[Purple, 2018]
El mejor punto de partida para esbozar lo que trato de lograr en mi obra es Alain Badiou, quien comienza La verdadera vida con la provocativa afirmación de que, de Sócrates en adelante, la función de la filosofía es corromper a la juventud, alienarla (o, mejor dicho, “extrañarla” en el sentido del verfremden de Brecht) del orden ideológico-político predominante, con el fin desembrar dudas radicales y permitirle pensar de manera autónoma. No es de extrañar que Sócrates, el “primer filósofo”, fuera también su primera víctima y recibiera la orden de beber veneno por parte del tribunal democrático de Atenas. ¿Y acaso no es esta persuasión otra manera de nombrar al mal, siendo este la perturbación del modo de vida establecido? Todos los filósofos incitan a pensar: Platón sometió las ideas y los mitos antiguos a un despiadado examen racional, Descartes socavó el armonioso universo medieval, Spinoza fue excomulgado, Hegel desató el poder destructivo de la negatividad, Nietzsche desmitificó la base misma de nuestra moralidad. Aunque a veces parezcan filósofos casi estatales, el poder establecido nunca estuvo a gusto con ellos. Prende, en esta serie debemos considerar, de forma previsible, a sus contrapartes, los filósofos “normalizadores” que intentan restaurar el equilibrio perdido y reconciliar la filosofía con el orden establecido: Aristóteles en relación con Platón, Tomás de Aquino con respecto al efervescente cristianismo primitivo, la teología racional posleibniziana con relación al cartesianismo, el neokantismo con respecto al caos poshegeliano...
¿Significa esto que simplemente debemos elegir un bando en esta disyuntiva de “corromper a la juventud” o garantizar una estabilidad significativa? El problema es que hoy en día la simple oposición se complica: nuestra realidad capitalista global, impregnada por la ciencia, nos “incita a pensar”, ya que desafía las suposiciones más íntimas de una manera mucho más impactante que las especulaciones filosóficas más disparatadas, de modo que la tarea del filósofo ya no es socavar el edificio simbólico jerárquico que sostiene la estabilidad social, sino (retomando a Badiou) lograr que los jóvenes perciban los peligros del creciente orden nihilista que se presenta como dominio de las nuevas libertades. Vivimos en una era extraordinaria en la que no hay ninguna tradición en la que podamos basar nuestra identidad, ningún marco de universo significativo que nos permita llevar una vida más allá de la reproducción hedonista. Este Nuevo Desorden Mundial, esta civilización sin mundo que emerge de a poco, sin duda afecta a los jóvenes que oscilan entre la intensidad de vivir de forma plena (el goce sexual, las drogas, el alcohol, incluso la violencia) y el anhelo de triunfar (estudiar, hacer carrera en su profesión, ganar dinero dentro del orden capitalista existente). La transgresión permanente se convierte así en la norma. Recordemos la encrucijada actual de la sexualidad o del arte: ¿existe algo más aburrido, oportunista o estéril que sucumbir a la orden del superego de inventar incesantemente nuevas transgresiones y provocaciones artísticas (la performance del artista que se masturba en el escenario o se corta de manera masoquista, el escultor que exhibe cadáveres de animales en descomposición o excrementos humanos) o el mandato paralelo de participar en formas de sexualidad cada vez más “audaces”?
La única alternativa radical a esta locura parece ser la locura aún peor del fundamentalismo religioso, un repliegue violento a alguna tradición resucitada de forma artificial. La ironía suprema es que un retorno brutal a algún tipo de tradición ortodoxa (una inventada, por supuesto) se presenta como la “incitación a pensar” definitiva: ¿acaso los jóvenes terroristas suicidas no son la forma más radical de una juventud corrupta? La tarea principal de mi obra es, por lo tanto, la de discernir esta encrucijada y encontrar una salida.
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