Lo primero que pregunta Lucio cuando llega a la escuela es para qué sirve la literatura. Los alumnos están sumidos en el tedio; uno bosteza. Lucio acaba de tomar una suplencia en un colegio público de la zona sur del conurbano bonaerense, en el límite con la Capital. La materia es: literatura. Viene de la UBA, frecuenta los círculos literarios porteños, pero ahora el escenario es distinto. En la sala de profesores una docente le dice: “¿Leíste el Facundo? Bienvenido a la barbarie”.
Es una decisión más bien forzada: su padre, El Chileno, le pide que vuelva al barrio donde se crió, que lo ayude con el comedor que está montando y que dé clases en la escuela; a cambio, Lucio le pide que “baje las revoluciones” y que siga al pie de la letra lo que dice el médico: tiene cáncer. Así aparecen los primeros trazos de la trama de El suplente, la película de Diego Lerman que se estrenó en Netflix el 18 de enero, protagonizada por Juan Minujín y un elenco variado: Alfredo Castro, Bárbara Lennie, Rita Cortese, María Merlino, Amely Mejía, Morena Anselmino y Lucas Arrúa, entre otros actores.
“¿Alguien puede decirme para qué sirve la literatura?” La pregunta es demasiado abierta: ahí radica su potencial. Nadie se anima a contestar. El docente insiste. “Para tirarse a dormir”, dice uno. “Yo no leo”, dice otro. Una chica se toma en serio el tema: “Para contar historias”. Dylan, uno de los alumnos que ayuda en el comedor de El Chileno, padre de Lucio, dice: “Para nada”. Ahí el docente encuentra algo parecido a una verdad. “Decilo más fuerte... para que se despierte el amigo de ahí atrás” y señala a un chico del fondo, durmiendo contra el pupitre, que trabaja de noche en una fábrica textil. “¡Que la literatura no sirve para nada!”, grita Dylan. “Coincido. La literatura, en realidad, no nos sirve para nada. No tiene ninguna utilidad. No es un bien, no podemos comer, no podemos respirar, no podemos comprar nada con la literatura. En términos prácticos es completamente prescindible”. “Entonces, ¿para qué venís?, ¿qué hacés acá?”, lo increpa otro de los alumnos. “Para ver si le podemos encontrar algún sentido a esta materia el tiempo que estemos juntos”.
La película comienza con la presentación de un libro. No cualquier libro: un libro de poesía. En el panel, junto a la autora, está Lucio. También está el escritor Martín Kohan, quien hace de sí mismo y desarrolla una idea en torno a “la lectura como una invitación”. Cuando le toca a hablar a Lucio, luego de leer unos versos del libro presentado, dice que hoy “el lenguaje está más estandarizado que nunca” y deja car una pregunta: “¿Para quién escribimos?” Terminado el pequeño acto, todos se quedan charlando y bebiendo vino. Lucio le dice a su amiga, la autora del libro, que le gustó mucho y que le “sorprendió para bien”.
Kohan lo felicita por el halago porque, dice, “a vos nunca te gusta nada”. En esta escena inaugural ya comienzan a jugar elementos que vale la pena destacar. El primero: la importancia del disenso y la originalidad, del halago genuino, contra la tan de moda celebración automática, contra la adulación fácil. El segundo: la literatura como invitación a la escritura pero también a la lectura, como un diálogo más que un monólogo, como una conversación.
Cuando Lucio llega a la escuela se desata un conflicto ligado a la venta de drogas. Algunos de sus alumnos venden en el baño del colegio. La policía militariza la escuela y mandan “vigilantes” a los cursos. De fondo, una puja entre dos partidos políticos que nunca queda clara y eso le da a la atmósfera un tinte todavía más complejo. Algunos alumnos tienen que esconderse lejos, otros no van más a la escuela porque sus padres prefieren sacarlos de ese entorno violento. En el medio, los docentes asumen sus pequeñas posibilidades y no se dan por vencidos.
Hay una escena que grafica muy bien la mezcla de impotencia y coraje del momento: Rita Cortese, la directora del colegio, le dice a Lucio: “¿Vos te creés que a mí me gusta estar acá, en el colegio, con los chicos que están vendiendo droga, con los padres que quieren mi cabeza, con un fiscal que está atornillado al teléfono? ¡Y el Ministerio metido en todas las aulas! ¡Precioso! Pero igual vengo todos los días y me enfrento y estoy. ¿Y sabés por qué lo hago? Por una única razón: porque yo creo que vale la pena”.
Una tarde de 1965 en Francia, un grupo de intelectuales se reunió a exponer argumentos en torno al título de aquel debate público: ¿Para qué sirve la literatura? Frente a ellos, estudiantes atentos, algunos ingenuos, otros cínicos, todos entusiastas. Aquella ambiciosa pregunta —muy recurrente en el siglo XX, el siglo de las distopías— estaba inyectada de ciertas ideas que se empecinaban en establecer al escritor como un activista, como un intelectual; el capitalismo todavía no lo había acorralado en el rincón de las precarizaciones, aún gozaba de cierto prestigio. Jorge Semprún, Jean Ricardou, Jean-Pierre Faye, Simone de Beauvoir, Yves Berger y Jean-Paul Sartre ensayaron disertaciones aquella tarde. Alguien se sentó a desgrabar la conversación y se editó como libro ese mismo año. “La literatura es lo que pone en duda al mundo sometiéndolo a la prueba del lenguaje”, dice Ricardou en aquel panel. “La tarea de la literatura, y lo que la vuelve irremplazable”, sostiene Beauvoir, es “proteger contra las tecnocracias y contra las burocracias lo que hay de humano en el hombre”.
Tres años después llegaría el Mayo Francés y se daría ese fenómeno novedoso, no sólo allá, también en el mundo, donde la clase trabajadora y la militancia estudiantil cierran filas en un mismo programa político de lucha. Son años convulsionados en un país convulsionado. Hay un horizonte inmenso de posibilidades y un piso horroroso, el pasado sangriento reciente al cual no volver. En ese sentido, era necesario derribar la torre de marfil opara que el escritor baje al barro, se enchastre con la realidad y camine el mundo cotidiano, el universo de lo público, para narrar sus historias con algunos gramos de dolor encima. Cuando le llega el turno a Sartre todos hacen silencio. De alguna manera aquel debate se inició en 1948 cuando Sartre publica ¿Qué es la literatura? En su disertación habla del escritor como un trabajador y del lector como el músico que toca la partitura compuesta por el autor. Y cierra así: “Si ha vivido ese momento de libertad; es decir, si durante un momento ha escapado —gracias al libro— a las fuerzas de alienación o de opresión, téngase seguridad de que no lo olvidará”.
A medida que Lucio se compromete con el barrio —su vida personal le exige lo mismo— intenta acercarse a los chicos. Nada parece fácil para un docente. Cuando lee el poema de Juan Gelman de 1959, “El juego en que andamos”, hay chicos que bostezan. Una alumna dice: “Me perdí ni bien arrancó, profe”. Otra dice: “No entendí nada”. Lucio pregunta qué es la poesía y nadie abre la boca. Cita a Borges y las cosas se sumergen en un torrente de abulia. Pero no baja los brazos. En otra clase habla del género policial y una chica le cuenta que la policía mató a su hermano, hace un año, por la espalda, y que si eso tenía que ver con el género policial. Otro chico ensaya unas rimas, empieza a hacer freestyle, la clase se enciende. Otro escribe algo sobre la muerte de su padre, asesinado por la policía en el robo a una fábrica, y la clase se conmueve. De pronto, la literatura deja de ser una nube inmaculada, se pone negra, brota de ella un relámpago que ilumina zonas anestesiadas. Uno de los chicos escribe un poema breve y Lucio lo lee en su casa: “Pasó ayer / pasó también hoy / se fue la primavera”.
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