Carlos Granés: “América Latina es un lugar sobreinterpretado”

El ensayista y antropólogo colombiano habla de su nuevo libro, “Delirio americano”, y destaca el rol fundamental de las vanguardias artísticas en los distintos procesos políticos que vivió América Latina en el “largo” siglo XX

Para Carlos Granés, “América Latina es un lugar sobreinterpretado”

Cuba, 1898 y 1959. José Martí y Fidel Castro. La historia de América Latina parece profundamente afectada por el devenir de la más grande de las islas caribeñas en el siglo XX. Al menos así se lee y se comprende Delirio Americano. Una historia cultural y política de América Latina (2022), la más reciente obra de Carlos Granés (Bogotá, 1975), ganador del Premio Internacional Isabel de Polanco en 2011. En ella, el colombiano relata la historia moderna de América Latina como una era en la cual el arte y la revolución se unirían para la gestación del nuevo mito latinoamericano: “Porque detrás de Martí vendrían muchos otros poetas, visionarios y utopistas dispuestos a liberar al continente una y otra vez, eternamente, de los molinos de viento que lo atenazaban. Altruistas y desmesurados, quisieron arrastrar a América Latina a mejores puertos, a tierras alumbradas por sus fantasías y sus más extraordinarios, salvíficos y en ocasiones sangrientos delirios”, dice Granés.

Se trata de un trabajo bien escrito y muy erudito, que busca iluminar el laberinto de la historia latinoamericana, a partir de la íntima relación entre los sueños de los poetas y los proyectos de los hombres de acción del largo siglo XX, dividido en tres tiempos históricos: los delirios de la vanguardia (1898-1930), con las aspiraciones modernistas y la explosión del antiamericanismo; los delirios de la identidad (1930-1960), su deriva nacionalista y la tentación fascista; y los delirios de la soberbia (1960-2022), desde el sueño guevarista, la desilusión y el agotamiento de la retórica revolucionaria.

—En la historiografía académica se suele hablar del corto siglo XX, entre 1914 y 1991, siguiendo la propuesta del historiador británico marxista Eric Hobsbawn. Ahora bien, al abordar la modernidad latinoamericana, vos elegís hablar de un largo siglo XX, que iría de la guerra hispano-americana de 1898 hasta la muerte de Fidel Castro, en 2016 ¿Por qué preferís esta temporalidad?

—Creo incluso que se alarga más, que no se ha acabado. Seguimos en el siglo XX porque nuestra vida política sigue estando determinada por las ansiedades, obsesiones, miedos y esperanzas que empezaron y dominaron la vida política y cultural del continente desde 1898. Es decir, desde que Estados Unidos expulsó a España, puso un pie en el Caribe y forzó a los latinoamericanos a pensar en su identidad cultural y en el sistema político que debía regular su vida social. Desde ese instante, el sentimiento anti-yanqui se volvió una obsesión continental. Se rechazó la democracia liberal y se defendió una noción distinta de democracia, la latina, que debía fundarse no en el gobierno de las mayorías sino en la conducción de una aristocracia intelectual o de un demiurgo capaz de construir un pueblo que lo siguiera. Todo eso sigue vigente. No le hemos puesto fin a nuestras utopías, cosa que sí ocurrió en Europa, con el fin del comunismo. Ni siquiera el gobierno cubano, ante la evidencia de su fracaso, reevalúa las fantasías que incubó en el siglo XX. Ahí sigue, rumbo a ningún lado, fiel a consignas de tiempos lejanos.

"Que los artistas sigan delirando, pero que los políticos estrenen la cordura", pide Carlos Granés

—En el ensayo, afirmas que el gran dilema de la modernidad latinoamericana fue que los sueños utópicos de las vanguardias artísticas no se amoldaban bien a las estrecheces y los procedimientos de la democracia. “Todo era inspirador en el prometedor siglo XX menos la tibieza democrática.” ¿Por qué es tan gravitante esta encrucijada entre el mundo artístico y la política en el siglo XX latinoamericano?

—Los primeros que reaccionaron a la guerra hispano-estadounidense de 1898 fueron los poetas. Rubén Darío, sin ir más lejos. Y fueron ellos los que, tanto en sus obras como en sus escritos de prensa, moldearon esa nueva sensibilidad arielista que detonaría proyectos políticos americanistas. El americanismo o latinoamericanismo es, al menos en el siglo XX, un proyecto artístico, un ideal en el que pintores y poetas tuvieron mucho que decir. Y ocurrió que muy rápidamente este americanismo se convirtió en la base de proyectos políticos como el de la Revolución Mexicana, la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), el indigenismo, el caudillismo autoritario, los proyectos nacional-populares o el populismo emancipatorio. Es notable que, hasta el día de hoy, algunos políticos se crean artistas, grandes creadores cuya obra es la multitud, el pueblo. Conciben su palabra como el cincel que moldea la entidad política que los lleva al poder. Gustavo Petro es el ejemplo más reciente de esta tendencia.

—Si, en Europa, el marxismo fue el opio de los intelectuales (Raymond Aron dixit), la idea general de Delirio americano es que el arielismo fue el opio de los artistas en América Latina. Siguiendo el esquema del libro de Aron, ¿sobre qué mitos se fundamentó el arielismo?

—Sobre una supuesta superioridad espiritual que alejaría a los latinos de los sajones. El latino estaría instintivamente inclinado a lo elevado, lo estético, lo moral, lo místico; todo lo intangible, mientras que el sajón se movería a ras de tierra, movido por el interés material y lo práctico. De ahí se derivan diferencias notorias. Sabiendo que es una simplificación, uno puede decir que la dignidad para los latinoamericanos tiene que ver con gestos como el puño en alto, la consigna antiimperialista o la expulsión de una compañía extranjera, mientras que la dignidad para los yanquis es un sistema de alcantarillado, carreteras en buen estado, automóviles y consumo popular para todos. Los latinos nos contentamos con la acción performática de nuestros líderes; con la puesta en escena de reivindicaciones o bravatas o con la revisión del pasado que busca ganar en el presente lo que se perdió en el pasado: pequeñas victorias morales que sin embargo dejan la vida concreta de las personas inmodificada.

—En esta lucha por el alma americana llevada a cabo por la Revolución Cubana, los referentes del boom latinoamericano son protagonistas importantes en tu libro ¿Por qué decís que es posible ver, en Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, las dos maneras antagónicas de entender el lugar de América Latina en el mundo?

García Márquez viene de la herencia arielista que ve una incompatibilidad entre la América Latina y la América sajona. Uno puede decir que García Márquez fue de izquierda, claro, pero en realidad fue un antiimperialista o un americanista, o incluso un nacionalista caribeño. Y el americanismo y el nacionalismo siempre han defendido una forma de soledad. Es decir, la autonomía total para que el continente encuentre su propio camino sin interferencia de Europa o de Estados Unidos. O, como mínimo, sin sentir ninguna presión para asumir sus mismas escalas de valores o sus mismos sistemas políticos. Vargas Llosa, en cambio, no cree que nuestro continente esté solo. En su lectura, América Latina forma parte de Occidente y por lo mismo puede aprender de otros países e importar experiencias y sistemas políticos que han servido en otros lugares. En pocas palabras, América Latina no tiene que inventar la rueda ni tiene que pasar por todas las etapas de la humanidad, menos aún por las autoritarias y sangrientas. Tiene, más bien, que romper con el arielismo y comprometerse con la democracia liberal, que es el sistema que ha funcionado en los países que mejor combinan la justicia, la libertad y la prosperidad.

"Delirio Americano. Una historia cultural y política de América Latina" (2022) es la obra más reciente del colombiano Carlos Granés

—Parecería que se trata de la eterna discusión de si América Latina forma parte del Occidente o no. Al respecto, hay una frase que citás de José Carlos Mariátegui que es muy elocuente: “Yo no me sentí americano sino en Europa. Europa me reveló hasta qué punto pertenecía a un mundo primitivo y caótico; y al mismo tiempo me impuso, me esclareció el deber de una tarea americana”. ¿Qué rol tuvo la intelectualidad europea en la construcción de tal imaginario telúrico latinoamericano y de los proyectos tercermundistas vinculados a él?

—Uno muy importante. América Latina, desde la llegada de Colón, ha sido una pantalla donde los europeos proyectan sus fantasías y delirios. Es muy normal encontrar, incluso hoy, europeos y yanquis que no conciben para América Latina más que ese rol. Pueden saber perfectamente que las utopías del siglo XX fracasaron en sus continentes, que fueron sangrientas y despóticas, pero cuando se trata de América Latina pierden la cordura. Se encandilan con los caudillos autoritarios, las revoluciones y la demagogia telúrica. Ven en América Latina el reservorio de la pureza y la autenticidad que ellos ya han perdido; el lugar perfecto donde ir de vacaciones a vivir experiencias étnicas y reales, culturales, no mancilladas por su horrible estilo de vida mercantil e industrializado. Esa Latinoamérica que ellos consumen no es más que una baratija que toca sus fibras románticas. Lo vio muy claro el muralista José Clemente Orozco: el indigenismo les resultaba horrible a los indígenas y obreros de México, y en cambio deleitaba a los turistas gringos que buscaban color local y diferencia. Lo mismo ocurre con muchos líderes políticos: hacen un daño terrible a sus países y son aplaudidos por el turista yanqui que solo ve la salida revolucionaria para los problemas latinoamericanos.

—¿Se trata solo de los líderes políticos? ¿Qué problemas narrativos ha tenido la democracia liberal para consolidarse en América Latina? Aún hoy, es impugnada por personajes a izquierda o a derecha, como Cristina Fernández de Kirchner y Jair Bolsonaro.

—Un gran obstáculo para la implantación de la democracia liberal es la mentalidad religiosa con la que se concibe la política en América Latina. Bolsonaro y Cristina Kirchner son figuras políticas, sí, pero también algo más: seres a los que el votante se encomienda para que haga milagros y salve al país del mal, sea el comunismo o el neoliberalismo. Eso ha instaurado un terrible vicio en América que consiste en la sobredimensión de la política. Se espera del político y de la política que lo solucionen todo. El resultado es que también se les termina culpando de todo. De ahí la ciclotimia latinoamericana. Se pasa del apoyo místico a un líder a su abominación. No se ha explicado que la democracia liberal es una actividad secularizada, que debe alentar esperanzas, claro, pero no milagros. La política no lo resuelve todo. Cuando se confía demasiado en los políticos y poco en la sociedad civil, el resultado es el estancamiento y el desengaño.

—Me sorprendió no encontrar al papa Bergoglio en tu libro. ¿Es que la Iglesia Católica ya no cumple un rol relevante en el intercambio entre ideas y política en América Latina?

—El papa Bergoglio es una nota a pie de página del pensamiento latinoamericano de los sesenta, peronismo incluido. Por eso no me pareció relevante mencionarlo en el libro. No creo que tenga ideas originales ni que realmente tenga mucha influencia ideológica en el continente. La Iglesia tuvo influjo político a principios de siglo, con gente como Julio Meinville, que promovió el fascismo, y luego en los sesenta, con la teología de la liberación, que apoyó la ideología opuesta. Ambas, sin embargo, legitimaron la violencia política. Hoy, tengo la sensación, aunque no soy experto en el tema, de que la Iglesia está distanciada de la actividad política y sólo acompaña –por ejemplo, en Colombia– causas sociales como una negociación de paz.

—Más allá de los posicionamientos ambiguos de la Iglesia, lo que parecemos encontrar en el siglo XXI es, que el americanismo, como idea o proyecto político, ha sido cooptado por sectores izquierdistas. ¿Qué ha pasado con el viejo arielismo de derechas?

—El americanismo, que empezó siendo una ideología muy de derechas, incluso un insumo para el fascismo de poetas como Lugones, adquirió un tinte emancipatorio e izquierdista desde la Revolución Cubana. Actualmente, sin embargo, hay un resurgimiento notable del arielismo de derechas encarnado en el nuevo panhispanismo. Un historiador argentino, Marcelo Gullo, está tratando de restablecer una suerte de imperio civilizador que uniría a España con América Latina, fundado en la cultura católica hispánica e inspirado en el peronismo de derechas. Todo esto, claro, para volver a establecer una frontera infranqueable entre “la sangre de Hispania fecunda”, como diría Rubén Darío, y la odiada y abominable civilización sajona, culpable de todas nuestras desgracias.

"Hay que deshacerse de la pulsión utópica", enfatiza Carlos Granés

—¿El sentimiento anti-estadounidense sigue encuadrando las ideas y las posturas de la izquierda latinoamericana?

—Sin duda alguna, y la postura de algunos gobiernos latinoamericanos ante la guerra de Ucrania así lo demuestra. Pero la nueva derecha, la hispanista, también es anti-yanqui. Y eso mismo fue Castro, un hispanista anti-yanqui. En este sentido, la izquierda y la derecha no están tan lejos, y eso se hizo evidente a principios de los sesenta, cuando los fascistas latinoamericanos se hicieron castristas porque vieron en el cubano al primer hispano que ponía a los sajones en su sitio. Ese es otro vicio del arielismo: no podemos pensarnos sino en oposición a los yanquis. Les damos demasiada importancia.

—Entre los progresistas antiestadounidenses encontramos al nuevo presidente de Colombia, al menos en el plano discursivo ¿Qué se puede esperar de la presidencia de Gustavo Petro para la región?

Petro quiere, y ya lo está logrando, normalizar las relaciones de Colombia con Venezuela, e incluso integrar este país en la comunidad internacional. Esto último será más difícil, porque Nicolás Maduro es un paria criticado hasta por líderes de la izquierda democrática, como Gabriel Boric. Más allá de eso, es poco probable que consiga liderar algún proyecto latinoamericano. Ni él, ni Lula da Silva, ni el mismo Boric van a tener el músculo económico ni la estabilidad interna como para convertirse en líderes regionales. Petro quiere serlo, pero América Latina inicia esta década con el viento en contra: creciendo poco, arrasada por el narco, desunida y empobrecida.

—Quien simula aspirar a una suerte de liderazgo progresista en América Latina es el presidente de México.

Andrés Manuel López Obrador es un nacionalista más que un izquierdista, y eso mismo se puede decir de varios otros líderes progresistas del continente. Eso se hizo evidente con la designación del presidente del BID. ¿Se unieron los presidentes de la nueva ola rosa para apoyar una sola candidatura? Desde luego que no. Argentina, Chile y México lanzaron sus propios candidatos, y al final ganó el de Bolsonaro, apoyado por el mismo Lula. Es decir, Lula prefirió un brasileño designado por su enemigo, a un mexicano de izquierda elegido por su supuesto amigo. Lo que sintoniza a AMLO con sus colegas izquierdistas es la demagogia americanista, la batalla cósmica contra el neoliberalismo o eso que él llama “los conservadores” o “los fifís”; las reivindicaciones del pueblo puro y digno que se rebela contra los villanos de turno, o el simple hecho de arroparse con las banderas de la izquierda. Yo creo que AMLO no tiene un pelo de izquierdista. Basta ver su poco interés por la agenda ecológica, su desprecio al feminismo, su enfrentamiento con los indígenas, su benevolencia con el narco, su complicidad con los militares, su patrioterismo de balcón y botella de tequila, su persecución a la prensa independiente, las dádivas que les da a los pobres mientras los empobrece más. Se parece mucho más a Bukele que a Petro, por ejemplo, aunque ambos se alineen cada vez que un acontecimiento político –el golpe de Pedro Castillo en Perú o la condena de Kirchner, por ejemplo– demande la reacción demagógica del redentorismo izquierdista.

—Para finalizar, habiendo escrito un ensayo tan largo y exhaustivo, ¿dirías que existe América Latina?

—Existe, sí, es una extensión de tierra enorme en la que deben convivir culturas y personas distintas. Poco más. No creo que América Latina sea el continente de las revoluciones, ni de la utopía, ni del realismo mágico; tampoco un pueblo enfermo, colonizado, explotado, oprimido o conquistado. América Latina es un lugar sobreinterpretado, eso sí. Le sobran capas de discurso y de demagogia. Somos simplemente un lugar que ha tenido la suerte de reunir a la humanidad entera, gente de todos los lugares del mundo, de todas las razas, ideologías y credos, y que tiene el reto de establecer sistemas de convivencia que no dejen a nadie afuera. Hay que deshacerse de la pulsión utópica, porque las utopías siempre acaban buscando un enemigo interno que justifique su fracaso. Ya estuvo bien de tanto delirio político. Que los artistas sigan delirando, pero que los políticos estrenen la cordura.

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