En 1979 y cuando todavía faltaba mucho para que el régimen militar instalado tres años antes comenzara a manifestar desgastes y resquebrajamientos, se alzaba, valiente e implacable cómo siempre, la voz de María Elena Walsh denunciando la censura que los militares venían imponiendo a las diferentes expresiones de la cultura. En un famoso artículo publicado en la prensa afirmaba: “El ubicuo y diligente censor transforma uno de los más lúcidos centros culturales del mundo en un Jardín-de-Infantes fabricador de embelecos que sólo pueden abordar lo pueril, lo procaz, lo frívolo o lo histórico pasado por agua bendita. Ha convertido nuestro llamado ambiente cultural en un pestilente hervidero de sospechas, denuncias, intrigas, presunciones y anatemas. Es, en definitiva, un estafador de energías, un ladrón de nuestro derecho a la imaginación, que debería ser constitucional” (Clarín, 16 de agosto de 1979).
En efecto, quienes asistían asiduamente a las salas de cine por aquellos años, concurrían resignados a que muchas películas que se estrenaban en el exterior no llegaran a nuestras costas, pero no a que aquellas que si se exhibían se hicieran con evidentes cortes. Frente a ello, la oscuridad de las salas solía habilitar esa forma de resistencia expresada en gritos y silbidos cada vez que las secuencias de imágenes “saltaban” volviendo así inocultable la intervención de las tijeras del siempre anónimo censor.
La suerte de los libros no fue precisamente mejor en un país que venía de décadas de una industria editorial modelo y de una calle Corrientes cuyas librerías -llenas siempre de lectores curiosos- cerraban a altas horas de la madrugada. La profusamente documentada investigación llevada adelante por Judith Gociol y Hernán Invernizzi en Un golpe a los libros, no dejaría margen de dudas respecto del mecanismo -en ocasiones absurdo; siempre siniestro- que montaron los funcionarios del Proceso para perseguir y coartar la libertad de expresión destruyendo miles de publicaciones (como las del Centro Editor de América Latina) o prohibiendo, lisa y llanamente por decreto, libros de los más diversos géneros y destinados a los más variados públicos. Uno de los más notorios fue el infantil Un elefante ocupa mucho espacio de Elsa Bornemann.
El inevitable “destape”
El anuncio de convocatoria a elecciones libres de parte de la dictadura luego del desastre de Malvinas, disparo automáticamente luego de casi siete años de sordina cultural, la apertura de las válvulas de escape. Tal como había ocurrido en España luego de la muerte de Franco, la sociedad argentina encontró de modo espontáneo el reclamo y la demanda de resplandor cultural luego de años de oscurantismo. En efecto, la Argentina fue teniendo en esos meses y también luego de la asunción del gobierno constitucional su propia ola irrefrenable de “destape”. Como en tantos otros aspectos de la vida nacional (desde los excesos en la lucha antisubversiva a la crisis económica, pero también en todo lo referente a las libertades, desde la sindical a la de expresión) a medida que avanzaba, la campaña electoral con vistas a los comicios del 30 de octubre de 1983 fue exhibiendo en los dos candidatos principales estrategias cada vez más diferenciadas respecto de esa caldera de demandas que la sociedad venía acumulando. Como en cada uno de esos aspectos, la mayor distancia que fue tomando el candidato radical respecto del pasado reciente, pero también la indudable asociación histórica del radicalismo con la defensa de las libertades, convirtió la lucha contra la censura en uno de las tantas promesas electorales con las que Raúl Alfonsín no paraba, ya por ese entonces, de entusiasmar.
En una absoluta e inevitable intersección entre demandas sociales y respuestas gubernamentales, luego de asumir su mandato, Alfonsín cumplió rápidamente con su promesa electoral y a menos de dos meses logró la sanción de la ley que eliminaba, lisa y llanamente, cualquier tipo de censura sobre la libertad de expresión. El texto de la norma era muy breve, porque el desafío significativo estaba en su cumplimento real para que ese aspecto sustantivo que la democracia demanda, acompañara a ese otro (desde luego no menor) que hace a las reglas de la llamada -por esa época despectivamente por muchos- “democracia formal”. Tal vez fuera pronto todavía para saber si terminaría siendo cierto aquello de que “con la democracia se come, se cura y se educa”; de lo que no había dudas era de que sin libertades plenas, la democracia era, sencillamente, inviable.
Por aquellos meses de derrotas de reformas sindicales y de “descensos a los infiernos”, la onda expansiva de la “primavera alfonsinista” empujaba el reverdecer de los más variados aspectos de la cultura, y la edición de 1984 de la Feria del Libro –”la fiesta” de los editores- será recordada siempre como una de las más brillantes en su historia de algo menos de una década. La sola presencia de un presidente inaugurándola por primera vez, era un calibrado termómetro que permitía medir el efervescente clima de entonces.
“Librorum prohibiturium”
Y algo de todo aquello pareció haber echado raíces cuando doce años más tarde, con un gobierno de un signo contrario al anterior, el mundo del libro y la sociedad toda dejaron en evidencia que no estaban dispuestas a entregar las “formalidades democráticas” conquistadas y pusieron en acción sus anticuerpos. Fue en ocasión de la entrega del premio Fortabat -por ese entonces Amalia Lacroze era embajadora del gobierno menemista- a su más que legítimo ganador, el todavía ignoto psicoanalista Federico Andahazi por su novela El anatomista. Luego de un fallo unánime del jurado en su favor, la promotora del premio, horrorizada porque la novela abordaba la historia del clítoris, desconoció el fallo, condenó la novela -con argumentos similares a los censores militares denunciados por María Elena Walsh- por su supuesto contenido inmoral, canceló la ceremonia y envió el cheque correspondiente a su ganador por vía privada. Con mezcla de indignación y sorpresa y no sin ironía, Andahazi sostendría por esos días que su libro “... se ha convertido en un librorum prohibiturium”.
Sin embargo, lo que no pudo evitar la multimillonaria empresaria fue el escándalo y, mucho menos, la consagración del escritor y los niveles de ventas que el libro alcanzaría cuando, poco tiempo después y a instancias del gran editor Guillermo Schavelzon, la novela pasaría a formar parte del catálogo de la editorial Planeta.
A más de una década de vigencia de las instituciones libres, este hecho volvía a confirmar que era cierto aquello de Alfonsín de que la democracia, finalmente, había llegado para quedarse “por cien años”. Nos quedan, al menos, sesenta todavía...
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