Pasemos ahora a Lear. Así como en Cordelia, sobre la cual me detuve para analizar un solo aspecto, lo mismo haré con el Rey, ocupándome de su locura y también de su aparición en la obra, por contraste y por medio del Bufón.
Cierto es que el Bufón, helàs, es introducido en la escena por el conde de Kent, este maravilloso personaje, honesto, leal y completamente embelesado por el rey, hasta el punto de no separarse de este, ni siquiera cuando es ahuyentado, después de intentar mostrarle la verdad al soberano. El conde de Kent y Cordelia refuerzan uno la posición del otro. Kent, para ejercer su fdelidad, que no es lo mismo que probarla, altera su propia identidad para seguir sirviéndole (en el acto I, escena i, y luego, en el mismo acto, inicio de la escena iv). Su gesto, sin embargo, no escapó al Bufón que, tomándolo como un igual, le ofreció inmediatamente su gorra (I, iv), del mismo modo que el sombrero cónico de burro que se colocaba en la cabeza de los malos estudiantes. El mérito de Kent, entre otros, para esta distinción, radica en la zancadilla que le hace a Oswald, el mayordomo de Gonerilda, la hija mayor de Lear. ¿Merecido? Puede ser, pero no podemos negar que es un acto propio de un Bufón. Kent está dando sus primeros pasos, ahora disfrazado bajo una nueva identidad, e identifcarse con el bufón era lo más fácil. ¡Después de todo, estaba embobado por el rey, y a los reyes siempre les gustan los tontos! Sus gestos parecen infantiles. Pero el Bardo no puede dejar de recordar –remontándose al futbol del siglo XII, cuando los ingleses comenzaron a jugar con una pelota de cuero, pateándola como si fuera la cabeza de los invasores daneses– cuál es la posición de Oswald –alter ego de Gonerilda–, y también, como siempre, que las apariencias engañan. No por enanos, los tontos son menos astutos. “La verdad, dice el Bufón, es un perro que debe [must] estar en la perrera [donde pertenece] y azotado para salir” (I, iv). Hegel bien podría haber tomado de acá su idea de valorar el alfa privativo en aletheia para decir que la posesión de la verdad sólo es posible a través del robo, dado que no pertenece a nadie; está siempre escondida en la perrera. Entonces, el Bufón parece loco (fool), ¡pero tonto no es! Haciendo el ridículo, puede decir cosas que nadie más dice. Esta característica los hacía compañía frecuente de reyes y reinas.
En inglés, Shakespeare lo llama Fool, como si fuera el nombre propio de un enano anónimo, o bien su función, como un Gentleman, un Offcer o un Servant. Fool, en inglés, recordemos, es tanto tonto como loco.
Te puede interesar: Las mujeres de Shakespeare: una historia plena de pasión y misterios
Vale la pena recordar, al respecto, el relato de Napoleón Baccino, con quien tuve el privilegio de compartir una mesa, en Montevideo, en 1994, que comenta que en España los bufones se llamaban directamente locos. Los hubo muy famosos, como la pareja que aparece en Las meninas, de Velásquez, Mari Bérgola y Nicolasito Pertusat. Se los puede admirar en el Museo del Prado. En una sala lateral hay otro bobo, llamado El Inglés, y allí vemos también a Soplillo, junto a Felipe IV, su amo, y Don Sebastián de Morra, Cabacillos, Pablillos de Valladolid, Pernía y Don Diego de Acedo, todos pintados por Velásquez. Antonio Moro, pintor holandés al servicio de Felipe II, retrató a Pergerón, bufón del conde de Benavente. Otros pintores, como Sánchez Coelo, que sucedió a Moro, y Alonso Cano, alumno de Velásquez, también se ocuparon de los bobos. Se dice que, a lo largo del Siglo de Oro español, fueron registrados, con nombre propio, setenta y tres bobos, destacándose Velazquillo, Loco de Fernando, el católico, y Morata El Loco, mencionado por Felipe II en una carta dirigida a sus hijas. Se dice que Juan Batista de Sevilla jugó y ganó todas las partidas de ajedrez con Felipe IV. Está claro que el movimiento de los locos en la corte española no fue pequeño; infuyó en todo un momento literario, incluyendo a Cervantes, Quevedo, Góngora y Lope de Vega. Jerónimo Gracián y Santa Teresa de Ávila tampoco fueron indiferentes a esta idea. Shakespeare, siempre atento a su tiempo, también vivió esta infuencia y aquí, en King Lear, nos muestra toda la inteligencia de la que son capaces. Su toque personal está en el contrapunto entre la irracional locura del rey y la estudiada locura del bufón.
Si el Rey Lear hubiera conocido el discurso de Coélet, que abre con el conocido homoteleuto vanitas vanitatum, quizás no se hubiera dejado llevar tanto por la vanidad de su título. Incluso habría sido posible, aunque no podemos garantizarlo, ya que César Leal sitúa a Lear como contemporáneo del Rey Joás, restaurador del Templo de Salomón, quien, a su vez, es autor del Eclesiastés. Pero no, Lear realmente se siente entronizado en el lugar de rey, al punto de no reconocer que, al desistir, lo perdería; ¡una vez rey, pensó que siempre sería majestad! Por lo tanto, destierra a Kent y, en cuanto a Cordelia, además de desheredarla, le dice que sería mejor que no hubiera nacido. La frase que, en Edipo en Colono, Sófocles hace al coro dirigir al rey, en este caso, el rey, considerándose exento de este destino, la dirige a su propia hija. Por otra parte, la locura del bufón, cuando se expresa, en lugar de ser fruto de la vanidad, se manifiesta como preocupación por el otro y su circunstancia como, por ejemplo, en su discurso en la escena IV del tercer acto. Bajo la fría lluvia, atento a lo que lo rodea, dice: “Esta gélida noche acabará por volvernos tontos o locos a todos”. Y aquí Shakespeare distingue claramente entre el tonto (fool) y el loco (madman). Vale la pena mencionar el contrapunto porque Lear, unas líneas antes, había dicho que la tormenta que nubla sus sentidos es la que –narcisísticamente– atormenta su mente.
Verlo llegar a la vejez, al posible fin de la vida, puede ser un privilegio o un horror. Todo depende de lo preparados que se esté.
Seguir leyendo