“Peep Show Borda”, un cuento de Christian Broemmel

Infobae Cultura publica el relato que abre “La felicidad es una zanahoria capitalista”, libro publicado en el año 2021 por el sello Qeja Ediciones

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"El manicomio" (1936) de Julio Tomás Martínez
"El manicomio" (1936) de Julio Tomás Martínez

Soy escritor, no periodista. Sin embargo, y quizás debido a que una o dos crónicas mías fueron bien recibidas, hace ya unos meses que me llegan invitaciones para visitar los espectáculos más variados. Este, en particular, fue para mí una sorpresa, porque la propuesta me llegó en forma directa desde el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, por más que la puesta en sí está tercerizada. La invitación incluía un recorrido por la “instalación”, y una charla —entrevista— con el director general de la “obra”.

El lugar es un galpón inmenso aledaño al hospital, con cabinas a modo de feria, distribuidas a lo largo de pasillos numerosos y en dos pisos, el superior de los cuales se presenta como un balcón circundante interno. Ya desde la marquesina exterior, que anuncia el Peep Show Borda, la estética general se asemeja a la de una moderna cadena de cines norteamericanos: el piso y las paredes alfombrados de azul, las cabinas blancas, de color rojo las cortinas que hacen de puerta de ingreso a cada una de ellas. Junto a las cortinas, un cartel que, en cada caso, señala el nombre del loco que “performa” y la característica principal de su insanía —por ejemplo: Carlos Ibáñez, el falso Cacho Castaña— sobre una caricatura del paciente que lo muestra simpático y amigable.

No es necesario pagar para ingresar a las cabinas, solo una entrada general accesible que se abona en la puerta, pero, más allá de esto, tras cada cortina hay en el suelo una gorra llena de monedas y algunos billetes a modo de propina. Al lado, una silla frente a un vidrio reforzado y, detrás de él, un pequeño espacio blanco acolchado y un loco, el que está anunciado afuera, que por lo general es menos simpático que la caricatura que lo representa. Algunos de los insanos tardan en reaccionar al espectador, otros se le abalanzan frenéticamente; todos o casi todos, cuando ven que se está por ir, le señalan la gorra con insistencia.

Por lo general los motivos de su locura no escapan a lo normal, lo que hace de la muestra un poco previsible; perturbadora, sí, pero no sorprendente. Está el loco que canta, la que cree tener un bebé en brazos, un mesías; está el que busca desesperadamente a su familia, cuenta su historia y le hace preguntas al espectador; el que arma y desarma estructuras con cubos; está la que perdió a su hermana gemela de chica y nunca se recuperó; hay uno que es filósofo, sociólogo y abogado. De cualquier manera es imposible verlos a todos en una sola visita, son demasiados.

Entre el público numeroso percibí algún que otro espectador desconcertado, pero en su mayoría la masa circulaba de cabina en cabina con una alegría ramplona; frente a alguna de ellas —debido a que su capacidad no permite el ingreso de más de tres personas a la vez— incluso se armaba una cola. No hay en el predio expendio de bebidas ni comida, me imagino que para no tentar a los enfermos. Junto a la puerta de salida hay una tienda de souvenirs donde se venden remeras, tazas y otras chucherías con las caricaturas de los locos estampadas en ellas.

Al dar por agotada mi paciencia con respecto al recorrido, me acerqué a las oficinas de administración para presentarme ante el que iba a ser mi entrevistado, un tal Matías Hermida. Mientras esperaba que me atendiera, me puse a reflexionar sobre las similitudes que hay entre la idea de peep show y la de entrevista.

Hermida es un hombre de unos cuarenta y pico de años, pelo rubio escaso, apretón de manos fuerte, mirada afable y traje con camisa rayada, abierta, que lleva con naturalidad. Lo primero que hizo fue aclararme que él es el director general pero no el director artístico de la exposición, según la llamó. Después, se solazó con una larga introducción sobre por qué la idea misma de un hospital psiquiátrico como el Borda cayó en desuso a nivel internacional, y sobre las ventajas de la externación o traslado de los enfermos a subdivisiones psiquiátricas de Hospitales Públicos Generales.

Le pregunté por su formación en psiquiatría; me contestó que es licenciado en Administración de Empresas con un Máster cursado en la Universidad de Harvard, Estados Unidos. Me confesó que, desde el punto de vista empresarial, no están dadas aún las características necesarias para la aplicación de este plan de reestructuración y traslado, y que es por esta circunstancia que mientras se trabaja en lograr que se cumplan las condiciones más favorables para su concreción, se ha ideado esta exposición, como modo de paliar un poco el déficit que produce mantener en funcionamiento el hospital.

“La felicidad es una zanahoria capitalista” (Qeja, 2021), de Christian Broemmel
“La felicidad es una zanahoria capitalista” (Qeja, 2021), de Christian Broemmel

Le señalé que también había visto pacientes mujeres en las cabinas. Sí, claro, me contestó, eso es porque la exposición es un proyecto que abarca también al Moyano, solo que el Borda tiene más nombre, es más marketinero; Peep Show Borda tiene más punch. Después hizo una digresión sobre que el nombre Borda podría ser también una forma slang de decir border, en inglés, y se rió, pero aclaró que eso no era pensado, que se había dado por casualidad.

¿Por qué un espectáculo donde el paciente está solo frente al espectador, y no una obra grupal?, le pregunté. Bueno, de base, me dijo, los pacientes se muestran a sí mismos como lo que son: locos; no hay una construcción de personajes ni el desarrollo de una historia; son pacientes que difícilmente podrían trabajar en grupo o, en todo caso, lo que podrían crear sería más bien caótico; pero también hay, en el fondo, una razón pedagógica para esta elección: favorecer el fortalecimiento de su individualidad, de la conciencia de sí mismos frente al otro, y el desarrollo de un espíritu de competencia, es decir de superación, que hasta hoy les era ajeno.

Le pregunté de qué manera se hace manifiesta esa pedagogía. Me contestó que a través de la propina que reciben, dinero que es destinado en forma exclusiva para sus gastos personales: cuánto más se esfuercen en agradar al público, más dinero tendrán. Y no sólo eso, también les es destinado un diez por ciento del valor de cada remera o taza vendida con su imagen. Así, dijo, además de aprender a progresar económicamente, ejercitan el músculo competitivo por medio de la comparación de sus ganancias con las de sus compañeros. A modo de ejemplo me citó el caso de un paciente que es a la vez el más visitado y la envidia de los demás locos, uno que arrasó con la venta de souvenirs: el falso Mauricio Macri.

Tuve que preguntarle si con ese sistema de premios, basado en agradar al otro, no se empuja a los enfermos a potenciar su locura. Vivimos en una sociedad del espectáculo, me contestó un poco irritado, donde todos quieren ser famosos, los locos también. ¿Es realmente así?, le pregunté, ¿ellos quieren?; ¿qué pasa si a alguno no le da la gana hacer nada, si sólo se queda ahí sentado? Bueno, entonces no obtiene ganancias, dijo, y enseguida agregó: pero eso casi nunca pasa, porque se le da una pequeña, ínfima, inocua, descarga eléctrica a través de un dispositivo que lleva puesto en la muñeca izquierda, que lo avispa; porque, en definitiva, es como con todo artista ¿no?, se debe a su público.

Lo empecé a notar incómodo, creo que se sentía estudiado. Le pregunté por qué se eligió la modalidad peep show, y si se daba cuenta del costado perverso del formato. Me contestó que en cuanto a las razones estéticas no me podía dar una respuesta, pero que, en la práctica, es una manera de acercar el loco al cuerdo, y, a la vez, mantenerlo a distancia.

Después cambió de tema y se puso a hablar de que la cantidad de cabinas hace imposible recorrer todo el predio y prestarle atención a cada uno de los pacientes en una misma jornada, lo que favorece que el público visite la exposición más de una vez, y agregó que tienen como objetivo incluir el Peep Show Borda en el circuito turístico internacional de la ciudad.

Le pregunté, entonces, si planeaban hacer visitas para colegios. Me miró como si yo fuera un monstruo y dio por terminada la entrevista. Me sorprendió ver que no había una gorra en el suelo, al lado del escritorio; no pude dejarle mucho porque había salido de casa con poco dinero.

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