He aquí una ofrenda nada modesta al lector de Infobae. Pondremos en proximidad dos obras literarias mayúsculas de Occidente, que nunca fueron emparentadas, al menos con motivo del lazo que aquí se propondrá. El mismo estriba en el “suicidio gozoso” de Sócrates, así como en el de don Quijote, “el caballero de la triste figura”. El primero, según el final de la obra Fedón, compuesto por un Platón para nada primerizo, de regreso de sus misiones políticas al reino de Sicilia. El segundo, según el ultimísimo capítulo del Ingenioso caballero Don Quijote de la Mancha, esto es el capítulo LXXIV, de la segunda parte, obra rutilante compuesta por Miguel de Cervantes Saavedra.
El concepto “suicidio gozoso” exige, obviamente, mayores precisiones, que dejen atrás la mera provocación al lector. Pudiendo mantenerse en vida, y contrariando el deseo de las íntimas amistades que los rodeaban, ambos personajes van al encuentro de la muerte.
Platón vierte abundante data acerca del juicio acusatorio contra Sócrates, en la así denominada Apología de Sócrates. Corre el año 399 a. C. Meleto es el vocero de la acusación, que se impone por 280 a 221 votos, en el seno de una suerte de tribunal supremo, la Heliaia ateniense: Sócrates “es culpable de corromper a los jóvenes, y de no creer en los dioses en los cuales la ciudad cree, sino en otras cosas demoníacas nuevas”. Se trata de un delito religioso: irrespetuosidad, a-sébeia, para con los dioses que reverencia la ciudad. Sócrates ejerce su propia defensa, irónica por cierto: alardea “el tener certezas, cuando la sabiduría humana vale poco y nada. Yo mismo no sé ni creo saber… Sabio es el Dios”. La sentencia es de muerte, pero cuenta con la opción de exiliarse. Sus amigos también contaban con los recursos pecuniarios para abonar una fianza, e inclusive para sobornar a los miembros clave del jurado. Mas lo que aquí nos interesa es la aceptación de la sentencia de muerte, ingiriendo el extracto de cicuta sin resistirse, que un empleado le alcanza sollozando. Adviértase que si bien Sócrates tuvo existencia real, aquí está captado como protagonista de las obras literarias de Platón, de quien se valiera para “evangelizar”, para dar la “buena nueva”, de su propia Filosofía.
Algún antiguo editor del Fedón subtituló esta obra Sobre el alma, la reconocida “psyché”; y otro, Sobre la inmortalidad del alma. Aquí seguiremos la traducción directa realizada por Conrado Eggers Lan (Eudeba, 1971). Las disquisiciones que despliega Sócrates ante sus allegados, apuntan a relativizar la muerte, y, por lo tanto, a abrirse paso a la aceptación gozosa de la misma. Invierte gran parte de su argumentación en la discusión con Cebes, uno de los amistosos participantes del terminal ágape, para quien no hay tal supervivencia del alma en el Hades, “morada de los muertos”, sino que, una vez sobrevenida la muerte del cuerpo, el soma, el alma “se disipa como un soplo o como el humo, y como tal marcha en un vuelo y ya no existe en ninguna parte”. Sócrates juzga que tal pensamiento proviene de los miedos infantiles.
Las argumentaciones retóricas que presenta Sócrates, lindan con la Sofística: “- El alma no admite a la Muerte. – No. -¿El alma es entonces inmortal? – Inmortal” (105 e); por ese motivo las dejamos a un lado. La Filosofía es de por sí un acto permanente de purificación, una kátharsis, en vida, una áskesis, que privilegia al alma, lamentablemente “mezclada con semejante mal” (66 b), el cuerpo, lo mortal, to thanaton, que “nos llena de amores, temores, guerras, toda clase de tonterías” (66 c), hasta que por fin sobrevenga la liberación, tal que permita compartir la vida propiamente dicha con los Dioses. Por momentos, Sócrates sostiene que esas mismas almas volverán a la vida encarnada, provistos ya de las más justas ideas sobre la belleza y el bien, ya que las almas son inmortales en sus sobrevidas, tema este que dejamos aparte.
Para franquear la vida encarnada, el ser humano habrá de esperar la orden que impartan los dioses: “hasta que la Divinidad envíe un motivo imperioso como el que ahora se me ha presentado” (62 c), y de ninguna manera anticiparla motu proprio, ya que somos propiedad de los Dioses, estamos al cuidado, “therapeia” (62 d), de aquellos. Sócrates halla dicha señal en la sentencia dictada por los miembros de la Heliaia. “Señores jueces, …no es de extrañar pues que un hombre que ha pasado su vida entregado a la Filosofía, se muestre animoso cuando está en trance de morir, y tenga la esperanza de que en el otro mundo va a conseguir los mayores bienes” (64).
En honor de quienes no leyeron aún el Fedón, evitaremos spoilear, destripar, los últimos fragmentos, que contienen una obra maestra de la literatura dramática. Se describen allí los detalles de la ingestión consentida de la cicuta, los llantos para hacerle desistir, las instrucciones que imparte Sócrates para la administración del hogar que abandona. Al estilo de Alfred Hitchcok, Platón se hace presente en el cónclave mediante su ausencia, -”creo que estaba enfermo”-, según Fedón, puesto por Platón mismo como relator del postrero ágape (59 b).
Nos corresponde ahora pasar al Don Quijote de la Mancha, personaje creado por Miguel de Cervantes Saavedra. De los ciento veintiséis capítulos de la obra, haremos incursión en el último capítulo, el LXXIV de la segunda parte (editada en el año 1615), cuyo acápite así reza: “De cómo don Quijote cayó malo, y del testamento que hizo, y su muerte”. Abandona la condición delirante de “caballero andante”, para ingresar en el territorio de la cordura, reconocida por sus allegados, y por él mismo, y sin embargo rechazará la vida terrenal, para disponerse a morir.
Recordemos. Don Quijote frecuenta los libros que describen las aventuras que emprenden los “andantes caballeros”, y ansía ser uno de ellos. Los mismos “echaron sobre sus espaldas la defensa de los reinos, el amparo de las doncellas, el socorro de los huérfanos y pupilos, el castigo de los soberbios y el premio de los humildes” (I, 2ª. Parte). Don Alonso Quijano, hidalgo rural de escasa hacienda, abandona su aldea, imbuído de ese “programa” con accidentada fortuna, con el nombre de “don Quijote de la Mancha”.
Más aquí, en el capítulo al que hacemos referencia, Cervantes Saavedra nos presenta a un don Quijote que repudia su propio historial caballeril, historial que hizo de las dos partes del Don Quijote un gran éxito editorial, y abomina de la literatura que hubo de fascinarle. Sus allegados se proponen “curarle” del todo, a fin de impedir una recaída. El cura y el barbero le encomiendan a la sobrina y a su ama darle de “comer cosas confortativas y apropiadas para el corazón y el cerebro, de donde procedía toda su mala ventura” (I). El bachiller Sansón Carrasco, disfrazado del “Caballero de la Blanca Luna”, urde una trama a fin de arrancarle a don Quijote el compromiso de retirarse “por tiempo de un año, donde has de vivir sin echar mano a la espada, en paz tranquila, porque así conviene la salvación de tu alma” (LXIV).
Los ardides terapéuticos son redundantes. Don Quijote ya no perderá su cordura, pero dicha cordura entraña la intención de no persistir en la misma, sino en un dejarse deslizar hacia la muerte. Afirma: “Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas” que le impusieran “los disparates y los embelecos, provenientes de los detestables libros de las caballerías”. Sin embargo “Yo me siento, sobrina, a punto de muerte…Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda priesa; déjese burlas aparte, y tráiganme un confesor que me confiese, y un escribano que haga mis testamento...”. El cura dictamina: “Verdaderamente se muere, y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno”. Sancho Panza, su escudero, no se da por vencido: “Señor mío, viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía”, menudo diagnóstico este. Igual que Sócrates, don Quijote instruye el pago de las deudas pendientes, en primer lugar, los salarios adeudados al ama, “más veinte ducados para un vestido”.
“Hallóse el escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballería que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano”. Es que fue una muerte deseada, tal la diferencia, en tanto grado supremo de la cordura.
Los colofones de ambos personajes supremos son exteriormente similares. Sócrates disfruta de la superioridad que le otorga su desafío y coqueteo con la muerte, ya experimentado como hoplita en las batallas contra Esparta. A su vez, don Quijote sospecha que la vida cuerda merece nuestro respeto, mas carece de interés. Por nuestra parte, no abundaremos en interpretaciones más o menos ocurrentes, el lector no las requiere. A Platón y a Cervantes Saavedra, nuestro agradecimiento por admitir el presente acercamiento.
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