El último poema del último libro que publicó Charles Simic dice así: “Mi barquito, / cuídate, / no hay tierra a la vista”. Se titula “El viento ha muerto” y está en el libro Días cortos y largas noches. Esa brevedad alegórica que cultivó durante toda su vida —que trabajó con la paciencia de un orfebre— parece llegar a su pico máximo en el poema mencionada. No hay más nada, es el final. Simic murió ayer en Dover, Estados Unidos. Tenía 84 años.
Nació en Belgrado, 9 de mayo de 1938, cuando era la capital de Yugoslavia. Cuando era chico, con la Segunda Guerra Mundial en cruso, tuvo que evacuar varias veces su casa por los distintos bombardeos. La devastación de Europa fue parte de su paisaje y eso tiñó la mirada poética que luego desarrolló. Pero antes de las palabras estuvieron los pinceles: comenzó a los quince, un año antes de emigrar junto a su familia a los Estados Unidos.
“En la pintura tratas con el espacio, los lienzos, una cierta forma, y en este marco tienes que acomodar las cosas, hacer que algo suceda”, contó en una entrevista publicada en la revista Nexos en diciembre de 2014. Sobre la relación entre pintura y poesía, dijo: “Para mí las palabras y las páginas rodeadas por espacios en blanco son el tema. El poema es esa cosa ahí dentro. Elaboras algo, ya sea en un lienzo o en un pedazo de papel con palabras”.
Cruzó el Atlántico con su hermano y su madre para unirse a su padre en 1954. Creció en Chicago, fue reclutado por el ejército y trabajó durante las noches para pagarse los estudios: en 1966 obtuvo su licenciatura en la Universidad de Nueva York. Fue profesor emérito de literatura estadounidense y escritura creativa en la Universidad de New Hampshire. La docencia fue una parte fundamental de su vida. Mientras tanto, escribía. Siempre escribía.
En los años setenta la crítica literaria hablaba de él como un minimalista. Además de poeta, escribió muchos ensayos: jazz, arte, filosofía. Emily Dickinson, Pablo Neruda y Fats Waller fueron sus grandes influencias. También tradujo poetas como Vasko Popa e Ivan Lalic, y fue editor en The Paris Review. En 1995 lo eligieron miembro de la Academia Estadounidense de Artes y Letras y en el 2000 fue elegido canciller de la Academia de Poetas Estadounidenses.
Algunos de sus libros son El monstruo ama su laberinto, Una mosca en la sopa, Acércate y escucha, El mundo no se acaba, Una boda en el infierno, Garabateado en la oscuridad, Mi séquito silencioso, El señor de las máscaras, Jackstraws y Días cortos y largas noches. Obtuvo varios premios: el Wallace Stevens, el Griffin, la Medalla Frost y el Pulitzer de Poesía. Además, fue poeta laureado por la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos.
En la entrevista en Nexos contó que “al poeta laureado se le da muy poco dinero” y que no ocurre como con los “laureados británicos” que “si la reina estornuda y le da un resfriado, tienen que escribir un poema deseándole su recuperación”. “Nosotros no tenemos ninguna obligación. Por supuesto que atraes mucha atención. Es una cosa muy extraña. No estuve tan involucrado como otros poetas laureados. Les dije: ‘Muy bien, es muy agradable, pero no me llamen de nuevo’”.
Minimalista, así lo llamaban. Y además: todos destacaban la forma en que postulaba imágenes, en que componía poderosos y breves poemas visuales, en que pintaba el mundo con palabras. Siempre se encargó de bajarle solemnidad a su tarea. En el mencionado reportaje dijo que desde temprano apreció “los poemas escritos con claridad, en los que el lenguaje es muy simple: el tipo de poemas que un perro puede entender”.
“Yo quería un poema que fuera totalmente accesible, en el que el lector quedara desarmado, contrario a la idea de cuando estás leyendo un poema y piensas ‘esto va a ser difícil’ y no sabes qué diablos significa el poema. Se trata de dar a los lectores un poema al que puedan acceder con facilidad. Pero luego les tiendes trampas. Parece sencillo, pero cuando lo terminen van a decir: ‘algo más está pasando aquí’. Apuesto a que releerán el poema. Entonces los tienes atrapados”.
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