“Vengan a ver el milagro. Cosquín empieza a cantar”, dice el locutor sobre el escenario Atahualpa Yupanqui. El cielo se ilumina de fuegos artificiales y suenan las campanas de la iglesia frente a la Plaza Próspero Molina. La voz engolada de Claudio Juárez estira la frase hasta el éxtasis, la arenga, acentuando una mística festivalera difícil de explicar, incluso de sentir, si nunca se estuvo en Cosquín.
El Festival de Folclore de Cosquín nació de un acto milagroso. Su historia es la de un pueblo que debió transformarse para no convertirse en una ciudad fantasma. Los veraneantes del Valle de Punilla pasaban en sus autos tapándose la boca, porque cargaba el estigma de haber sido un lugar de recuperación para los enfermos de tuberculosis entre la década del veinte y del treinta. La “mala fama” de pueblo tuberculoso lo acompañó incluso décadas después del descubrimiento del medicamento para tratar la enfermedad.
En enero de 1961, los coscoínos cambiaron su destino. Hicieron su propia pueblada. Crearon un festival de folclore. Para la primera edición construyeron el escenario con un muro de ladrillos de cinco metros de altura a mitad de la ruta 38, que cruza todo el pueblo y va camino a La Cumbre y La Falda. Fue una de las movidas más audaces del marketing criollo y llamó la atención de las autoridades nacionales y de los turistas de la provincia. Así nació el mito coscoíno.
Este año el festival, que se convirtió en el más importante de la música popular argentina, va por su edición 63 y es un sobreviviente. Tuvo su época dorada en los sesenta. Resistió en los setenta a la censura de la dictadura militar y al declive en los ochenta. Fue caja de resonancia del boom comercial y generacional de los noventa. Vivió períodos de privatización, malos manejos, hasta que fue recuperado por un espíritu más progresista y una mirada histórica del festival. Este es el octavo año de una comisión municipal de folclore que buscó ordenar una grilla infinita y balancear el gusto popular y las nuevas propuestas en un difícil equilibrio, a veces con mayor éxito que en otras.
“Desde el 2016 sostenemos noches temáticas. Fue un cambio de paradigma. Bajar la cantidad de artistas y que sea más democrático el uso del tiempo de los artistas, salvo los cierres. Cada una de las lunas tiene una búsqueda y se intenta que la gente disfrute de comienzo a fin y que no venga a ver a un solo artista. Ese concepto lo sostuvimos todo este tiempo y trabajamos en esa línea de programación. Siempre es un desafío año a año encontrar las mejores propuestas para que muestren lo que nosotros queremos mostrar en cada edición. Siempre lo más complejo es recibir muchas propuestas y seleccionar solo algunas”, dice Luis Barrera, que forma parte de la Comisión Municipal de Folclore de Cosquín, a cargo de la programación del festival.
Cosquín acompaña un período de transición de la música de raíz. No es una época brillante, pero tampoco revela una crisis o una sequía artística. Todo lo contrario. Atraviesa, en verdad, una nueva etapa de invisibilidad mediática, aún con el cambio de paradigma que imponen las redes sociales (que no parecen haber reparado en la movida folklórica). A pesar de eso, incluso de la preeminencia de lo urbano, la música folklórica se viraliza en las guitarreadas (un ritual constante en todas las provincias salvo en la capital porteña), o en un festival como Cosquín.
El músico tucumano Claudio Sosa con cinco discos solistas editados, sobrino de Mercedes Sosa, referente de la generación folklórica que surgió en los noventa, fue este año para encontrarse con sus pares, disfrutar de conciertos y vivir por unos días la experiencia del festival. De ese viaje se vino con un diagnóstico: “Quizás Cosquín está entrando en esa meseta cuando lo comercial abandona el negocio y queda lo genuino”, dice el cantor.
El movimiento folklórico se está rearmando después de años de recambios generacionales y la aparición de proyectos emergentes que todavía no se consolidaron. Es un mapa musical que sobre el escenario de Cosquín y resumido en nueve lunas puede lucir fragmentado, individualista. Sin embargo, la generación que surgió en la década del noventa, donde había una fuerza colectiva que empujaba con nuevas propuestas, incluso desde estéticas diferentes, quedó reflejado en la sexta luna cuando Raly Barrionuevo invitó a subir a cantar a Soledad y a Jorge Rojas, sellando esos encuentros espontáneos que siempre marcaron al festival a lo largo de su historia.
Sobre el gran escenario de la Plaza Próspero Molina también aparecieron figuras de recambio y que vienen creciendo -consagrados como los santiagueños Orellana Lucca-, aunque otras personalidades artísticas se quedaron afuera. Es el caso del puntano José Luis Aguirre, un ícono dentro de la nueva generación folclórica. Se presentaron leyendas como Los Manseros Santiagueños -que se sostienen por la perdurabilidad latente de su repertorio clásico- y grupos como Destino San Javier (hijos del Trío San Javier), o los salteños Ahyre, que buscan perfilarse como herederos naturales de la popularidad de Los Nocheros. La presencia de Jairo junto al guitarrista Juan Falú y el pianista Horacio Lavandera en la noche de apertura, aportó un toque de calidad.
.Al margen, siempre en Cosquín aparecen esas fisuras, brotes, como aquellos que florecen en medio de un desierto. Nuevas voces como las del neuquino Nicolás Pérez, ganador del Pre-Cosquín en el rubro mejor tema inédito y mejor dúo junto a su hermano Federico Perez, o la de Maggie Cullen con su sensibilidad interpretativa. Aunque la lista es mucho más larga.
Para el periodista Andrés Fundunklian, que está cubriendo el festival para el medio córdobes La Voz del Interior, Cosquín tiene una responsabilidad histórica más importante que el resto de los festivales. “La realidad de esta gestión es que están hace mucho tiempo y no se sabe como seguirá después de las próximas elecciones. Los primeros años se propusieron noches conceptuales. Las consagraciones estaban bien. Le dieron una impronta histórica al festival, pero después de la pandemia y los últimos años se fue quedando. Este año hubo aperturas interesantes como la de Los Caligaris, pero se dejó de lado la canción de autor. Tampoco no se apuntaló a aquellas figuras que pueden tener convocatoria en el futuro. Pero también hay que decir que con esto que pasó de Rojas y Raly cantando juntos hay una intención clara del festival de romper las supuestas grietas estéticas. Eso es para destacar de esta edición”, dice el periodista, que cubre hace una década el festival.
En las calles se siente el efecto de la crisis en el consumo, pero se mantiene el fervor popular por la música folklórica. A diferencia de otros festivales, donde todo se centra en el escenario, en Cosquín todo el pueblo –calles, balnearios, plazas, peñas, cafés– es tomado por músicas y músicos de todo el país. “Cosquín no es solamente la Plaza Próspero Molina. Ayer pasaba por los espectáculos callejeros y había un mundo de gente en los balnearios, los campings, la feria, las muestras. La fiesta de Cosquín sigue más viva que nunca. Estamos muy contentos y sentimos el acompañamiento de la gente”, dice Luis Barrera de la Comisión de Folclore.
En cada rincón grupos con el sueño de convertirse en las futuras estrellas del género, o simplemente jóvenes ilusionados con dedicarse a la música, llegan a la localidad cordobesa del Valle de Punilla, para recibir los primeros aplausos y experimentar esa bendición en el lugar donde nacieron los grandes fenómenos populares del género. ¿Cómo no ir?
“Las calles de Cosquín no cambian. Reproduce folcloristas y expresiones culturales durante las veinticuatro horas. No está supeditado a un portón de un festival que se abre por la noche. Hay música en todos lados, todo el tiempo. Es una maquinaria de un mes contando el Pre-Cosquín, donde cada vez va más gente. Eso está bueno. Es como un lugar de reproducción continua de la música folklórica. En la calle te encontrás a todos. Aunque no estén programados los músicos van igual para encontrarse con otros músicos. Saben que ahí se van a cruzar con alguien. Es ir a encontrarse con los abrazos”, dice el cantor tucumano Claudio Sosa.
Podría ser la misma postal del boom de los sesenta, donde chicas y chicos andaban con sus guitarras criollas y bombos a cuestas a toda hora. Esa reserva folclórica de una música que está viva en todo el país y que se concentra en enero, como esas peregrinaciones que desplazan millones de personas hasta la Meca, se mantiene y sirve de terreno fértil para la continuidad de la música popular. Pero eso no se transmite por televisión.
Las guitarreadas. La gente bailando al lado del río. Los autos estacionados pasando chacareras y zambas a toda hora. Los grupos tocando en cada calle de Cosquín. Las nuevas amistades que nacen entre músicos. Es el milagro que se repite cada año, pero que pasa del otro lado de la pantalla, en el Cosquín real.
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