Jeff Beck y ese hechizo mágico y humanizador que es la música

Aunque el guitarrista británico haya muerto hace apenas unos días, su obra sigue viva. También su legado: la independencia creativa a las presiones comerciales para poder experimentar con estilos que van del funk y el tecno al reggae y la ópera

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Concierto en el Glasgow Royal Concert Hall, el 3 de junio de 2021 (Ross Cowan / Flickr, CC BY-NC)
Concierto en el Glasgow Royal Concert Hall, el 3 de junio de 2021 (Ross Cowan / Flickr, CC BY-NC)

En su novela Todas las mañanas del mundo, el escritor Pascal Quignard decía que “la música está simplemente aquí para hablar de lo que la palabra no puede hablar. En este sentido, no es del todo humana”.

Ha muerto el guitarrista Jeff Beck. Su elegante forma de tocar la guitarra hablaba allí donde la palabra no alcanza a expresar emociones.

Tal vez muchos de ustedes no lo conozcan. Fue uno de esos guitarristas para guitarristas. Alejado de los laureles del éxito masivo, su música, su forma de acariciar las cuerdas de la guitarra, no parecía del todo humana.

Jeff Beck antepuso su independencia creativa a las presiones comerciales para poder experimentar con diversos estilos, desde el funk, el jazz, el tecno o el reggae hasta la ópera Turandot de Puccini. El lenguaje universal que es la música se aprecia con nitidez en la sutileza de un estilo inconfundible e inimitable.

Una historia sobre música

Según Friedrich Nietzsche, “la vida sin música es sencillamente un error”. La música es la expresión de una comunicación plena, ayuda a vincular a seres humanos en torno a lazos de reciprocidad y empatía. Como diría el filósofo y musicólogo francés Vládimir Jankélevitch, humaniza y civiliza: es capaz de expresar lo que no se puede transmitir de otra manera. Es encuentro con los demás y con uno mismo. A veces me pregunto si aprender a escuchar música no sería también un aprendizaje para saber amar.

Jeff Beck, "Cause We’ve Ended As Lovers"

Tal vez una historia ilustre este hechizo humanizador de la música. Mientras escucho un disco de Jeff Beck recuerdo su concierto del 24 de junio de 2018 en Ostia, cerca de Roma.

Unas horas antes del concierto estuve visitando las ruinas. Mientras admiraba el templo de Júpiter, Juno y Minerva vi a Jeff Beck sentado plácidamente haciendo lo mismo. Durante esos veinte minutos sobraron las palabras. Nos enmarcaba el rumor de siglos de Historia.

Y llegó el momento del concierto. A causa de una fuerte indisposición, Jeff Beck subía al escenario del Teatro Antico casi dos horas más tarde de lo previsto acompañado de su guitarra Fender Stratocaster. Y, a pesar de todo, su estoicismo hizo posible que aquella noche, en aquella ciudad alumbrada por la inmensidad de la luna llena, el público formase parte del hechizo mágico que es la música.

Por decirlo como Émile Cioran, la música sencillamente eleva al ser humano sin intentar persuadir de nada.

Jeff Beck en un concierto (Wikimedia Commons / Marco Rosanova, CC BY)
Jeff Beck en un concierto (Wikimedia Commons / Marco Rosanova, CC BY)

Música contra la soledad

Quizá la música de Jeff Beck no les resulte tan conocida ni les impresione. Sobre gustos no hay disputas. Pero lo que es seguro es que saben a qué me refiero cuando hablo del hechizo de la música. Esa es la fuerza humanizadora que evocaba la filósofa Alicja Gescinska en La música como hogar, la que quizás no nos haga mejores personas, pero ayuda a atenuar la soledad y a sentirnos más cerca de los demás: ese “instrumento fabuloso para combatir las fuentes del mal, el odio, el resentimiento, el malestar emocional y el desarraigo”.

En efecto, la vida, al menos para mí, sería un error sin Jeff Beck, sin esas personas que rompen las barreras invisibles que nos separan a los unos de los otros. Precisamente, una de sus últimas canciones fue una espléndida versión de “Isolation” (Aislamiento) de John Lennon. La música es un refugio contra la incomunicación y la incompresión, un remedio a los sinsabores de la vida.

Jeff Beck y Johnny Depp, “Isolation”

Un templo en el oído

Hoy es un día triste para mí. Es paradójico, porque se ha ido alguien con quien nunca crucé una sola palabra y, cuando tuve la oportunidad, dejé que el silencio colmara los vacíos. Pero debía ser así. En aquel silencio solo cabía la música, su música.

Al recordar la canción con la que solía finalizar sus conciertos, “A Day in the Life”, de los Beatles, regresaré a aquellos veinte minutos en las ruinas. Sin palabras, solo música como forma de expresión sin dobleces. Ese es su mágico hechizo que ahora trae a mi memoria los versos de Rainer Maria Rilke:

“¡Oh canta, Orfeo! ¡Alto árbol en el oído!

Y calló todo. Mas hasta en este callar

nació un nuevo comienzo, seña y transformación.

[…] Tú les creaste un templo en el oído”.

* El autor es profesor de Teoría de la Comunicación, Universidad de Castilla-La Mancha.

Publicada originalmente en The Conversation.

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