Una naranja en el bolsillo: crónica de un viaje al Alto Karabaj

Una feria en Montevideo y el recuerdo de un viaje a un enclave en disputa, con hombres y mujeres que viven rehenes del pasado soviético y de la guerra entre armenios y azeríes. El texto forma parte “El mar nunca se acaba”, el nuevo libro de la escritora y cronista argentina

"El mar nunca se acaba", de Liliana Villanueva, fue publicado por Fruto de dragón.

En el mercado de frutas de Ciudad Vieja compro cebollas, jengibre, rúcula, albahaca, un cuarto kilo de coco rallado. El señor de las hierbas me da una receta para hacer sopa de rúcula, la receta no es de él sino de su mamá, me explica. Lo miro extrañada, el hombre debe tener unos setenta años. Con una sonrisa agrega: “Mi mamá tiene noventa”. Una señora le pide al vendedor de quesos “que esté fresco, ¿tá?”. El vendedor le responde: “Con este frío, señora, ¿cómo no va a estar fresco el queso?”.

Hace frío este junio en Montevideo, el viento sopla helado entre los puestos, el mar se revuelve inquieto al fondo de la calle. Como para mantener el calor, los puesteros se vuelven chistosos: “Joven, ¿qué llevamos hoy?”, le dice el vendedor de pescado a una viejita encorvada. “Cuídese la tos, vecina”, me recomienda un mulato de cara suave mientras ordena frutas. Su socio es muy gordo, de gordura concentrada, bajo el pulóver a la altura de la cintura la panza forma un salvavidas; en su cabeza, una serie de mechas ralas, separadas algunos centímetros entre sí, caen, grasosas, sobre la frente.

Me acerco a la pirámide de naranjas y el hombre canta con voz aguda:

—¡Tre kilo veinte! ¡Tre kilo veinte!

Me pregunta qué voy a llevar y le cambia la voz, se transforma en grave, como la de un locutor de radio. Quizás cuando llega a su casa su cuerpo también se transforma, abraza a su mujer y el salvavidas de grasa desaparece, le crece el pelo parejo y se convierte en un Adonis. Compro tres kilos de naranjas y estoy lista, no necesito más nada. Espero el cambio, y cuando el Adonis me lo da, agrega una naranja de yapa. Pero como tengo las manos llenas y las bolsas llenas, se estira deportivamente sobre la pirámide de frutas y pone la naranja en el bolsillo de mi abrigo. Y es por ese gesto, por la naranja en el bolsillo, que me acuerdo. Me acuerdo.

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Camino entre los puestos de la feria hasta la peatonal Sarandí pero ya no estoy en Montevideo, estoy en otro lugar, muy lejos, en un mercado de frutas y verduras entre el canto de los vendedores, hablan en un idioma que no comprendo. Hace un frío que no se parece en nada a este frío. Todas las imágenes y sensaciones, los ruidos, los olores, el color de la tierra, las casas y las caras están en mi memoria como si los recuerdos hubieran estado esperando en fila, como ropa vieja colgada en perchas, para volver ahora mientras siento en las yemas de los dedos la piel arrugada de la naranja en el bolsillo.

Ilustración original del libro de Liliana Villanueva publicado por Fruto de dragón.

Stepanakert, capital de la autoproclamada República del Alto Karabaj, enclave armenio en territorio de Azerbaiyán, veinte años de guerra y muchos más de pobreza. Y una historia de muerte atrás. 1915, dos millones de armenios desterrados de sus pueblos, muertos de hambre y agotamiento en el camino hacia los desierto de Irak, las “Marchas de la muerte” impuestas por los turcos, mientras Europa estaba demasiado ocupada con la Primera Guerra Mundial. Y después, la invasión soviética y Stalin.

Recuerdo el viaje muy temprano por la mañana desde Yereván, como en un sueño el Ararat emergió detrás de las nubes al otro lado de la frontera con Turquía. El monte sagrado, tan presente e inalcanzable desde que Lenin, en los años veinte del siglo pasado, se lo regaló a los turcos.

El aire azul y el gris plateado de la luz, las laderas del monte iluminadas en naranjas y rosas; ahí está, a la derecha de la ruta, el Ararat bíblico donde se cree ancló el arca de Noé después del diluvio, en el principio de los tiempos. Se ve pero no se toca.

El monte nos acompaña durante casi una hora y recién se queda atrás cuando el auto sube entre cadenas de montañas. Viajo con dos periodistas alemanes, están cubriendo la reelección presidencial en Armenia y aprovechamos la visita al país caucásico para conocer el enclave, en disputa con Azerbaiyán. Grevorg, el chofer armenio, llegó al hotel antes de que saliera el sol. En el tablero de su jeep, pegada entre los instrumentos, una cruz cristiana como una flecha indica el camino que avanza hacia adelante, hacia arriba, a las montañas en dirección al Alto Karabaj, a unas diez horas de distancia de Yereván.

Los alemanes dormitan, yo observo el hipnótico paisaje seco de piedra. En Saravan, el paso de montaña a más de 2000 metros de altura, se despiertan, un embotellamiento de camiones iraníes y autos armenios nos demora, la nieve acumulada sobre la ruta se suma al blanco de la niebla y a la luz blanquecina del cielo. Hace frío mientras empujamos el auto sobre la ruta ganada al hielo, todavía siento el frío en el cuerpo cuando avanzamos a paso de caravana entre las cimas de la montaña nevada.

Liliana Villanueva, discípula de Hebe Uhart, periodista y escritora.

Después de un par de averías más, llegamos al fin a Shushi, una ciudad en ruinas devastada por la guerra. Los edificios parecen abandonados, pero en los balcones de chapa oxidada hay señales de vida, ropa de bebé colgada, una ventana nueva con el marco de aluminio blanco. Una niña vestida de rojo lleva de la mano a un chico muy abrigado, tiene una capucha de lana de rayas rojas y negras. ¿Adónde van? ¿De dónde vienen? La ciudad entera está en ruinas, ruinas y más ruinas como después de un bombardeo o de un incendio. El resto es pobreza.

Y en medio de las casas derruidas, orgullosa y blanca, se eleva la iglesia blanquísima revestida en mármol, la torre del campanario está en construcción aún abrazada por andamios, dos obreros pican cascotes sobre la tierra arrasada bajo una grúa inmóvil que semeja una cruz inmensa bajo el azul del cielo. ¿El azul del cielo? ¿No había niebla? Hace apenas unos segundos la ciudad estaba sumergida en el aire nebuloso y frío bajo un cielo inexistente, ¿es este el mismo cielo que el de la calle en ruinas?

Frente a la iglesia, un triste bloque de viviendas industrializadas de la época soviética. Ahí vive el obispo, con quien tenemos una cita. La entrevista dura menos de media hora. El obispo es muy joven y no habla de religión sino de política. Acaricia uno de los cuatro teléfonos sobre su escritorio y dice con grandes gestos y grandes frases:

—¡Nunca renunciaremos a lo que es nuestro por los errores políticos de Lenin y de Stalin!

Los bolcheviques habían incluido al Alto Karabaj dentro de la República Socialista de Azerbaiyán en una estrategia de “divide y triunfarás” con la firma de Stalin, georgiano de origen. El mismo nombre del enclave, Nagorno Karabaj, es un resumen del acoso y la opresión de este pueblo: Nagorno significa “montañoso” en ruso, Karabaj es una palabra de origen turco-persa y se traduce como “jardín negro”.

Le pregunto a uno de los periodistas si necesita fotos del obispo, me dice que no. El obispo sigue hablando y dejo de prestar atención a su discurso. Los

teléfonos sobre su escritorio son de distintos colores: violeta, amarillo, rojo y celeste. El obispo nota mi interés y me explica que los usa para diferentes llamadas: el rojo es para Rusia, el amarillo para llamadas a Armenia y al violeta lo usa para llamar dentro del enclave. Del celeste no dice nada, quizás se trata de su conexión directa con Dios.

Cuando salimos a la calle me piden que saque algunas fotos de la plaza central. Me he convertido en la fotógrafa oficial del grupo, además de trabajar como corresponsal nómade para el servicio español.

Ilustración original de "El mar nunca se acaba", de Liliana Villanueva.

Los alemanes hacen una pausa para fumar y saco fotos de las ruinas desiertas. Desde una esquina se acerca una anciana, está vestida con un piloto verde oliva que semeja un uniforme, limpio y bien planchado pero demasiado grande para ella. Quizás antes, cuando era joven, lo llenaba, y la edad la redujo, o fue el hambre, la guerra, la pobreza. Los alemanes se alejan hacia el auto y me hacen señas para que vaya con ellos, seguramente creen que la mujer está loca o viene a pedir limosna, o las dos cosas. En estos lugares la pobreza es diferente a la de otras partes, es una pobreza ordenada y limpia, recogida y tímida, una pobreza que se lleva con cierta dignidad, como un uniforme militar.

La mujer se me acerca, me mira a los ojos como tratando de ubicarme geográfica o étnicamente y al final se decide, me habla en armenio. Nota que no la entiendo y pasa al ruso:

—¡Diévushka, diévushka!

“Muchacha, muchacha”, me dice insistente para que no me vaya –me escape– como mis colegas. La piel de su cara es pura arruga, parece de cuero, tiene pecas y manchas de la edad, pero sus ojos oscuros brillan llenos de energía. En la mano sostiene un atado hecho con una serie de pañuelos anudados, como esas bolsas de diseños japoneses o las carteras de las abuelitas rusas de los mercados moscovitas. Va desanudando las telas floreadas y cuando llega al tercero y último pañuelo aparece una pila de documentos ordenados. Saca del montón un carnet y lo abre, hay una foto con un sello, es una imagen en blanco y negro de una mujer joven, hermosa, con ojos marrones enormes y dulces. Está en uniforme de guerra. Son los mismos ojos de la mujer que ahora vuelve a mirarme y me dice:

—Eta iá.

Se señala el pecho: “soy yo”.

El carnet contiene una medalla y una leyenda en cirílico: Guerói Vainá, “Héroe de la Guerra”.

—Luché contra los alemanes —me dice orgullosa.

Los periodistas sonríen desde el otro lado de la pequeña plaza, fuman otro cigarrillo y me miran compadecidos. Uno me hace señas e indica su reloj pulsera, debemos seguir viaje a Stepanakert, en media hora tenemos una cita con el presidente de la República. La mujer me muestra otra foto, es su hijo, también en uniforme, murió en la guerra contra los azeríes. Los alemanes me apuran. Me disculpo y me despido de la mujer. ¿Qué limosna se le puede dar a una heroína de la Segunda Guerra Mundial? Rápidamente saco un billete de mi billetera, no sé exactamente qué valor tiene, lo pongo en el bolsillo de su piloto y la abrazo para no verla a los ojos. Me voy, casi corriendo, al auto. Y después, en Stepanakert, la entrevista con el ex periodista de 38 años convertido en presidente de una república independiente no reconocida por ningún otro país del mundo con excepción de Armenia. Mientras los alemanes hacen preguntas saco un rollo entero de fotos, no todos los días se encuentra una con un presidente.

Más tarde entrevistamos al ministro de Guerra y al de Economía, que aquí es más o menos lo mismo. Solo nos queda una entrevista a un francés de la Cruz Roja. A mí el francés no me interesa para mis notas; pregunto si me necesitan para las fotos y me dicen que no, del francés solo quieren un par de citas para completar un feature.

Quiero estar un poco sola, jugar a ser turista, ver el pasar tranquilo de la vida en las calles lejos de discursos oficiales. Si al menos hubiera un café desde donde mirar lo que pasa en la vereda y tomar notas de mis impresiones. Pero en Stepanakert no hay cafés ni hay veredas, la vida en una economía de guerra tiene pocos lugares que ofrecer al turista.

Hay un mercado pegado al edificio de la Cruz Roja y me alegro como una niña de tener toda una hora para mí en este país de uniformados, Kaláshnikovs y gente que habla un idioma incomprensible, puro checheche y chuchuchu.

Y tantos ojos negros con la mirada detenida, ausente, indescifrable como su idioma, con otro alfabeto y otros códigos. Son caras que parecen no haber reído nunca.

Frente a la puerta del mercado me detengo unos instantes que se me hacen eternos, un temor inexplicable se apodera de mí de repente. Guardo la Nikon en la mochila, consciente de que empieza a atacarme esa timidez que me paraliza. Durante medio segundo pienso en dar la vuelta e irme, pero ¿adónde? El miedo tiene dos caras, el arrojo acompaña a los tímidos. Al fin me arrojo y entro.

Camino entre los puestos como si cada día de mi vida fuera al mercado de Stepanakert a hacer compras, aunque no tengo un plan ni necesito nada. Nadie me presta atención, nadie me mira. Agradezco haber nacido morocha: en la mayor parte del mundo, en Uzbekistán y en España, en Irán, en el Cáucaso y en Israel, puedo pasar por una persona del lugar; hasta en Rusia piensan que soy rusa, y en el Este de Europa me toman por francesa. Camino entre los gritos de los vendedores: “Tre kilo veinte, tre kilo veinte”, parecen decir en su idioma. Algunas caras tienen rasgos rusos y me siento a salvo, a los rusos los conozco, hablo el idioma. De los armenios sé tan poco.

Ilustración original del relato "Una naranja en el bolsillo".

Me sorprende la frescura de las frutas y verduras, hasta en los países más pobres las naranjas son de color naranja, y aunque el estado de sitio es perpetuo las cebollas y las papas siguen creciendo bajo la tierra, las manzanas son rojas y amarillas, la lechuga y el perejil son de un verde reluciente, mientras que todo el resto es gris, las casas son grises y la tierra es gris, de un gris permanente como el cielo, que solo es turquesa sobre la catedral de Shushi, para alegría del joven obispo.

Los vendedores me ofrecen su mercadería. Uno de ellos –le faltan cuatro dientes– grita su cantinela sonriendo. Su mujer ofrece empanaditas calientes en una bandeja, las destapa para que las vea. Cuando estoy frente a su puesto su marido le da un codazo, ella se ríe y me muestra sus dientes de oro. Me señala las empanaditas, le sonrío y digo que no con la cabeza.

En la mayoría de los puestos hay vendedoras con rostros sin edad, ¿tendrán treinta, cuarenta, ochenta, doscientos años? La mayoría tiene hijos y maridos, hombres perdidos en la guerra. Una mujer gorda me mira con ojos turquesa, es más ancha que su puesto, una mesita de patas altas de cuarenta por cuarenta centímetros donde expone semillas, piñones y nueces en bolsas de tela. En un frasco hay canutos de papel hechos con hojas de libros, quizás son las obras completas de Lenin, clases de marxismo-leninismo publicadas en tiradas millonarias para ser usadas como packaging. Tiene semillas de girasol peladas que me pueden. Ve mi interés y toma un puñado, me agarra de la mano y pone ahí las semillas de girasol como si mi mano fuera un cuenco. Trato de sacar la billetera sin que se caigan las semillas pero ella dice “no, no” con la cabeza, con todo el cuerpo. Le agradezco con la única palabra que sé decir en armenio:

—Shnorakalutiún.

Podría haber dicho “mercí” como dice todo el mundo, pero ya que aprendí esa palabra tan complicada, la uso. Me mira asombradísima, me habla en armenio y le explico en ruso que no hablo el idioma. Ella habla ruso sin acento, aunque sus ojos turquesas parecen decirme que es rusa, me aclara que es armenia y se llama Soya Sarkisián. Quiere saber cómo me llamo.

—Lili —le digo.

En este lugar mi nombre suena un poco estúpido, es un nombre de cabaretera, de puta francesa. Pero existe una versión armenia, anoche en Yereván cené con una amiga de mi amiga Natasha que se llamaba Lilí Berberián.

Soya me sonríe y grita mi nombre a los cuatro vientos, me presenta a todo el mundo:

—¡Lilí! ¡Se llama Lilí!

Se acerca una mujer, Soya le pasa un brazo por encima del hombro y la presenta: Svetlana Agadyania. Soya y Svetlana son nombres dulces. En ruso, sviet significa flor y también color, nombres de flores para mujeres rudas, maduras, viudas de guerra. Svetlana me pregunta de qué país vengo, y cuando lo digo, gritan asombradas.

—¡Arguentina!

Se acerca otra mujer bajita a la que le explican, como si ya supieran todo sobre mí:

—Mirá, es de Arguentina.

La mujer bajita me pregunta:

—¿Te gusta Stepanakert?

Qué contestar a esa pregunta. Como en Rusia, no se puede decir que es lindo. Y todo lo que no es lindo es interesante. Digo:

—Es interesante.

Las tres mujeres se miran entre sí. ¿Interesante? ¿Qué puede tener de interesante el gris, la pobreza, la guerra? Quieren charlar pero tienen que cuidar sus puestos por si llegan clientes. Me piden que les saque una foto juntas. Soya saca un espejito, se arregla coqueta, se colorea las mejillas con un masaje rápido y pasa el espejo a las amigas que se arreglan el pañuelo, el turbante, la bufanda de lana que cubre la cabeza. Soya plancha su voluminoso busto con las manos y ya está lista para la foto. Me miran serias para la primera toma. La del medio, con un abrigo de cuello de piel marrón, dice algo que las hace reír, en la siguiente foto aparecen dispersas mirando hacia cualquier lado, una se tapa la boca muerta de risa.

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Les pregunto adónde les envío las copias. Soya anota su dirección en un papelito: Úlitza Revoluzi, 43. Stepanakert. La del abrigo de cuello de piel vive en la Úlitza Lenina. Calle de la Revolución, calle de Lenin, aún conservan los nombres soviéticos. No sé si alguna vez llegará el sobre a este enclave de una república no reconocida por nadie que ni siquiera existe en los mapas. Pero ellas sí existen, me abrazan, cada una me da tres besos en las mejillas, me palmean la espalda como a una vieja camarada.

—No nos olvides —me dice Svetlana.

Tantas veces escuché esa frase en el Cáucaso, como con las hermanas refugiadas en Tiflis. Eran de Abjasia, otro enclave sobre el Mar Negro disputado por dos repúblicas, los separatistas pro-rusos y Georgia. También los rusos nacidos en las ex repúblicas que quedaron varados después del colapso de la Unión Soviética me pedían que no los olvidara, y los hijos y nietos de los republicanos españoles exiliados, ellos (Mijaíl, Olga, Valentina) nacieron en la Unión Soviética pero se sentían españoles. Cómo olvidarlos, aunque quizás no sigan vivos los recuerdo, siguen en mis fotos después de tantos años, siguen en sus propias frases que anoté en mis cuadernos. Cuando estoy por salir del mercado el vendedor de naranjas me llama, también quiere una foto, se abraza a su mujer de dientes de oro y se pone en pose de póster. Otros se acercan y me piden:

—Yo también, yo también.

Las fotos en el mercado. Ilustración original del libro.

Me llenan de papelitos con las direcciones para que les mande copias. Mi hora libre pasó volando y cuando salgo a la calle me encuentro con los alemanes. Klaus-Helge quiere comprar casetes, le cuento que vi un puesto de música al final del mercado. Preferiría quedarme afuera esperando, no se entra dos veces al mercado de Stepanakert. ¿Qué van a pensar los puesteros, Soya y sus amigas que ya se despidieron de mí con besos y abrazos como si no fuéramos a vernos nunca más en la vida?

Guío a los alemanes entre los puestos, pero ellos no necesitan guía ni explicación alguna, tocan todo y se comportan de manera soberana, son los dueños del mundo, ni siquiera ocultan sus cámaras. Cuando paso entre los puestos los vendedores me saludan. Llegamos al puesto de Soya y como si nos hubiéramos despedido hace un año, me grita:

—¡Lilí, Lilí, qué alegría verte nuevamente!

Sus dos amigas me saludan con la mano y los alemanes me miran algo extrañados. Klaus-Helge compra casetes de música turca. Y cuando estamos por irnos, ya cerca de la salida, el vendedor de frutas al que le faltan algunos dientes me hace señas con la mano para que me acerque. Recoge unas frutas, sale del puesto y me llena los bolsillos de naranjas. Es un gesto que me sorprende, y para no emocionarme, me río. Ahora acaricio la naranja del recuerdo en el bolsillo y me acuerdo. Es un gesto que me abriga del frío.

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