Carlos Gamerro es uno de los mayores y más respetados narradores y estudiosos de la literatura argentina de y, me atrevo a decir, de la literatura en general. Nació en Buenos Aires, en el año 1962. Narrador, traductor y ensayista, dicta desde siempre celebrados cursos y talleres. Entre sus obras de ficción se encuentran Las islas, El secreto y las voces, La aventura de los bustos de Eva y La jaula de los onas. Algunos de sus ensayos son Ulises. Claves de lectura, Facundo o Martín Fierro. Los libros que inventaron la Argentina, El nacimiento de la literatura argentina y otros ensayos y Borges y los clásicos.
Recientemente Taurus publicó Siete ensayos sobre la peste, un libro en el que a partir de una lectura minuciosa de obras de la literatura, el cine y también de las artes visuales, y sin desdeñar las aristas filosóficas y religiosas del tema, Gamerro busca desentrañar las claves históricas del momento que vivimos como humanidad desde el comienzo de la pandemia, en 2020.
Con una erudición amable y cautivante, el autor nos lleva hacia un viaje por la historia de las epidemias y las pandemias -de los griegos a Defoe, Bocaccio y Camus hasta Thomas Mann o García Márquez, pasando por las películas de zombies- lo que convierte este viaje en una expedición al interior de las diferentes sociedades y culturas y, también, a nuestros propios miedos y reflexiones a partir la incertidumbre provocada por la el coronavirus.
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Los siete ensayos que componen el libro apuntan también a pensar en el futuro y en la necesidad de construir memoria sobre la pandemia, para no repetir errores. “El desafío es cómo hacemos para construir una memoria porque la reacción humana más básica es que, apenas termina una pandemia, la gente lo que quiere es olvidarse, volver a la vida de siempre y hacer de cuenta que no sucedió”, explica Gamerro.
Lo que sigue es la conversación que mantuvimos semanas atrás, en la que hablamos sobre el nuevo libro y también sobre la propia experiencia de Gamerro con el virus durante los primeros meses de la pandemia, cuando todo era temor apocalíptico y especulaciones y las vacunas aún no se habían convertido en una realidad.
— Tu libro toma relatos sobre la peste a lo largo de la historia. Los relatos de la literatura, los relatos del cine, también los relatos sociales. ¿Cuál era tu propio imaginario sobre la peste o sobre la pandemia, en general, hasta que te dispusiste a escribir esta obra?
— En buena medida se trata de un libro que escribí para entender cómo la llegada -aparentemente- tan repentina y ciertamente inesperada de la pandemia nos cambió. Nos cambió el modo de vida de un día para el otro, y eso es fácil de entenderlo. Ha dejado cambios permanentes de los cuales estamos conscientes pero, al mismo tiempo, un poquito ya empezamos a olvidar. Esto de estar hablando por Zoom, por ejemplo, que antes no sucedía o podía ser una rareza y hoy se convirtió en la norma. Y, después, modificaciones físicas como la relación con los cuerpos de los demás, en las familias pero también en las calles, en el transporte público. Y otros cambios más profundos, seguramente inconscientes, que emergen más claramente cuando uno los encuentra en estos relatos. Yo creo que en mi imaginario, como en el de todos nosotros, había un elemento fundamental que le daba forma y era que “esto pertenece al pasado, esto pertenece a la historia, esto ya no va a suceder”.
— Una especie de negación.
— Estábamos muy mal preparados para enfrentarnos a algo así. Sobre todo porque hay algo que no nos llegaba del pasado y es la transmisión oral, la conciencia colectiva. O sea, ¿cuántos de nosotros recordamos a nuestros padres diciendo “mirá, la epidemia es así”. ¿O a nuestros abuelos? Y, sin embargo, algunos de ellos pueden haberlo vivido, sobre todo abuelos o bisabuelos. Pensemos en la gran peste, quizás la mayor epidemia por ahora de la historia de la humanidad, que fue la de la mal llamada gripe española de 1918/1920, y que acá, en Argentina, fue devastadora, como en todo el mundo. ¿Qué memoria viva nos queda de eso? Prácticamente ninguna. ¿Qué registro quedó en la literatura, en el cine? Muy poco. De repente descubrí que novelas que conocía muy bien, que había leído varias veces, que incluso había enseñado como La señora Dalloway, de Virginia Woolf o Paradiso, de Lezama Lima, tenían a la pandemia de influenza de 1918 como un núcleo fundamental, si bien no son novelas que tratan enteramente sobre la pandemia. Pero me parece que el factor que más contribuyó a que no tuviéramos un imaginario fuerte tenía que ver con el futuro. La idea de que esto ya no es importante o de que no hay que pensar en esto porque no va a volver a suceder. Y, por lo tanto, también a una cierta desatención a cómo leíamos la literatura donde aparecían estas cuestiones. Acabo de dar dos ejemplos. Otro podría ser no darse cuenta de que la literatura occidental empieza con un episodio de una epidemia, hablo de La Ilíada.
— Claro.
— Realmente decir: pucha, esta es una experiencia que no sólo que implica problemas concretos, prácticos, cómo no contagiarse, cómo trabajar, cómo lidiar con la enfermedad, sino algo que, lo estoy por decir y empiezo a tartamudear un poco, pero tiene que ver con la esencia de ser humano. La vivencia de las epidemias ha estado siempre con la humanidad hasta que hace 100 años, más o menos, buena parte del mundo desarrollado, en el cual nosotros nos incluimos a medias pero, médicamente, podría decirse que Argentina está más o menos ahí, decidimos que esto ya no es parte de la experiencia humana. Y así nos cayó.
— Hay dos momentos del libro que tienen que ver con esto que estás señalando. En la página 40, en un momento se dice: “Lo más aterrador es aceptar que detrás del virus no hay nada, que la ‘marcha del progreso’ y la intrincada articulación de una civilización planetaria pudieron ser detenidas y alteradas por un retazo de ARN que ni siquiera tiene la delicadeza de ser del todo un ser viviente’. Estás hablando particularmente de La máscara de la muerte roja, el relato de Poe, y escribís: “detrás de la máscara de la peste no está Dios sino el vacío.” Pero después, en la página 104, se dice: “Con la peste no solo se pierde el respeto a la autoridad; también se debilita o desaparece la solidaridad entre amigos y vecinos y, de modo más aterrador, llegan a cortarse los lazos familiares, imaginados hasta ese momento como indisolubles e imperativos”. Ahí estás hablando de Bocaccio. Pero, más allá de los textos invocados, todo resuena porque son situaciones que volvimos a vivir y no las teníamos incorporadas, por lo menos no las teníamos en la memoria histórica de nuestras generaciones.
— Sí, exactamente. Por otra parte, bueno, te agradezco que hayas leído esos dos fragmentos porque tiene que quedar claro que en mi caso, dados mis conocimientos, mi área no sé si de especialización pero sí de interés, yo no hablo directamente de las epidemias sino de sus representaciones literarias, cinematográficas, y, de modo más acotado, en las artes plásticas. Estoy contento, además, porque logré que en el libro se incluyeran esas láminas a todo color. Es mi primer libro con imágenes pero me parecía que eran útiles. Pero, sobre todo, había un cuadro que es el de Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires, de Blanes, que está en el Museo Nacional de Artes Visuales de Uruguay y es muy conocido, pero es muy poco conocido el boceto previo, que es prácticamente la visión contraria que la del cuadro que luego se hizo famoso. Me interesaba que estuviera y hablar de él porque, prácticamente, en las artes y, sobre todo, en la literatura no quedó un rastro, una marca importante de la gran epidemia de fiebre amarilla.
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— De eso hablás sobre el final del libro, cuando señalás algo así como que deberíamos ir pensando un proyecto de memoria de esta pandemia. Ya ahora podemos saber que no es algo que se termina como querríamos, como nuestro deseo marcaría. Y señalás como ejemplo la memoria histórica de la Argentina en relación a las violaciones de los derechos humanos. A esa construcción asociás lo que debería ser la construcción de una memoria de la pandemia. Me resultó súper interesante eso.
— Gracias. Y, sí, yo creo que más allá de que el libro tiene una función estética, es un libro que de interés para los estudios literarios porque casi todos los relatos que elegí, salvo unos pocos, son muy buenas historias. También es cierto que la experiencia de vivir una epidemia te cambia totalmente como lector. Yo doy un par de ejemplos. Uno es La peste, de Camus, que yo había empezado a leer y de entrada lo leía como un libro más sobre la guerra, la ocupación, el colaboracionismo -y el propio Camus la escribió en buena medida con esa intención- que un libro sobre la peste. Y eso se refleja muy luego en la adaptación cinematográfica de Luis Puenzo, que claramente es una película sobre la dictadura, no sobre la peste. Sin embargo, leer esta novela de Camus atravesando la pandemia, como lo hice yo, te hace decir: no, es sobre la peste. Ni hablar del Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, que no tiene ninguna pretensión simbólico-alegórico política sino que es un relato muy marcado además por la tarea previa periodística de Defoe. Es el primer escritor importante que viene del periodismo, antes no existía tal cosa. Y vos ves ahí que están hablando de la situación concreta, de lo que es atravesar una epidemia y de qué les pasa a la sociedad y a los individuos. No solo al colectivo sino a cada subjetividad. Otra gran obra es Pálido caballo, pálido jinete, de Katherine Anne Porter, que para mí es la obra que mejor capturó lo que sucedió con la pandemia de influenza. Ahora, por qué algunas memorias históricas son más fáciles de construir o tienen más poder de permanencia que otras, como las de la guerra o en nuestro caso la dictadura y todas las violaciones de los derechos humanos. En buena medida creo que es la hipótesis que está detrás de la construcción de La señora Dalloway, de Virginia Woolf y es que el relato de la Gran Guerra, porque la pandemia de influenza coincidió con el final de la Primera Guerra Mundial, tapó, obturó el relato y la memoria de la epidemia. En La Gran Guerra y la memoria moderna, un libro maravilloso de Paul Fussell sobre la literatura de la Primera Guerra, prácticamente la pandemia de influenza no aparece. Pero Virginia Woolf hablaba de que hay relatos masculinos y femeninos, ¿no? Y claramente parecería que el relato de la enfermedad y la epidemia tiene que ver con el hogar, con el cuidado, y no tiene tradición. Y ella dice, además, en un ensayo que es Estar enferma, o Estar enfermo, On being ill, en inglés, que la literatura de la enfermedad no tiene tradición y no sirve tampoco para darle forma a un relato mientras que la guerra, desde los poemas homéricos hasta ahora, siempre ha sido un modelo muy poderoso. Y el desafío es ése: cómo hacemos para construir una memoria, porque además la reacción humana más básica que aparece en todos estos relatos -en La peste de Camus, en el Diario de Defoe, que no es un diario, es una novela, es un diario ficticio-, es que, apenas termina la pandemia o la epidemia, la gente lo que quiere es olvidarse y volver a la vida de siempre y hacer de cuenta que no sucedió. Y lo hemos visto nosotros, lo estamos viendo, y en estos días que volvieron a aumentar los contagios es como que de nuevo la gente dice: ah, no, ¿pero otra vez esto? ¿No era que se había ido? Y no. No se había ido y está bueno que no queramos olvidar tan rápido. Perdón, estuve un poco vehemente…
— No, no, para nada. Otra de las cuestiones que generan discusiones y polémicas son las prácticas de los gobiernos ante eventos como la pandemia. En tu libro contás cómo, a lo largo del tiempo, aparece esa paranoia de que los gobiernos van a meternos a todos en nuestras casas y van a aprovechar para controlarnos.
— Sí, yo recién hablaba un poco de novelas que podríamos llamar realistas, en el sentido de que están basadas en investigaciones sobre lo que efectivamente ocurrió en distintas sociedades, ciudades, y qué medidas tomaron los gobiernos con epidemias concretas, históricamente situadas y enfermedades reales como la peste bubónica o la influenza. Pero hay otro grupo de relatos en los cuales el cine se vuelve muy importante, que trabajan más bien sobre el imaginario. Porque las pestes, las epidemias, tienen dos características que las diferencian de otras catástrofes naturales, o naturales/humanas, como son la mayoría. Una es que el agente es invisible. Y, de hecho, hasta prácticamente fines del siglo XIX no había certeza de que un germen transmitía la enfermedad o si eran miasmas. Acá, cuando fue la epidemia de la fiebre amarilla de 1871, no se tenía ni la más remota idea de que el vector de transmisión era el mosquito. Y uno dice bueno, está bien, siglo XIX, Buenos Aires. Pero en la pandemia de 1918 a 1920 se discutía si era un virus o una bacteria porque los virus todavía no habían sido observados. Eso recién se vería en la década del 30 con el microscopio electrónico. Y recordemos también nuestra experiencia: al principio no se sabía muy bien cuál era el modo de contagio, entonces no sabíamos muy bien si era por el aire, si era por tocar cosas. Yo iba al supermercado, volvía y por ahí estaba sin barbijo pero lavando cada fruta con lavandina. Y eso crea una especie de paranoia, que, por ejemplo, en la película Contagio la resolvieron muy bien cinematográficamente porque la cámara avanza en el estilo de la cámara subjetiva de Tiburón, de Spielberg.
— Claro, claro.
— Y toma un picaporte. Toma una manija. Una silla. Y vos decís: todo es peligroso, todo está vivo, todo…
— Todo es potencialmente mortal.
— Claro. Esa es una diferencia. Y la otra, que está presente en ese fragmento que leíste, es que la mayoría de las otras catástrofes, ya sean de factura humana como la guerra o naturales como tormentas, inundaciones, terremotos, tienden a cohesionar el grupo social. La que muy especialmente lo infiltra y lo disuelve es la epidemia o el temor de la epidemia. Y esto está muy bien presentado por ejemplo en la novela de Defoe. Y también ahí es donde, digamos, solucionando ambos problemas, aparecen las metaforizaciones de la epidemia del contagio, los vampiros y, sobre todo, a partir de bien avanzado el siglo XX, casi terminando el siglo XX, la figura de los muertos vivos o los zombis. Aunque no todos. Porque también ahí hay una cuestión que se ve muy claramente: hasta los 90, más o menos, los muertos vivos son productos de explosiones nucleares, radiación, porque el gran peligro para la humanidad es la devastación nuclear, un peligro que no ha desaparecido, dicho sea de paso. Pero es interesante ver cómo el cine, y sobre todo el cine comercial más que el cine arte, refleja nuestro imaginario y le da forma a nuestros temores más profundos y más difíciles de formular. Y a partir de los 90 empiezan a aparecer los zombis o muertos vivos, que no es lo mismo pero bueno, hoy genéricamente se les dice zombis a todos, que muerden y transmiten el contagio por la mordedura. Quien es mordido se convierte en muerto vivo. Y ahí recién empiezan a funcionar pandémicamente. Y ahí claramente en términos históricos ya estábamos preparados para la epidemia aunque no nos dimos cuenta. Porque estas películas de muertos vivos precedieron a la pandemia de coronavirus.
— Claro, claro.
— Pero no en una formalización consciente. Y eso tiene que ver con dos formas que yo llamo la pesadilla hobessiana y la orwelliana. En una se produce el colapso civilizatorio, volvemos a ser bandas armadas luchando unas con otras o contra los muertos vivos o los vampiros en el caso de Soy leyenda, la novela, que es buenísima, aunque las tres películas que se hicieron son una peor que la otra.
— La novela de Richard Matheson.
— Sí. O la que llamo pesadilla orwelliana que, en realidad, no se produce un retroceso civilizatorio, aunque yo cuestiono la idea de retroceso civilizatorio, porque lo tribal es otra de civilización, no es una civilización más rudimentaria o más primitiva. Y la otra es algo más relacionado con el imaginario de la distopía, de la ciencia ficción. Una civilización súper tecnológica como la que estamos viviendo y que se ha vuelto más dependiente de la tecnología durante y después de la última pandemia y que el gobierno aprovecha, toma la pandemia como excusa, y en las versiones más paranoicas directamente inventa una pandemia que no existe, o la genera, con esa idea de los virus de laboratorio. Ahí, todas las teorías conspirativas que conocemos ya estaban trabajadas previamente por la literatura y el cine. Y ese gobierno entonces aprovecha para instaurar un sistema totalitario, de vigilancia. Que algo de eso hay en el Foucault de Vigilar y castigar, pero es un Foucault mal leído y creo que uno de los que lo leyó mal durante la pandemia fue Agamben que es brillante, pero... O se leyó mal a sí mismo.
— Mencionás a Agamben por el concepto del estado de excepción, ¿no?
— Claro. Era tan sacado de sus libros lo que pasaba con el coronavirus que él dijo “Bingo, tengo razón en todo”. Pero para tener razón en su tesis, que es una tesis totalmente sólida, decidió que el coronavirus no existía. Que era un invento de los gobiernos para instaurar el estado de excepción. Pero en sus libros Foucault no hablaba de pandemias inventadas. Él propone dos modelos, el de la lepra, que es un modelo de exclusión y el de la peste bubónica, que es un modelo de vigilancia, “El panóptico” se llama justamente su capítulo sobre esos modelos. Pero él nunca dice que las pandemias son inventadas o son magnificadas. Dice que se instaura un sistema de excepción válido para el momento de la epidemia y luego ese modelo de control se sigue usando posteriormente, cuando la epidemia ha pasado. La diferencia parece sutil pero es fundamental.
— Hablamos de medidas y de vivir en sociedad, donde todo el tiempo se chocan tus necesidades personales y tu libertad de hacer lo que querés con el bien comunitario. En tu libro aparece la cuestión de las pérdidas, que no son sólo las pérdidas humanas sino también los momentos que uno pierde de estar, de pronto, con seres queridos en tiempos clave como la enfermedad o la muerte, como ocurrió en el comienzo de la pandemia. También está el tema de qué hacemos con nuestros muertos y cómo hacemos para pensar más allá de la experiencia personal de cada uno de nosotros.
— Sí, y ya que hablás de experiencias personales, yo en el 2020, antes de las vacunas, me lo agarré y estuve internado y me pasó por la cabeza todo esto que habíamos visto. Pensaba: “me está pasando a mí, ahora”.
— No lo sabía y no lo mencionás en el libro. ¿Estuviste aislado?
— No, no llegué a estar totalmente aislado pero, bueno, estuve internado en un hospital público tres, cuatro días. Más que nada en observación. Y estar ahí y ver en la misma sala… Un poquito más lejos había pacientes con respirador, sin dudas debe haber enriquecido la experiencia.
— No tengo dudas.
— Pero si vos mirás, por ejemplo, una obra que fue muy mal leída - empezando por su propio autor- que es La peste de Camus, cuando vos la lees después de haber atravesado la pandemia te das cuenta de que en ningún momento hay una crítica a las autoridades y que el doctor Rieux, que es el protagonista y al final de la novela te das cuenta que es quien escribió la historia, en ningún momento cuestiona las medidas. A lo sumo dice “bueno, después de que vimos lo que pasó, tenemos que evaluar cuáles fueron buenas y cuáles fueron malas, cuáles funcionaron y cuáles no”. Creo que todos tendemos a olvidar el grado absoluto de incertidumbre e ignorancia que teníamos al empezar la pandemia y, con el conocimiento posterior, criticamos las disposiciones del gobierno. Los gobiernos funcionan como burocracias, funcionan con las luces que les son propias, algunos claramente no quisieron escuchar a los científicos, a los médicos, que tampoco en los primeros momentos sabían muy bien…
— Cómo proceder.
— Claro, recordemos a la Organización Mundial de Salud diciendo que no hacía falta usar barbijo pero sí que hacía falta lavar y desinfectar todo, cuando era exactamente al revés. O, hasta hoy en día, esto parece una pavada pero hablábamos hace un rato del lenguaje, que se sigue diciendo tapabocas y entonces ves a la gente con el barbijo por debajo de la nariz y decís “no, no es tapabocas, es barbijo y se usa por arriba de la nariz”. Parece que no, pero si decís tapabocas, la gente, inconscientemente, asume que con taparte la boca alcanza.
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— Hay una especie de gran ambición o sueño y es que estas experiencias nos hacen mejores como personas. Como si fuera una especie de dimensión moral del asunto. A partir de lo que leíste y analizaste, y también de lo que viviste, ¿cuánto hay de sueño, de deseo y cuánto de una verdadera posibilidad?
— Bueno, hay toda otra dimensión que trabajo sobre todo en el primer ensayo del libro, que es “El origen de la peste”, y es la idea de que la peste es por algo o para algo. Es una idea sobre todo religiosa, Dios nos castiga, o Dios nos pone a prueba, o quiere que seamos mejores. No sé, el modelo del diluvio y el arca de Noé, que modelo de muchos relatos, sobre todo de los que son un poco más imaginarios. La epidemia, el pequeño grupo que se salva y la humanidad que comienza de nuevo. También son interesantes en ese sentido los relatos como El último hombre de Mary Shelley, o Soy leyenda, de Matheson. Y también la importancia de ciertos textos filosóficos. En el libro, sobre todo, destaco La naturaleza de las cosas, un largo poema filosófico de Lucrecio, donde la peste que devasta Atenas acaba con todo y sin ninguna explicación. Sin dudas, los virus no son agentes inteligentes ni mucho menos morales, así que no vienen para enseñarnos nada. Pero ya sea como individuos o como sociedad, a partir de ese vacío existencial de muchas experiencias, necesitamos darle sentido. Pero ese sentido se construye posteriormente. Y haciendo esa reflexión, paso del primer ensayo al último, que es justamente el fin de la peste. Y aprovechando cierta polisemia del término “fin”, digo bueno, cómo se organiza la sociedad si queda absolutamente devastada y hay que empezar prácticamente de nuevo. O si, directamente, se termina la humanidad, como sucede, por ejemplo, en las novelas de Shelley y Matheson. Pero la palabra fin también implica finalidad, y, en este caso, la pregunta de si el virus vino para algo. Bueno, ciertamente no vino para algo pero nosotros podemos hacer que haya servido para algo, es un trabajo que tenemos que encarar. Y, sin aceptación y sin una construcción de memoria de lo que sucedió, no podremos encontrarle una finalidad, un sentido, un para qué. No podremos fabricarlo.
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