Adivinar el pintor de un cuadro es uno de los pequeños placeres que nos regala el arte. Cualquiera que se haya cruzado con las obras del colombiano Fernando Botero habrá experimentado esa sensación de alegría causada por el reconocimiento de su inconfundible estilo. Apenas cuesta identificar la huella impresa en los colores y las figuras que definen la estética rebosante del artista. Difícil no advertir, al fin y al cabo, los personajes “gordos” que destacan en cada una de sus piezas. Aunque ha señalado que el elemento principal de su arte es el volumen, y que por lo tanto jamás pintó a una mujer con kilos de más: “El volumen se lo aplico a todo, aplico la redondez a todo. Mis obras son sensuales”.
Fernando Botero, hoy de 90 años, nació en 1932 en Medellín. Cuando terminó sus estudios secundarios se trasladó a Bogotá, donde se impregnó de los debates estéticos y políticos de la época, juntándose con artistas e intelectuales de la vanguardia colombiana. En 1951, cuando presentó sus dos primeras exposiciones individuales, todos quedaron impresionados con su técnica. Poco después viaja a Europa y se establece en Madrid. Luego permanece durante un tiempo en México, hasta que se instala en Nueva York. En cada lugar donde vivió, aprendió algo distinto que terminó aplicando a sus obras.
Incluso en Nueva York, donde predominaba el arte abstracto, supo experimentar con la pincelada agresiva, la utilización de tonalidades fuertes y el uso de formatos grandes habitual en artistas como Jackson Pollock, Franz Kline y De Kooning. Las distintas influencias que absorbió el pintor requieren un poco más de atención en sus cuadros, en los que es posible advertir también afinidades con el realismo norteamericano y el muralismo mexicano de Rivera, Orozco y Siqueiros. Botero mismo exhibió este juego al público con una serie de lienzos en los que reversiona grandes obras maestras del arte occidental con su particular mirada: entre otras, la Gioconda de Leonardo, el Díptico del duque de Urbino de Piero della Francesca o Las meninas de Velázquez.
En La muerte de Pablo Escobar y Pablo Escobar muerto, realizados en 1999 y 2006 respectivamente, ese gesto pop cambia de dirección hacia la historia reciente de su país. No solo reconocemos el sello del artista sino también al personaje retratado, nada menos que una celebridad maldita que llegó a ser la referencia inmediata –y desafortunada– cada vez que alguien pronuncia la palabra Colombia. La figura del capo de Medellín, acusado de múltiples crímenes que dejaron cientos de muertes en su suelo natal, se apodera de ambos cuadros a fuerza de su desproporcionado tamaño y del peso que aún carga sobre la sociedad colombiana. Y, sin dudas, se apoderó también del artista, que para el segundo retrato decidió emplear un formato más amplio.
En vida, Escobar Gaviria tuvo dos presagios, dicen algunos. El primero, que Fernando Botero lo pintaría algún día; el segundo, que Álvaro Uribe llegaría a ser presidente. El líder narco admiraba al artista nacido en la misma ciudad, algo de lo que se hizo eco la prensa luego del atentado sufrido en el Edificio Mónaco, tras conocerse que la explosión había dañado un Botero que tenía en su casa. Al pintor no le hizo ninguna gracia la noticia, y lo manifestó a viva voz: “Le pedí al director del periódico El Tiempo que escribiera una editorial e informara que yo sentía repugnancia por el hecho de que Escobar tuviera una de mis obras. Mi amigo periodista me pidió entonces que después de escribir, me fuera del país por seguridad, y así lo hice, empaqué y me fui para Europa”, relató tiempo después.
A pesar del rechazo que Botero sentía por Escobar, a quien ha considerado como uno de los máximos responsables de la violencia política y social que asoló su país, también era consciente de lo gravitante de su figura y de la imagen romántica que el Robin Hood paisa ha proyectado sobre el pueblo colombiano. Algo de esa aureola es reconocible en estos retratos, que presentan una temática que hasta entonces apenas había asomado en su obra. El pintor siempre estuvo convencido de que su primera responsabilidad es pintar bien.
El primero de los trabajos forma parte de una vasta serie de óleos, dibujos y acuarelas relacionada con la violencia en Colombia, en la que recrea escenas del conflicto armado y algunos episodios sucedidos en el país sudamericano en el último medio siglo, como masacres y atentados. El segundo cuadro, en el que Escobar ya aparece muerto, integra otra serie en la que también se reflejan episodios violentos en otras partes del mundo. Las descarnadas postales, según admitió, fueron inspiradas en los horrores que retrataron famosamente Goya y Picasso.
“Soy contra el arte como arma de combate, pero en vista del drama que sufre Colombia, llegó el momento en que sentí la obligación moral de dejar un testimonio sobre un momento tan irracional de nuestra historia”, dijo Botero cuando donó la primera de estas piezas, junto a otro medio centenar de obras, al Museo de Antioquia. La colección ha viajado luego por diversos museos del país y del exterior, con el fin de presentar este testimonio plástico de las duras, dolorosas y terribles circunstancias que han sufrido los colombianos durante las últimas décadas.
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