danés. Hoyen, que pedía a los artistas que representaran los monumentos nacionales, se ocupó de todo lo relacionado con el arte de su país durante este periodo.
Muchos artistas daneses fueron a estudiar a Roma, donde dominaba el gran escultor neoclásico Bertel Thorvaldsen. Algunos también estudiaron con Christoffer Wilhelm Eckersberg, un artista y pedagogo conocido por sus cuadros cuidadosamente observados, perfectamente perspectivistas e impecablemente patrióticos. Eckersberg era un empirista que favorecía la luz natural y la observación minuciosa. Pero su estética fanáticamente ordenada revela una mente atrapada entre el realismo y el idealismo, desesperada por reprimir todo lo que oliera a desorden o decadencia. Influyó en toda una generación.
¿Hay algún sentido en el que estas tres formidables figuras se cernieran demasiado sobre los jóvenes artistas daneses durante este periodo, del mismo modo que el brillante pero dominante crítico Clement Greenberg influyó sobre el arte de posguerra en Estados Unidos?
Un retrato de Eckersberg lo muestra, como dice la etiqueta, con los “labios apretados” y una “mirada de acero”. Otro, de Thorvaldsen, lo representa de perfil con una “expresión distante”, irradiando una “sensación de autoridad y respeto”.
Veamos ahora el retrato grupal de los artistas daneses más jóvenes en Roma, pintado por Constantin Hansen en 1837. Thorvaldsen aún estaba en la corte de Roma en ese momento; regresaría al año siguiente a Dinamarca, donde fue agasajado como héroe nacional. El cuadro de Hansen es una maravilla de organización. Su hábil uso de la perspectiva habría enorgullecido a Eckersberg.
Pero fíjense en las expresiones de estos jóvenes en el apartamento del arquitecto Michael Bindesboll. Él es quien lleva el gorro de estilo otomano y cuenta anécdotas de su reciente viaje a Constantinopla con Rorbye. Sus fieles amigos lo escuchan. Podría decirse que están atentos, incluso ensimismados. Pero a mis ojos parecen escépticos, aburridos, incluso desmoralizados.
El cuadro aparece en una pequeña sección de la exposición dedicada al retrato, donde las descripciones de los artistas confirman la sensación de que los jóvenes pintores daneses no eran de los más felices. Wilhelm Bendz, viajero ansioso, contrajo la fiebre tifoidea en Italia. Suplicó a su compañero, Ditlev Blunck, que le dibujara mientras agonizaba. Blunck, tímido e ingenuo de joven, se volvió más tarde contra Dinamarca y luchó con los alemanes contra su propio país.
Antes de morir, Bendz había dibujado un retrato de otro artista, Fritz Petzholdt, “un espíritu inquieto que vivía en un tiempo inquieto”, según la etiqueta mural. Se suicidó en 1838. Un retrato de Lorenz Frolich muestra al artista P.C. Skovgaard, que era “dolorosamente retraído” y “rara vez hablaba, incluso con sus amigos más íntimos”, según un contemporáneo. Johan Lundbye, un paisajista nacionalista, se dibujó a sí mismo sentado bajo un haya - arbol símbolo nacional de Dinamarca- con la cabeza entre las manos, totalmente desesperado.
El arte surgido de las desastrosas derrotas danesas sugiere un pueblo que intenta estabilizar el barco del Estado y consolar la psiquis nacional. Era un arte notable por su moderación, equilibrio, simetría y sinceridad, y ofrece muchos placeres. Pero gran parte de él se siente espiritualmente vacío.
Por eso es interesante que, internacionalmente, el pintor danés del siglo XIX más conocido sea Vilhelm Hammershoi. Cuando llegó a la cima, Dinamarca había sufrido una nueva serie de sacudidas. En 1849 se abolió la monarquía absoluta y, en 1864, perdió más territorio, esta vez a manos de la Prusia de Bismarck, con lo que Dinamarca perdió un tercio de su población. La obra de Hammershoi trascendió el nacionalismo y la identidad. Pintó interiores inquietantemente vacíos que son como Vermeers o Edward Hoppers blanqueados de color y limpios de narrativa. Era, como escribió una vez Lawrence Wechsler, “un poeta de la absorción”. Pintaba vacíos impregnados de un sentido espiritual. Pintaba tranquilidad. Sus cuadros son un bálsamo para las almas aturdidas por la retórica.
Fuente: The Washington Post
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