Fui, vi y escribí: Nunca vi un reality

No es lo mismo una historia de amor que espiar de manera inducida la vida de los otros. Este artículo reproduce el newsletter de Cultura: lecturas, cine, teatro, arte, música e historias que despiertan entusiasmo y, por qué no, fascinación o perplejidad

Ilustración de Natalia Carrero (en Instagram, @lalectoracomun).

Hola, ahí.

Ya dejamos de decirnos unos a otros “Feliz año nuevo”, seguramente porque a esta altura el 2023 está encaminado, lo que no quiere decir que estemos cumpliendo los objetivos que nos planteamos cuando esperábamos dar vuelta la hoja del calendario. Tal como imaginábamos, una fecha no cambia nuestra estructura y seguimos teniendo las mismas obsesiones y la misma pereza para desmontar aquello que advertimos que no está del todo bien pero aún así no sabemos cómo cambiar.

También seguimos haciéndonos las mismas preguntas, algunas de ellas muy profundas aunque parezcan frívolas porque tocan temas que tradicionalmente consideramos superficiales. Nos cansamos de leer materiales sobre los avances tecnológicos y la influencia de las redes en nuestra vida y en nuestra estructura psíquica y sobre los casi inexistentes límites entre la vida privada y la vida pública. Mucha gente en todo el mundo y desde diferentes disciplinas estudia y aborda estos temas, escribe sobre ellos, opina sobre ellos. Y nosotros leemos. Y vivimos. Y seguimos atrapados.

Aunque haya comenzado un nuevo año, la propuesta de desintoxicarnos de esa vida virtual que construimos en paralelo a nuestras pulsaciones reales no se concreta. ¿Y sabés qué? La trampa llegó para quedarse.

Manos y pantallas

En las décadas del 60 y del 70 muchos padres buscaban ponerles límites a sus hijos con la televisión. Los argumentos eran variados: que los distraía sin dejar nada positivo a cambio, que generaba adicción, que les llenaba la cabeza de cosas inútiles, que dejaban de jugar por ponerse frente a la “caja boba”. Había en esos padres una vocación fenomenal por conservar cierta inocencia original de sus hijos, sin dudas buscaban protegerlos.

La responsabilidad por el crecimiento de la obesidad infantil y lo que supuestamente era un déficit de lectura en la infancia también recaía sobre la TV. Posiblemente mucho de todo eso era y sigue siendo cierto; pero quienes éramos chicos en esa época veíamos también hasta qué punto la falta de la TV los aislaba de sus pares, es decir, podíamos advertir lo que significaba para nuestros amigos sin TV quedarse afuera de aquello de lo que hablaban los demás: no podían participar de los juegos del momento, no entendían los guiños, les faltaban la retórica, el diccionario y las pasiones de su época.

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¿Fueron más felices en esa ajenidad? Tal vez sí, no lo sé. Sí sé que en mi caso, que no padecí de limitaciones, no dejé de leer por mirar televisión y que los teleteatros y las series seguramente me llenaron la cabeza de cosas inútiles pero fueron, a la vez, elementos clave de mi formación.

La atracción fatal, y con ella el problema, llegó con las pantallas al alcance de la mano, así que podríamos trasladar esos escenarios de tironeo a los tiempos que siguieron, con padres desesperados por controlar el tiempo que los niños dedicaban a los videojuegos. Fue en vano, quien no tenía la consola, se las rebuscaba para usarla de prestado.

Hoy, la pantalla ya no está al alcance de la mano: ES la mano. Y los posibles adictos no son los chicos, son los adultos.

En las décadas del 60 y del 70 muchos padres buscaban ponerles límites a sus hijos con la televisión. Hoy el problema no son los chicos, son los adultos. (Ilustración de Natalia Carrero)

La perversa madre de los reyes

En estos días leí la última novela de Delphine De Vigan, una autora que me interesó mucho cuando empecé a leerla (Nada se opone a la noche, Basada en hechos reales), que me siguió despertando curiosidad aunque ya comenzaba a quedarme algo insatisfecha después de la lectura (Las lealtades), a la que volví a leer en Las gratitudes (me interesaba el tema, creo que faltó tiempo de maduración al relato, tal vez algo de edición, cómo saberlo) y de quien pienso que en el presente ya dejó de ser la autora audaz para transformarse en una buena alquimista de tópicos de época en formato narrativo, o sea, “escritora a pedido editorial” (como diría mi amiga Fernanda).

En Los reyes de la casa De Vigan trata el tema de las redes sociales y la infancia (ya lo había tratado en Las lealtades aunque de manera lateral, en una novela que tenía a la educación y a un chico alcohólico en el centro de la historia). Esta vez las protagonistas son dos mujeres que mantienen la trama en paralelo, Mélanie Claux y Clara Roussel. Ambas tienen la misma edad y vidas muy diferentes, desde el vamos.

Mélanie nunca se sintió amada por su familia; siendo jovencita audicionó para un reality y consiguió el papel pero le fue muy mal con el público y fue la primera en irse del programa: eso dejó en ella una herida narcisista profunda. Los padres de Clara eran militantes ecologistas y completamente opuestos a la frivolidad de los realities. Eran padres absolutamente amorosos, que incluso aceptaron que su hija eligiera dejar sus estudios para ser policía, algo completamente en las antípodas del mundo de sus ideas. Ambas tienen problemas para terminar de entregarse. Mélanie le escapa al conflicto y sueña con un mundo Barbie; Clara nada confortablemente en el conflicto ajeno.

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Clara está sola, sin pareja, y no quiere tener hijos. Mélanie tiene un marido y dos hijos adorables. El mundo del reality nunca terminó de ser el pasado para ella, quien luego del fracaso siguió atentamente cada uno de los ciclos que a lo largo de los años poblaron las pantallas francesas hasta que llegaron las redes sociales y se las arregló para conseguir lo que buscaba sin necesidad de pasar por un programa de TV: la fama y ser empresaria de sí misma y de los suyos.

”Mélanie Claux quería que la mirasen, que la siguiesen, que la adorasen. Su familia era su obra, la culminación de su proyecto; y sus hijos, una suerte de prolongación de sí misma. La avalancha de emojis que recibía cada vez que colgaba una imagen, los elogios hacia su ropa, su peinado o su maquillaje llenaban sin duda un vacío, una carencia. Ahora, los corazones, los likes, los aplausos virtuales se habían convertido en su motor, en su razón de ser: una suerte de recompensa a su entrega emocional y afectiva de la que ya no podía prescindir”.

En "Los reyes de la casa", Delphine De Vigan trata el tema de la sobreexplotación de los chicos en las redes por parte de sus padres.

Día tras día, con la ayuda de Bruno Diore, su esposo, quien dejó su trabajo para dedicarse más y mejor a la empresa familiar, Mélanie graba a sus hijos en diversos formatos para diferentes plataformas. Amasaron tanto dinero que ya no solo graban en su casa sino que montaron un estudio para hacerlo profesionalmente.

Millones de chicos siguen a Kimmy y a Sammy, quienes son explotados comercialmente por su madre en medio de un vacío legal que permite que estén horas y horas siendo grabados mientras abren paquetes o prueban comida o pasean por diversos espacios públicos para luego firmar autógrafos. Desde chiquitos los niños Diore aprendieron a hablarle a la cámara para seducir a sus pares. A diferencia de Truman, el de The Truman Show, saben desde siempre que están siendo filmados…

La familia de Mélanie se enriquece a costa de los chicos y ella misma se convierte en un modelo de mujer y madre para multitudes. Una vida producida para ser vista y cotizada por las diferentes empresas que buscan que sus productos sean visibilizados. Desde el desayuno hasta la cena, pasando por cada momento que puede ser grabado. No son los únicos que lo hacen, aunque sí se convierten en los más exitosos y también en los más hostigados. Hasta que un día desaparece Kimmy, la más pequeña de los hermanitos, mientras están jugando a las escondidas una tarde en el complejo en el que viven.

“Aquella niña exhibida de la mañana a la noche, aquella niña a la que podía verse en chándal (jogging, conjunto de ropa deportiva: gracias, traductores españoles, qué odio me da que no tengan consideración por los lectores de esta región), en pantalones cortos, con vestido, en pijama, disfrazada de princesa, de sirena o de hada; aquella niña cuya imagen había sido difundida hasta la saciedad, se había esfumado. (...) Como si una mano invisible hubiese decidido rescatarla súbitamente de las miradas ajenas, de aquel mundo repleto de marcas y símbolos en el que había crecido”.

Mélanie comienza a recibir cartas extorsivas y el caso del secuestro llega a manos de Clara: ahí se cruzan las vidas de ambas mujeres, pero no voy a contarte nada más. La novela se lee bien y el tema es actual, preocupante: es una buena novela para leer en el verano. Me hizo pensar mucho en la cantidad de veces en que me engancho con videos de chicos en todos los idiomas porque me parecen encantadores sin analizar que, en realidad, están siendo sobreexpuestos por su familia cuando no tienen edad para ser conscientes de eso. ¿Les resultará divertido en el futuro o les dará vergüenza? ¿Podrán perdonar a sus padres?

El tratamiento que le da la autora francesa a la cuestión de las redes y la explotación de los chicos consigue que el lector se vuelva a hacer preguntas más amplias que, tal vez, ya se hizo porque la ansiedad es la gran sombra que nos persigue en nuestro tiempo: ¿qué nos perdemos si dejamos de tener una vida virtual? ¿Somos los dueños de las imágenes de nuestros hijos mientras son menores? ¿Cuál es la razón por la que cualquier escena alejada de lo excepcional merece ser grabada, reproducida y compartida?

Este último es el gran concepto de nuestra era: compartir. ¿Compartir qué? ¿Y para qué?

(Ilustración de Natalia Carrero)

Resistencia y autoexclusión

Te dije antes que crecí viendo series y teleteatros; es más, seguí viendo telenovelas ya de adulta y te diría que tuve mi adiós al género en vivo y en directo cuando fui a ver la función despedida de Resistiré en el teatro Gran Rex (no voy a poner ninguna excusa profesional por haber protagonizado el colmo de la tilinguería; conseguí una entrada como periodista pero fui como televidente y fan, lo admito sin ningún prurito).

Y es que las historias de amor —y el melodrama— me interesaron siempre; creo, en cambio, que no siempre me interesa la vida privada de los otros o, mejor, que me parece valioso que lo privado se mantenga como tal. Tal vez es por eso que nunca vi un reality. Y es por eso que, ahora, la que más de una vez se siente afuera de la conversación —otra palabrita de la era, la “conversación” ya no entre personas sino entre usuarios— puedo llegar a ser yo, como antes lo fueron mis compañeros que no veían la tele porque sus padres no los dejaban.

La gran diferencia es que yo elijo autoexcluirme.

Desde el comienzo del furor por esta clase de productos televisivos o espectáculos —en la Argentina el primer Gran hermano se emitió en 2001, el año que nos acercamos al borde del acantilado—, cuando comenzaron a filmar y a exhibir a un grupo de personas durante las 24 horas, el pudor me impidió interesarme en esa forma siniestra de experimentación social y de voyeurismo conducido.

La casa de "Gran Hermano".

Y es que ese grado de obscenidad me da vergüenza por ellos, por sus familias, por sus afectos. Es como si mis vecinos expusieran su vida privada ante mis ojos, no me interesa. Y, por si fuera poco, me genera angustia pensar en qué es de la vida de estas personas cuando se terminan los 15 minutos de fama. Bah, lo inferimos o lo sabemos porque también es noticia: muchos y muchas lo pasan realmente mal porque esa fama, la circulación de sus nombres y sus imágenes, se convierte en una forma de la adicción.

Todos podemos imaginar cómo funciona la abstinencia por la que pasan ellos una vez que se apagaron las cámaras: si participás de las redes sociales, conocés, aún ligeramente, la sensación porque ahora todos somos canales de expresión y, de algún modo, somos nuestro propio medio, nuestra propia marca, entonces seguramente te habrás preguntado en estos años alguna de estas cosas:

“¿Por qué no tiene likes este posteo que hice con tanto cuidado?”

“¿El algoritmo me está psicopateando?”

“¿Esta red social no es para mí?”

”¿¿¿Ya no me quieren más????”

Aunque, tal vez, las preguntas que te agobian son otras, todavía más crueles:

¿Son todos felices menos yo?

¿Es posible que todxs sean lindxs menos yo?

¿Soy acaso la única persona sola en el mundo?

Harvey Keitel y Romy Schneider en una escena de "La muerte en directo", de Bertrand Tavernier.

En 1980 Bertrand Tavernier filmó La muerte en directo, una película protagonizada por Harvey Keitel y Romy Schneider, en la que también actúan Harry Dean Stanton y Max von Sydow. Un elencazo, sí. Y una película que siempre vuelve a mí, que por algún motivo me pegó hondo y recuerdo seguido.

El film está basado en una novela de David Compton y el tiempo de la historia es un futuro próximo en el que las enfermedades ya están controladas, por lo que la muerte es percibida como un espectáculo.

El personaje de Harvey Keitel es Roddy, un periodista al que le implantan una cámara en el cerebro con la idea de grabar la enfermedad terminal de Katherine, el personaje que encarna Romy Schneider, para un programa de TV. El propósito es emitir las imágenes —ella en la sala de espera del médico, ella en el consultorio, ella sufriendo— y que su agonía sea seguida por millones de personas.

La mujer ignora que la están filmando y quien la filma en determinado momento advierte la inhumanidad de su conducta y de la televisión basura para la que está trabajando. Pero pese a esa toma de conciencia tiene una cámara grabando todo lo que ve, es decir que son sus ojos los que están haciendo daño.

El humor y la ironía de Natalia Carrero en una de sus ilustraciones.

Algo en la temática de La muerte en directo ya estaba en Network (1976), la película de Sidney Lumet protagonizada por Peter Finch, Faye Dunaway y William Holden, en la que un veterano conductor de TV se entera de que lo van a despedir y amenaza con suicidarse en vivo y en directo. El año pasado una versión de Network adaptada por Juan José Campanella pudo verse en teatro, protagonizada por Coco Sily, Florencia Peña, Eduardo Blanco y Pablo Rago.

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La obra de Tavernier es de una belleza imbatible y, en comparación con la espectacularidad de Network, es mucho más sutil ya que elige poner el acento en el debate filosófico más que en el espectáculo. Pero en ambos casos la pregunta es por los límites de lo que puede o debe mostrarse a las audiencias.

Pertenezco a una generación de periodistas que también se preguntaba estas cosas en cada edición. Trabajé en medios gráficos en los que, lejos del amarillismo y la búsqueda de efecto, en las coberturas de hechos trágicos se elegía separar las imágenes más brutales: no publicarlas era una elección ética y una decisión profesional. Era una muestra de respeto hacia los seres humanos que estaban detrás de lo que se veía en esas fotografías truculentas y hacia sus familias, pero también una muestra de cuidado y respeto hacia los lectores.

Hoy todo esto parece caduco. El festival del click no conoce de esos cuidados.

Fanny Ardant y Melville Poupauld en "Los jóvenes amantes", la película que cuenta el romance entre una mujer de más de 70 años y un hombre mucho más joven.

La belleza humana, más allá de la edad

Resulta que esta semana, por azar, parezco asediada por la cultura francesa y por eso, ya lejos del tema de las redes sociales del que te vengo hablando, no dudo en recomendarte una historia de amor —a la que llegué gracias a la gran Moira Soto— que se llama Los jóvenes amantes y que narra el romance entre Shauna, una brillante arquitecta jubilada (Fanny Ardant) y Pierre (Melville Poupaud), un oncólogo casado y padre de dos hijos. Ella tiene más de 70 años, parece ir por la vida en puntas de pie y ya está retirada de las lides amorosas; él tiene 25 años menos y es un apasionado de su profesión. Hasta que se apasiona por ella.

Dirigida por Carine Tardieu (quien heredó el proyecto de Sólveig Anspach, una cineasta franco islandesa fallecida en 2015), se trata de una historia atípica para los estándares que indican que, si hay diferencia de edad en una pareja heterosexual, el mayor es el hombre. En Los jóvenes amantes se destaca el tratamiento de la belleza humana más allá de la edad de las personas y los protagonistas consiguen persuadir al espectador de que un romance así es posible.

Hay dos escenas especiales que salen del tema del romance y que me encantan. Una es en el vestuario de un club en el que está Shauna y se ve a un grupo de mujeres en ropa interior chismoseando y riendo en un clima de absoluta libertad.

La otra es en un momento en que la protagonista está junto a su hija y su nieta adolescente mirando una escena de El hombre que amo, la película de Claude Lelouch, en la que Annie Girardot está esperando al personaje de Jean Paul Belmondo. La directora dijo en alguna entrevista que esta película junto con otras como La hija de Ryan, de David Lean, y Bleu, de Kieslowski (con Juliette Binoche), fueron referencias visuales para su filme.

Dicho esto, lo de Fanny Ardant es definitivamente de otro mundo y no necesito haber visto un reality para saberlo. No hay arrugas que puedan con la fascinación que provocan su figura, su estilo y su elegancia: es, sin dudas, una de las personas más hermosas de la Tierra.

Fanny Ardant, en una foto de 2020. (REUTERS/Piroschka van de Wouw)

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Me dan mucha felicidad los correos que recibo; esta semana estoy un poco demorada en la respuesta pero prometo ponerme al día. Te recuerdo mi mail: es hpomeraniec@infobae.com, leo todos los mails, siempre.

Las ilustraciones de este nuevo envío son de la española Natalia Carrero (su cuenta de IG es @lalectoracomun), quien por estos tiempos elige presentarse así:

”Actualmente se define como una autora inevitable y una garabateadora a ratos intencionadamente perdidos. Le interesa sobre todo leer, porque al leer es cuando más cree que escribe. Cada temporada cambia su concepción de la literatura y del mundo, cree que de esta manera aprende a manejar y afrontar las contingencias cotidianas”.

Como voy a tomarme un descanso, durante dos semanas no vas a leer Fui, vi y escribí. El regreso está planeado para el martes 31 de enero, espero tener entonces buenas cosas para contarte y bellas historias para compartir.

Gracias por leerme y hasta la próxima.

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