“¡Odessa!”, dice Sasa con los ojos bien abiertos y las manos alzadas al cielo, como agradeciendo por el milagro de haber llegado al puerto donde mueren todos los románticos y sus sueños y con el que fantaseaba desde hacía diez años. “¡Odessa! ¡Con dos eses, claro!”, aclara por las dudas el abogado serbio, rapado, petiso pero fornido, mientras mira los viejos edificios de fines del siglo XIX y señala sus fachadas como estrellas fugaces en un cielo limpio. “Fantástico, fantástico. La vieja Odessa, la cosmopolita, la puerta al Mar Negro. ¡Ah, Odessa!”, suspira como un enamorado, y nos invita a pasear con su amigo el “doctor” Nikolai, serbio también, dentista de profesión, ortodoxo, defensor aguerrido de la teoría del complot judío-masón y simpatizante de Fidel y Hugo.
“Marianello, si sos periodista y querés escribir sobre política, tenés que conocer la historia secreta. ¿Conocés la historia secreta? No la que escriben los que ganaron y la prensa paga por los Rockefeller y los Rothschild. Te hablo de la verdadera historia. Nos hablan de democracia, Marianello. Pero Estados Unidos es un Estado comunista gobernado por los masones y los judíos con dos partidos que son uno. ¿O no es cierto? Todo el que se opone a ellos está en peligro. ¿Cuántas veces lo quisieron matar a Fidel? Doscientas, trescientas veces. Una vez, una de sus amantes quiso envenenarlo. Fidel se dio cuenta, agarró un revólver, se lo puso en la mano y le dijo: ‘Si querés matarme no te compliques tanto. Acá tenés. Matame’. Fidel es un hombre milagroso, Marianello. ¿Entendés? Yo estuve en Estados Unidos, en México, en Brasil. Mi hermano tiene negocios en Miami, es rico, y podría irme allá a trabajar con él. Pero no me interesa. Para mí, no hay como Cuba”, dice el “doctor” recién bañado y afeitado, con su camisa floreada y sus shorts blancos combinados con zapatos y medias.
“Me cambié para ver si puedo conseguir una sirenita”, se justifica a continuación por su aspecto inmaculado, y señala a una de las jóvenes ruso-ucranianas que pasan por el bulevar Primorsky, frente al puerto, junto a las escaleras del Potemkin que emocionan a Sasa. Todos miramos a la mujer. “¡Ah, las ucranianas! Son sirenas, todas sirenas. Tienen una belleza innata que no requiere de artificios. Pero qué difícil es acercarse a ellas”, dice ahora Sasa, olvidando la historia de la gran Odessa del imperio ruso, Pushkin y Chéjov, y centrándose en las mujeres que se pasean casi desnudas, bronceadas y torneadas con siniestra precisión erótica por algún maldito tornero eslavo del más allá. Ahí van, livianas y hedonistas, despreocupadas, forjadas en acero y protegidas contra cualquier intento romántico. Ella son el mito de Odessa, la de las dos eses, los rufianes, los marineros y los contrabandistas.
“Papa, if you are guilty, go to jail. It’s better to pay now than after”. Eso fue lo que le dijo el “doctor” Nikolai a su progenitor cuando aparecieron las denuncias en su contra al final de la era Milosevic. Entre la justicia de Dios y los hombres, el “doctor”, que cumple el ayuno ortodoxo a rajatablas incluso en plenas vacaciones, no tiene dudas. “El padre de Nikolai es un médico muy conocido en Serbia que cayó en desgracia tras el derrumbe del régimen. Ahora tiene una causa abierta por ciertas cuestiones administrativas”, nos explica Sasa mientras bajamos por las escalinatas de Eisenstein que se hunden en el puerto y el Mar Negro, y que parecen llevar al paraíso y la perdición cuando se las mira desde abajo, con su forma de trapezoide que culmina en un pequeña abertura en la arboleda que las bordea. Otro extraño efecto es que parecen cortas desde la estatua del duque de Richelieu en lo alto y largas desde su base, como si los ciento noventa y dos escalones divididos por cinco amplios descansos cambiasen de tamaño y forma.
Cae la tarde en el Mar Negro y el sol se esconde detrás de una cortina de nubes y polución, más allá de las grúas y los barcos. Sasa me muestra un carguero de bandera coreana y otro chipriota. Nikolai sigue hablando del complot judío-masónico. Hay un momento de silencio y una mención a Yugoslavia. El abogado empieza a cantar una hermosa canción macedonia con una dulzura y una entonación que primero me avergüenzan y luego me dan envidia. No soy capaz de hacer esas cosas. Admiro mucho a quienes sí pueden. “Los macedonios tienen las canciones más lindas de los Balcanes. ¿Escucharon música macedonia cuando estuvieron en Ohrid?”, pregunta Sasa. No, no escuchamos. “Hace poco estaba navegando por internet y encontré una canción que estuve buscando durante años. Se llama ¡Viva Yugoslavia! y dice así”, sigue el petiso, y se pone a cantar de nuevo, ahí, en la explanada del puerto, junto al moderno hotel Odessa. Lo escuchamos en silencio, admirados. “¡Ah, Yugoslavia!”, se emociona, alzando los brazos y agitando las manos. “Mister Maradona, qué grande era Yugoslavia. Su bandera con la estrella de las cinco puntas, su mezcla de culturas, su arte. Éramos la vanguardia de la modernidad, una Unión Europea de avanzada. Croatas, serbios, macedonios, eslovenos, bosnios, musulmanes. Venimos todos de la misma etnia, somos todos iguales. Tenemos diferente lengua y religión, pero somos iguales. Qué lástima. Algo tan grande y tan hermoso como Yugoslavia”, dice en pleno brote de yugonostalgia el mesurado belgradense, defensor de la minoría gitana en un país y una región donde las minorías no la tienen fácil. “¿Pero qué pasó entonces?”, le pregunto. “Es fácil. En los 90 nos vengamos de lo que los croatas y los musulmanes nos hicieron en las Primera y la Segunda Guerra Mundial, cuando millones de serbios fueron masacrados. Ahora somos nosotros los criminales y sufrimos la traición de Occidente al único país balcánico aliado en las dos guerras. Todo lo que pasó en los 90 se pudo haber evitado. Pero no querían. La guerra es el tiempo de los imbéciles. Y en Serbia en los 90 fue el tiempo de los imbéciles”, cuenta con un dejo de tristeza pero sin vergüenza quien estuvo doce días en el ejército al inicio de la guerra de Bosnia y en plena época de la guerra con Croacia.
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A mea culpa, mea culpa y medio. “Hace dos años, en Dubrovnik, me encontré en un bar a un guía croata, un hombre de unos sesenta años. Cuando le dije que era argentino, me saludó con efusión y me dijo ‘los croatas le debemos mucho al presidente Carlos Menem, un hombre valiente que nos vendió armas para protegernos de los serbios cuando nadie quería hacerlo’. Efectivamente, Argentina le vendió armas a Croacia en el 91, en pleno embargo de Naciones Unidas. Cuatro años después hizo lo mismo con Ecuador en guerra con Perú y también bajo embargo de la ONU. Sabés, claro, que Pavelic y cientos de ustashas se refugiaron en Argentina después del 45 y que fuimos uno de los primeros países en reconocer la independencia de Croacia”, digo.
Sasa escucha y no dice nada. Parece haber vuelto a Odessa, la de los dos eses, y sus historias de turcos, judíos, rusos, grandes navegantes y comerciantes. “Mi sueño es recorrer todos los antiguos grandes puertos del Mediterráneo y el Mar Negro. Ya conozco Izmir, Atenas, Trieste. Ahora estoy en la gran Odessa. Me falta Nápoles, Génova...”, piensa en voz alta. “Marsella”, digo. “¡Bravo! Sí, Marsella, claro. Para los serbios Marsella tiene un significado muy especial. Ahí asesinaron en 1934 a nuestro rey Alejandro I”, retoma mientras nos alejamos del bulevar Primorsky por unas callecitas oscuras y repletas de edificios viejos. Es tiempo de historias de viajes y aventuras: Siberia, Estambul, Ushuaia, Ulan Bator, las islas Feroe, San Francisco, Zagora, Riga, Shanghai.
De viajes improbables, pasamos a personas. Y ahí, sentados al final de una de las calles que sobrevuela el puerto, recuerdo a Ana Otasevic, Anita, la preciosa serbia otrora musa y compañera de ruta de París de uno de mis grandes amigos, el fabuloso y enigmático HP. Hace mucho que no sé nada de ella. Lo último fue que se quedó en Francia cuando él se volvió a Buenos Aires. “¿Ana Otasevic?”, pregunta Sasa. “¿No me vas a decir que conocés a Anita Otasevic?”, le pregunto ahora yo para alargar el suspenso, sabiendo ya que sí, que la conoce, que no hay otra Anita Otasevic en Belgrado aunque hace añares que se haya ido de Serbia. “Ana Otasevic, la hermosa Ana Otasevic”, empieza a decir Sasa, como si de repente entrarse en otro mundo, en otra época. “No puedo creer que la conozcas, que haya salido con un amigo tuyo. Ana Otasevic...”, suspira y mira al piso. “Vivía en la misma cuadra que nosotros cuando era chico. No íbamos al mismo colegio pero cada vez que la cruzaba me temblaban las piernas. Me volvía loco, pero creo que nunca le dije nada, ni una palabra. ¿Cómo está? Supongo que debe ser igual de linda”. Le confirmo que sí, que hasta donde yo sé sigue igual de linda, aunque también llevo un par de años sin verla. Pero Anita no es de la que dejan de ser lindas de un día para el otro. Anita y HP, qué grandiosa pareja suelta por esa París despreocupada en la que estuve deambulando durante casi cinco años.
De vuelta al hostal, encontramos a la gigante norteamericana con la que compartimos habitación llorando y hablando sola. No es la primera vez que lo hace. En realidad, sólo una vez la escuché hablar coherentemente. Fue cuando llegamos y, sentada a la sombra, nos dijo que hacía mucho calor en el centro de la ciudad. No sé nada de ella. Supongo que viene de Little Odessa, en Brighton Beach, el barrio ruso de Coney Island. Ahí, en lo que se dice es el corazón de la mafia rusa en Estados Unidos, cada tarde se juntan a pescar los hijos perdidos del puerto glorioso. Los vi una vez, hace un par de años, mientas buscaba a Lou Reed. Era un primero de enero, había sol y un DJ pinchaba “Light My Fire” mientras dos o tres borrachos recién salidos del mar bailaban en bata. Como mezclo todo y divago creo que la norteamericana está acá en busca de sus orígenes. Pero tal vez no sea más que una esquizofrénica, porque se pasa las horas encerrada en el hostal, cambia de humor cada segundo, se despierta a la madrugada llorando, se mete el dedo en la boca como los nenes y hace preguntas extrañas, como si hay algún lugar en Ucrania llamado “Moldavia” mientras señala con el dedo la península de Crimea.
Está llena de locos Odessa. Como el panadero del centro de Francia que nos cruzamos en Nicolaiovskaya al salir del hostal a la noche, lejos del centro y en una zona de fábricas viejas. Camina con su valija y nos pregunta en inglés si sabemos cómo llegar a la Ópera. Lo subimos al bus con nosotros y nos vamos los tres hablando en francés, para placer suyo y nuestro también. Acaba de llegar para trabajar tres meses en el restaurante de un hotel, propiedad de un compatriota, formando a panaderos ucranianos. Antes estuvo seis meses en Londres y Oslo. Hace tres años, en Nis, Serbia, creyeron que era espía y le balearon el auto y lo amenazaron de muerte. Trabajar de diez de la noche a seis de la mañana no ayuda, claro. Pero cuenta aquello como parte de la vida en la ruta. Y ahí va por el mundo, bonachón y despreocupado, feliz.
Pienso en el gran Stevenson en el hotel Londoskaya, la gente paseando por la peatonal Deribasovskaya y los inmuebles derruidos cerca de la estación de buses. En los antiguos tornos espiados desde un vidrio roto de la fábrica Prodmash, las playas cercadas por grúas y hormigón, la grandiosa estación de tren prometiendo viajes alucinantes y las catacumbas de la resistencia soviética con la carta manuscrita de Fidel contando su “emoción indescriptible” tras visitar una parte de las kilométricas galerías donde cientos o miles de hombres vivieron sus días de gloria en la época en que los trabajadores eran dioses. Al “doctor” Nikolai le hubiese gustado ver la carta con la foto del comandante. Pero la visita en un bus desvencijado era por la mañana y sólo fuimos Sasa, yo y 40 ucranianos. El “doctor” prefirió quedarse en la cama después de una recorrida por los bares de Arcadia Beach en los que nadan por la noche algunas sirenas de Odessa, esos espejismos que pueblan el puerto de las dos eses.
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