En general, asociamos la idea de lo perdido con eso que no somos capaces de hallar, o que, por algún motivo, ya no tenemos. En otras ocasiones, lo perdido podría pensarse como aquello que no volverá a ser, al menos, no de la forma en la que lo hemos conocido. En su versión más dramática, lo perdido es lo irrecuperable, algo envuelto en la sombra del pasado, inalcanzable por su lejanía con el presente, porque no existe más, porque no hay forma de rastrearlo, o simplemente, porque lo hemos olvidado. Podríamos pensar, entonces, que haber perdido algo significa, lisa y llanamente, no tener más aquello que alguna vez efectivamente tuvimos.
“El arte de perder no es difícil de dominar” dice con ironía la poeta Elizabeth Bishop en el verso que sirve como epígrafe a La música de las cosas perdidas, coeditada por UNR editora y Eduvim a fines de 2022. Javier Núñez vuelve a apostar en esta novela por la potencia del recuerdo como motor narrativo, como una manera de encontrarnos con lo se ha perdido de un modo definitivo, de reencontrarnos con lo irrecuperable.
En su obra anterior, Postales de un mapa imposible (Listocalisto, 2020), el recuerdo ya aparecía como el medio para reencontrarse con paisajes de una Rosario de otras épocas. También en Después del fuego (Le pecore nere, 2017), el protagonista apela al recuerdo como modo de reconstrucción de la propia biografía. Sin embargo, en La música de las cosas perdidas, el recuerdo, que debe hacer las veces de hilo conductor, vía de comunicación del presente con el pasado, es esquivo, no está a disposición. Está, también, perdido. Y habrá que buscarlo para intentar recuperar lo perdido.
Una doble pérdida, entonces, inaugura esta novela. Por una parte, Nico, un jovencito que busca a su madre ausente, recurrirá a su abuelo, Andrade, para adentrarse en su memoria y hurgar entre sus recuerdos hasta dar con una pista, algún detalle, que lo conduzca hacia ella, y sume matices al retrato del rostro olvidado. Sin embargo, el recuerdo de Andrade se ahoga entre los efluvios del alcohol con el que riega sus miserias cotidianas. No solo no recuerda, sino que por el contrario, desea olvidar un pasado que lo muestra, primero como una joven promesa de la vanguardia latinoamericana, fundador y pensador del famoso Grupo R y, más tarde, como uno de los referentes de la arquitectura a nivel internacional. Volver a ese pasado es, para Andrade, recorrer un sendero plagado de flechas luminosas que señalan claramente otra de las formas de la pérdida, es decir, la derrota.
Pero los fracasos del pasado no siempre son excusa suficiente para acobardarse en el presente. O al menos, no lo son para Jimena, una joven arquitecta, ex amante y admiradora de Andrade, conductora del chevy amarillo que llevará a los personajes desde Rosario hasta Humahuaca en un viaje que transformará a los protagonistas en personajes de acción y a la novela en un road trip plagado de música, imágenes y aventuras.
A primera vista, el viaje de un adolescente tímido, una joven ilusa y un viejo borracho a los que más tarde se va a sumar Luna, una mochilera sin rumbo, no puede ser más que un error, un espiral de malas decisiones donde todo lo que puede salir mal amenaza constantemente con interponerse en el camino y desbaratar la odisea. Pero estos personajes no solo erran porque hayan tomado malas decisiones, sino también porque van de un lado a otro. Aunque sepan cuál es la ruta que tienen que tomar, aunque sepan lo que buscan, en realidad vagan sin rumbo por sus mundos personales plagados de conflictos, casi sin certezas. Son personajes errantes en el sentido en que lo entendía el arquitecto Rafael Iglesia, al que se alude varias veces en la novela: “el errante no va de un punto a otro, sino entre dos puntos. Su hábitat es el viaje”.
Con un realismo insistente que fija la mirada del narrador en los detalles constitutivos de las escenas y analiza los planos con recursos del lenguaje cinematográfico, la novela plantea la historia como un relato en construcción. Los materiales de este edificio narrativo son multiformes: fragmentos de un scrapbook de Nico, conversaciones entre los personajes que retoman episodios anteriores de esta historia, diálogos que parecen ser fruto de la imaginación o la borrachera de Andrade, fragmentos de letras que recorren el cancionero popular de distintas épocas, alusiones literarias y de películas.
Javier Nuñez logra en esta novela un gran collage que superpone capas de distinto espesor y texturas por las que la historia transita con soltura. El narrador nos lleva de la mano con desparpajo a través de los chistes, las situaciones absurdas, los paisajes de la ruta 34, del NOA, las ironías de Andrade y los momentos más oscuros de los personajes para mostrarnos lo que hacia el final de la novela se revela como una gran verdad: no hay nada más propio que lo que hemos perdido.
Esta novela forma parte de Confingere, una colección de UNR Editora que reúne “una serie de obras, algunos clásicos, otros recuperados y varios novedosos”. Esta colección configura un mapa literario de la ciudad de Rosario y da cuenta de un conjunto de escritores que se hicieron lugar dentro del panorama literario nacional e internacional. Javier Nuñez es, sin lugar a dudas, su escritor más representativo: reconocido con el premio Casa de las Américas por su novela aún inédita La hija de nadie, este escritor comparte galardón con figuras de la talla de Abelardo Castillo, Ricardo Piglia y David Viñas.
En La música de las cosas perdidas, el ritmo de la narración, la sutileza del lenguaje y la fluidez de la escritura abordan conflictos existenciales sin dramas ni golpes bajos. Desde una estética que tiene a la ternura como epicentro, atravesamos un relato que demuestra una vez más la materia con la que están construidas las obras de Javier Nuñez.
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