(ENVIADO ESPECIAL) El barco ni siquiera había zarpado del Port of Miami y sobre la barra del bar en el casino del tercer nivel del Freedom of the Seas, la torre de latas de cerveza ya estaba siendo construida. Había alcanzado los diez pisos de alto, cinco de ancho, como un Jenga de borrachos que desafían la gravedad y el pulso. Para colmo, no eran latas chicas o angostas. La cerveza Foster’s australiana viene en contenedores de boca ancha, 750 centímetros cúbicos. Cada vez que una lata se apilaba, los borrachos gritaban “WOOOOO”. Todavía, nadie jugaba en las tragamonedas de video o las mesas de black jack. A metros de distancia había una grúa que en vez de peluches daba fajos de cien dólares en billetes de cara chica. Nadie la miraba. La torre era todo.
El pulso de los heavys que apilaban las latas -estadounidenses, canadienses, suecos, finlandeses, alemanes que escapaban del frío amargo del otro lado del mundo, o del otro lado de Miami- fue prodigioso. La torre nunca cayó. Minutos después, el crucero comenzó a moverse, pero el movimiento ni siquiera se sintió. Los constructores gritaron al apilar un nuevo nivel. Luego, sonaron las bandas. Así, en el crepúsculo de la era del coronavirus, más de 2700 metaleros navegaron hacia su propia forma de felicidad.
70000 Tons of Metal regresó este mes luego de un impasse de dos años a causa de la pandemia. Con cuatro días a bordo desde Miami hasta Bimini en Bahamas y vuelta. El viajes duró desde el 30 de enero hasta el 3 de febrero. Es un festival de heavy metal, con 60 bandas. También es un crucero, en uno de los barcos más poderosos de la línea Royal Caribbean, 338 metros de eslora, 14 niveles y una tripulación de más de 1300, con todo lo que un crucero sobre el Caribe implica. Mezclen las dos cosas en sus cabezas: cualquier imagen o idea que pueda surgir probablemente sea correcta.
En el crucero, los heavys y las heavys corren sobre las cubiertas alfombradas o el parquet y ocupan las barras de los bares y los más de seis jacuzzis. Se disfrazan, hacen cualquier cosa y se ríen: hay gente disfrazada de dinosaurios, de Muppets, de vikingos, vestidas en drag. Nadie jode a nadie. Todo lo contrario: la buena onda es el único discurso posible. Y la sensación de alegría, de libertad, es exhilarante.
Dormir no es una opción porque todo el tiempo ocurre algo. Casi todo el tiempo tocan bandas, alrededor del reloj, a las 10 AM o a las 5 AM, con todo en el medio. Y casi todo el tiempo hay algo bueno para ver. Quien no quiera ver bandas echado en un hidromasaje, puede ir a comer al buffet, o a jugar black jack, cantar en un karaoke de trasnoche o quedarse dormido en una reposera. Uno podría decir que porque es un evento de heavy, entonces debería estar lleno de tipos, pero un 39 por ciento de las asistentes fueron mujeres según datos del propio festival. Había familias con chicos, que se cubrían los oídos con auriculares de tiro, asistentes de hasta 79 años.
Los motivos para ir son simples. Thorsten viajó desde Munich con su mujer: “Nos gustan las bandas y no nos gusta el frío”, dice, mientras revuelve su daiquiri. Cris es de Villa Urquiza. Ni siquiera tiene que explicar su fascinación por toda la experiencia. Su alegría es notable cada vez que lo cruzo, un porteño en el Disneyworld de los adultos heavy metal.
Te puede interesar: Soy un heavy, amo el heavy: por qué fui a ver a Ozzy Osbourne
Los festivales dominan el discurso interno del metal hace más de tres décadas, desde el venerable Monsters of Rock en Donington, Inglaterra, o el Dynamo en Eindhoven, Holanda. Sirvieron para reformular la cohesión interna del movimiento, para formar megaeventos y para estimular, precisamente, esa sensación de libertad, más aún desde que el metal se separó del discurso mainstream para retener su identidad. Situaciones como el Wacken Open Air en Alemania y el Hellfest en Clisson, Francia, son gigantes, pueden superar los cien mil asistentes. Pero 70000 Tons of Metal es una historia no distinta, sino diferente.
Ciertos heavys suelen coser las pulseras y pases de los festivales a los que asisten a sus chalecos de parches. Es una marca de honor. Los festivales internacionales del género provocan ese tipo de identificación. Ninguno lo hace como 70000 Tons of Metal. Las mesas del merchandising del evento, con todo tipo de indumentaria con el logo del festival y remeras a 35 dólares, son más visitadas que las de las bandas mismas. Muchos presentes visten remeras de ediciones anteriores, algunos hasta de la primera de todas, un viaje a Cozumel en 2011, centran su calendario alrededor del crucero. Se llaman a sí mismo “survivors”, sobrevivientes.
Karla es de Ottawa, capital de Canadá. Huyó de una temperatura de más de diez grados bajo cero. Está orgullosa de sí misma mientras conversamos en un ascensor en el tercer día del evento. Logró dormir cuatro horas la noche anterior, dos en la primera. Lo considera suficiente. No es cocaína o anfentaminas lo que la mantiene de pie, jura ella, más allá de que ningún tic la delata, solo heavy metal. “Por eso nos llamamos sobrevivientes”, se ríe.
En cualquiera, pero bien
Para empezar, son 2700 personas de fiesta y rockeando en aguas internacionales. La sensación de intimidad no se compara a ninguna otra experiencia de la música en vivo. Todo parece mucho más cercano. Y los shows que dan las bandas suenan particularmente bien, con otro tipo de energía. Es un concierto, pero no se parece a un concierto normal. Si lo vieran, lo entenderían. Todas las bandas tocan dos conciertos, en horarios disímiles. Además, los grupos que son cabeza de cartel son intocables: Kreator, Destruction, Hypocrisy, Nightwish, Amorphis, Batushka, Belphegor, Kamelot, Rotting Christ, Cynic, Dragonforce, Dark Tranquillity, Korpiklaani, Feuerschwanz o la majestad de Uli Jon Roth, el genio creativo detrás de discos grandiosos de Scorpions como In Trance. Además, no importa dónde vayas, todo el tiempo suena metal en el sistema de parlantes del crucero: se oye en los pasillos, en los barcitos, en los restaurantes y en el buffet central, en cualquier lado menos en tu camarote.
Cancer fue la primera banda en tocar, a las 17 horas del 30 de enero. Son una pequeña leyenda del death metal, hijos de los tempranos 90s, una música sucia y pestilente. Lo hicieron en el Star Lounge, un lounge de crucero, donde cantaría un imitador de Sinatra. Nightwish, una institución del metal melódico que agotó el Luna Park meses atrás, dio un show superior en el Royal Theater del cuarto nivel, un teatro que es como un Gran Rex, pero más chico, tal vez tres cuartos de un Gran Rex. La performance de su cantante, Floor Jansen, es magnética, incluso para un cultor del metal más podrido. Y la distancia para verla es mucho menor que en el Luna Park. El grupo -cualquier grupo que toque- está, básicamente, ahí.
Esta proximidad, para este nivel de bandas, no se consigue en otro lado.
Hay aventuras en el horario trasnoche. De vuelta al Star Lounge, Enrico Di Lorenzo, voz de los italianos Hideous Divinity, comandó a unos cincuenta locos al filo de las 2 AM para una muestra salvaje de death metal técnico y brutal, estirando los límites de su garganta. Un chico en una remera de Malevolent Creation lo celebró agitando un pene de goma de 40 centímetros. A su lado, una joven oriunda de New York, no más de 25 años, aseguró que el pene de goma tenía nombre, “Jeff”.
Pero las grandes cosas pasan en el Pool Deck, el escenario en el nivel superior del crucero, una gran plancha de madera que cubre la piscina principal del crucero. Allí, en el segundo día, el grupo alemán Freedom Call detuvo su set para que Dean Owen, un inglés, le proponga matrimonio sobre el escenario a Sandy Nassif, a quien había conocido cinco años atrás. Nadie le gritó “blando” o “gobernado” al novio. Los metaleros hicieron fila para felicitar a la pareja.
Hypocrisy, máquina sueca del death metal, revisó su catálogo de los años 90 asfixiado entre luces rojas. Fue casi perfecto, una banda de más de 30 años de historia con el arrojo y el desquicie de adolescentes, sonaron como solo pueden sonar los pilares de un estilo. Un día después, Rotting Christ -institución griega del black metal- revisó su clásico y satánico LP “Thy Mighty Contract”, de 1993. El doble bombo de Themis Tolis hizo retumbar el piso. En 70000 Tons of Metal, el sonido puede ser algo maravillosamente exagerado. Skiltron, grupo porteño de folk metal con sonidos de gaitas en su mezcla, radicados hace años en Europa, fue parte del festival, con un éxito considerable. Emilio Souto, su fundador y guitarrista, subió al escenario con los finlandeses Korpiklaani, una de las mayores bandas de su género. Vistió un kilt escocés y la camiseta de River Plate. Poco antes, Herman Li, el virtuoso guitarrista de los power metal Dragonforce, se lanzó al jacuzzi principal con su instrumento, para un solo arrasador que nunca se detuvo a pesar de las burbujas.
Hubo otros momentos frente al jacuzzi mucho más íntimos. Uli Jon Roth, tras ejecutar cuatro movimientos neoclásicos de su propia escritura en una guitarra eléctrica de su propio diseño, se lanzó a una lista de clásicos de Scorpions como “The Sails of Charon”. Al final, interpretó “All Along The Watchtower” de Bob Dylan, pero en la versión de Jimi Hendrix. El solo, el tono que conjuró en su solo, no es posible de describir. Tal vez no había ni 200 personas al frente del escenario.
Los polacos Batushka montaron su ceremonia ante el Caribe en el tercer día, fue la unión de la gravedad del black metal sombrío con una puesta en escena que evoca la liturgia de la Iglesia Ortodoxa, entre íconos desfigurados e invertidos, cráneos que parecen de niños y el olor del incienso en incensarios. No fue una blasfemia, para nada. La reverencia que lograron es la real reverencia de la religión y la atmósfera que lograron en un contexto que es su antítesis fue grandiosa, tal vez descendida de las composiciones sacras de Krzysztof Penderecki, la expresión humana del eco e las tumbas de Dios.. Bartłomiej Krysiuk, su cantante, bendijo a la multitud con el asperges, el rocío ceremonial del agua, vestido en una túnica completa de símbolos, su rostro cubierto en negro total. El sol ni siquiera se había puesto. Las mujeres en bikini se alzaron de las reposeras para aplaudirlos.
Los freaks y los furros y los disfrazados entran al pogo y celebran, protagonizan escenas de surf humano y trencitos borrachos. Los latinos -mexicanos mayormente, centroamericanos, o latinos que viven en Estados Unidos- se hacen sentir entre los nórdicos con ojos de conejo. Un chileno que vive en Toronto llevó en alto una bandera mapuche con una cámara Go Pro atada al poste. Se la explicó a cada uno que le preguntaba al respecto, posaba con ella en fotos. Su identidad aborigen y su identidad heavy metal eran indivisibles.
La comida es libre, más allá de restaurantes específicos que ofrecen sushi o carne premium. El Main Dining Room, con una escalera de tres pisos y un piano de cola y meseros con moño, incluye una cena a la carta y de mantel blanco, con un salmón preparado de forma respetable, mariscos, carne a punto o jugosa. Muchos comensales, que se detienen de su periplo entre bandas, se olvidan de la norma básica de etiqueta básica de al menos ponerse algo con mangas, pero a nadie parecía molestarle.
El precio del alcohol puede ser prohibitivo para un argentino, diez dólares una cerveza o más. En términos de dólar tarjeta, o dólar Qatar, o lo que quieran, es una lata de Heineken que vale cuatro kilos de milanesa de pollo a precio de Villa Urquiza. No puede pagarse en efectivo blue para evitar la trituradora de las cargas impositivas, porque todo se carga a la cuenta de cada pasajero, vinculada a una tarjeta de crédito o débito.
El crucero, como cualquier crucero en el Caribe, cuesta lo que cuesta: 1300 dólares -precio final con impuestos- pagan un camarote compartido con cama cucheta, para convivir con perfectos extraños. Una habitación exclusiva con balcón propio frente al mar, con cama queen size, minibar, televisión con cable básico, escritorio y otras comodidades típicas de un hotel cuatro estrellas. Desde ya, hay un requisito básico: una visa de turista para abordar en Miami.
Viaje de egresados a la distorsión
Las camas cuchetas son un buen símbolo para describir la situación. En cierta forma, 70000 Tons of Metal es como un gran viaje de egresados, con los mismos trucos. No se permite abordar con botellas en el equipaje, así que algunos esconden licor en las botellas de shampoo o en los rum runners, sachets con pico a rosca. Así, mezclan ron o vodka con gaseosa, que cuesta 65 dólares por todo el viaje, servida en máquinas dispenser, en vasos especiales con un chip. En el Royal Promenade, la galería central del quinto nivel con barcitos y un duty free como de los de aeropuerto, una chica con un top de la camiseta de la Selección le gira su vaso de Royal Caribbean cargado de fernet con Coca Cola a quienes la felicitan por el triunfo en Qatar.
El olor a humo de marihuana, tal vez de algún vaporizador, es muy infrecuente. No hay pipas o porros a la vista. Nadie quiebra, por así decirlo, más allá de algún dormido en sillas o reposeras. Casi todos mantienen cierta compostura.
Frédéric Leclercq es el actual bajista de Kreator, un veterano de giras y circuitos a los 44 años, miembro de Dragonforce durante más de una década. “Es como pertenecer a una hermandad, a un culto. Elegís este camino. Querés vestirte de negro, oír esta música fuerte, maldita, cruda. Yo escuché a Manowar y dije ‘aquí voy’. En todos estos conciertos, festivales, casi nunca vi peleas, violencia. La gente es súper amistosa. Nadie anda con una pistola. Expresás tu energía, tu agresión y después podemos ser todos civilizados entre nosotros. Además, este crucero es caro. No lo olvides. Es un presupuesto. No lo critico. Es una experiencia de lujo, lo que lleva a que la gente se porte bien”.
La paradoja que Leclerq expresa es notable: el metal es una música de clase trabajadora y contestataria desde su concepción, desafiante. Cualquier intento de transformarlo en una historia derechista y pro-militar es una ridiculez. Kreator siempre fue una banda ferozmente contestaria, particularmente en u último disco, “Hate Über Alles”.
“Amo al metal, pero se convirtió en un lugar muy seguro, sin peligro. El rap parece un lugar más peligroso. A veces cuestiono el real peligro en el metal. Antes era un estilo que rompía barreras, ahora es una formula. Siempre me gustó la música, siempre me importó más la melodía, ese es mi escapismo. La cosa más rebelde tal vez no está, pero los códigos siguen allí. Cuando Kreator empezó en los 80s, no existían los códigos. Había que romper fronteras. Ahora todo tiene que ser así y asá”, dice.
El verdadero capitán
En la última noche antes de regresar al puerto de Miami, Andy Piller, el inventor de 70000 Tons of Metal -también el inventor del concepto del crucero de bandas metálicas- y productor jefe del evento, invita a una mesa selecta de invitados a acompañarlo para la cena en el Main Dining Room. Abre la carta y dice: “Invito yo”, mientras sus invitados eligen vinos Rutini a cinco veces lo que cuestan en un supermercado chino porteño y tournedos de lomo y colas de langosta, el clásico surf & turf. Hay miembros selectos de la prensa heavy metal, directores de los sitios web más populares del segmento. Wolfgang Rott está también en la mesa, es el CEO de CCM GmbH, la empresa de communication management aliada a 70000 Tons of Metal, un promotor de conciertos alemán con un anecdotario exquisito: Rott cuenta sus historias de guerra con Joe Cocker a fines de los años 80 mientras prueba su langosta. Pero el comandante aquí es Piller, el único productor de conciertos que es como una celebridad en el mundo del heavy.
Es suizo, pero parece argentino. Enérgico, locuaz, con una capacidad de metáfora netamente porteña, Piller se convirtió en un personaje en los últimos años, cargándose a sí mismo el título de “skipper”, o comandante del navío, aunque no sea un navegante. Los fans lo reconocen, hablan de él en redes sociales.
Piller recuerda cómo se le ocurrió la idea, tras haber sido promotor de bandas como Overkill, o de diversos festivales death metal en a mediados de los 90s, el pico del género. Luego, se mudó a Vancouver, Canadá, tras conocer a una novia. Un día de verano de 2007, vio un crucero ingresar al puerto. Y entonces, con dos cervezas encima, pensó: “¿Por qué no hacer un crucero con bandas heavy?” Hoy, hay decenas de cruceros de heavy o punk. Kiss hace el suyo, Megadeth hace el suyo. Pero 70000 Tons of Metal sigue siendo el original. Piller tiene un plan que suena ambicioso: traer el crucero a Latinoamérica.
-¿Latinoamérica es un mercado para esto? Esta es una experiencia de lujo. En el continente, es música de clase trabajadora.
-Puede que sea una paradoja, pero al ver todos los latinos que hay en el crucero, gente de Colombia, de Chile... Uno de los grandes problemas para venir es necesitar una visa estadounidense, particularmente si no vivís en las principales ciudades, donde no hay un consulado o embajada. Tenés que viajar, conseguir la visa, y después todo lo demás. Ahora, los períodos de espera son de 18 meses. Al menos, hay que sentar las bases para llevar el crucero allí.
-70000 Tons of Metal ya es parte de la cultura heavy.
-Esto es raro para mí. Trabajé toda mi vida en la industria de la música en vivo. Ir de gira como promotor es difícil, sos el primero que se levanta y el último que se acuesta. Es diez por ciento contaduría, veinte por ciento logística, setenta por ciento babysitting. Hablé con todas las líneas de cruceros, eran todas muy precavidas al comienzo. Las eduqué un poco. Les dije que el metal parece peligroso, pero esta es la gente más amistosa del mundo. Pagan sus tickets y pagan sus tragos. Hoy, los que trabajan en el front desk dicen: “Ojalá hiciéramos cruceros de metal todo el año. ¡La gente se porta bien!”. Y nadie te molesta, podés venir en un traje y corbata, ¡hacé lo que carajo quieras!
-¿Cuánto te afectó la pandemia a nivel negocios?
-Pfffffffffff.
-No es una pregunta retórica.
-Nunca eché a nadie, les pagué a todos, dos años. Al comienzo era obvio que no iba a haber un crucero en 2021. Así que fui a buscar financiamiento para mantenernos vivos. Te puedo decir que voy a trabajar gratis durante cinco años.
-¿Cuál es el costo de todo el crucero?
-Siete dígitos. El primero no es ni uno, dos, ni tres. Es algo. Este año todavía me duele. No voy a hacer plata. Tengo que mantener la marca. Estuvimos dos años sin operar. Para mucha gente, es el centro de sus calendarios, gente escapando de los países fríos. Hay tres canadienses por cada estadounidense.
-¿Qué puede pasar en el futuro? Esto es una fantasía de escape, es una vacación, pero también mantiene a la música viva.
-Soy realista, cada producto pasa por un ciclo. Esto funciona y sé que va a funcionar, pero no predigo el futuro. Hay cruceros para cualquier cosa. Desde metal a swingers, o a motoqueros, lo que sea. El estigma de que los cruceros son para viejos que juegan bingo ya no existe. Este es un barco fiestero. Ponete a mirar.
-¿Cuánto alcohol hay a bordo?
-Ese es un número de Royal Caribbean. Te voy a contar una historia. La primera vez que viajamos, fue a Cozumel. Les dije que cargaran alcohol, cerveza y cerveza. Se acabó antes de llegar a México. Cuando llegamos, vinieron siete camiones de Corona a descargar.
No tiene sentido hablar de un momento final en algo como 70000 Tons of Metal. Hay algo así, Andy va al escenario principal y saluda. El metal no entiende de despedidas. Principalmente, entiende de poder.
Así, hubo un momento por sobre todos los demás.
En su primer show en el crucero, en el Royal Theater, Kreator revisó sus himnos de agresión de mediados de los años 80 hasta 1990, con su LP¨ “Coma of Souls”, una lista de temas a pedido del bajista Leclerq. Mille Petrozza, su líder, un ícono feroz del metal al que le espera un show junto a Testament en Buenos Aires, parecía rejuvenecido frente al telón de fondo, una impresión gigante de su disco “Pleasure To Kill”.
Así, las canciones, una tras otra: “Ripping Corpse”, “Riot of Violence”, “Endless Pain”, “People of the Lie”, “Tormentor”.
La alfombra del piso del teatro no resistió la danza. Quedó partida a la mitad.
Fotos: Federico Fahsbender
Seguir leyendo