“¿Para qué habitar el mundo real?”, la memoria que convierte un amor del que nada sabemos en una novela

El autor de la obra, publicada por Universo de Letras, recorre los sinuosos caminos que convirtieron un encuentro fortuito en un ejercicio catártico que brotó de un pasado imperceptible

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“¿Para qué habitar el mundo
“¿Para qué habitar el mundo real?” ( Universo de Letras), de Gustavo Fiumano

La idea de plantear la literatura o la mente humana como un laberinto está muy claro que no es mía. Pero podemos utilizarla, ya que de esto se trata todo me parece, de mezclar nuestras ideas con las de otros, deformarlas y así crear nuevas recetas. Si hay cocina fusión, que haya literatura ídem.

Este pequeño preámbulo es para explicar cómo fue que terminé escribiendo una novela de 800 páginas cuando nunca había traspasado la escritura de cuentos cortos o canciones. Se podría decir que la idea general de la historia me aguardó durante años alojada entre los pasadizos de mi laberinto mental.

Muchos años atrás, viajando en el subte o en el colectivo, me llamó la atención una chica que me pareció hermosa, leyendo atentamente Bestiario, con tanta atención que parecía ajena al resto de la existencia. Se sostenía precariamente, rodeando con un brazo uno de los pasamanos, haciendo modesto equilibrio ante cada una de las sacudidas que se sucedían a medida que nos transportábamos. Lo único que le importaba a mi nueva heroína era poder leer, como si en realidad ella viajara agarrada del libro y no del pasamanos.

Por supuesto, me enamoré, uno de esos amores fugaces que probablemente sean los verdaderos amores, los únicos que deberían existir, los más puros e incondicionales.

Woman reading e-book in the
Woman reading e-book in the subway

¿Pero qué podía hacer yo para acercarme a ella y romper la barrera invisible que nos separaba? Nada, eso lo tenía clarísimo. Primero porque interrumpir esa lectura apasionada hubiera sido un sacrilegio. Segundo, porque yo carecía de cualquier herramienta de seducción.

Ahí descubrí una herramienta que me iba a resultar mucho más útil que cualquier otra: la ficción. ¿Para qué habitar el mundo real si puedo inventar uno donde las cosas sucedan?

Yo no iba a poder nunca llamar la atención de esa chica que nadaba en la prosa de Cortázar, pero probablemente podía inventar alguien capaz de enamorarla.

Pronto me bajé del subte o del colectivo, poco importa ya, y ese amor que parecía eterno se apagó a las pocas cuadras, probablemente porque en la calle me volví a enamorar de otra. La volatilidad de la adolescencia, seguramente.

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Lo que no se esfumó fue la idea, así que mientras caminaba comencé a construir a los dos personajes. De la musa original sabía poco y nada más allá de su acrobática manera de consumir literatura. Pronto le encontré un trabajo, aspiraciones, una modesta historia sentimental previa, un barrio, una mejor amiga y una relación bonita con su padre viudo. Ahora ya no estaba enamorado de la chica que había visto en el subte sino de la chica que acababa de inventar a partir de ella.

Diseñar al héroe capaz de cruzar el Rubicón y hacerse con su corazón me costó un poco más. Cometí el pecado de dotarlo con una belleza objetiva bastante clásica, lo cual simplificaría la parte superficial del asunto. Pero ya estaba claro que a mi heroína no la iba a seducir solo por ser carilindo, había que encontrar más. Entonces le di una profesión que a mí siempre me había resultado interesante, la docencia, y luego llegó lo más fácil: la actitud. Decidí que iba a ser un personaje opuesto a mí en aspectos claves, por lo que lo hice extrovertido, decidido, constante, tenaz.

Gustavo Fiumano
Gustavo Fiumano

Cuando estuve frente al procesador de texto, comenzar a escribir el borrador me resultó mucho más sencillo de lo que creía. Me lancé a escribir una novela sin tener ninguna idea de lo que estaba haciendo, con la impunidad que nos provee la ignorancia. Tenía 23 años, no había leído ni vivido lo suficiente, y sin embargo me embarqué a escribir una novela donde todos los personajes eran mayores que yo. No había hecho un mapa, ni tenía un plan, solo escribía lo que se me ocurría, sin releer demasiado.

El sueño duró lo que tardó en aparecer cierto sentido de la prudencia. Ese día leí todo, y abandoné. Volví a la zona de confort, a lo que ya conocía que me salía, los cuentos y las canciones. Con el tiempo también dejé los cuentos, porque me fui dando cuenta que, si a la frescura inicial que dispara las ideas, uno no logra sostenerla y condimentarla al menos con una prosa digna, esa idea termina por naufragar por más buena que sea.

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La vida siguió, con ella llegaron experiencias, lecturas, viajes, trabajos, gente nueva, gente diferente. Mi vocación literaria fue renaciendo con el paso del tiempo, aunque mi pudor obró como un dique de contención, porque no escribí nada de lo que se me iba ocurriendo. Mientras tanto me anoté en Filosofía y Letras, para profundizar y organizar aquella pasión literaria que había cobrado fuerza con los años.

Cuando la pandemia nos recluyó en nuestros hogares, el tedio desnudó muchísimas cuestiones mías en las que prefiero no ahondar. Ese aburrimiento, producto de tener demasiado tiempo para pensar, me hizo encontrar dentro de ese laberinto que mencioné antes, a la idea que se había quedado esperándome durante años. El dique de contención estaba a punto de quebrarse y el torrente arrasaría con todo…

(Crédito: Pexels)
(Crédito: Pexels)

¿Pero estaba listo para escribir la novela? ¡Por supuesto que no lo estaba! Sin embargo, sentí que no podía esperar a terminar la carrera universitaria para ponerme a escribir. Además, encerrado como estaba, por momentos escribir resultaba más una catarsis o un divertimento, que una obra literaria en sí. Ahora, con 40 años y muchos más libros encima, me sentía mejor entrenado, empecé a creer un poco más en mi prosa. Por suerte también tenemos youtube y resulta muy fácil encontrar videos de los maestros explicando brevemente sus experiencias y aconsejándonos. Tomé nota de todo lo que pude y me lancé.

Diseñé la hoja de ruta, para saber hacia dónde llegar y decidí largarme a la maratón, porque escribir creo que es un poco como correr. Hice un inventario de los recursos con los que contaba, y decidí centrarme en ellos, sin aventurarme a hacer nada que no pudiera.

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Entiendo que muchos escritores se aíslan para no caer en las distracciones, en especial hoy que tenemos estímulos visuales en todos lados. Yo opté por hacer lo contrario, escribir con veinte ventanas abiertas, invitando al mundo real a ingresar en mi relato.

Que cada apartado comenzara con una frase de canción me pareció una buena idea, dotar de “banda sonora” al libro, poner al lector en clima con música. ¿Existe algo mejor que la música? Y en el caso de que no conociera la canción, entonces estoy dando un servicio aún más valioso al convidarle con algo maravilloso que está a punto de descubrir.

A medida que avanzaba en la narración descubrí que lo que más me gustaba era escribir los diálogos. Lo disfrutaba y era lo que me salía más natural. Viéndolo hoy, dos años después, estoy seguro que esto ocurría porque lo que yo tenía era una enorme necesidad de recuperar esos diálogos que había perdido producto del aislamiento.

Hoy, con el libro en la mano, con Eugenia, Esteban y sus amigos aventurándose entre las páginas, lo primero que pienso es que aquellas ideas que no se mueren, nos esperan. Salen a la luz, se convierten en algo, tal vez en lo que queríamos o tal vez en algo diferente. Pero para que ello ocurra habrá que entregarse de lleno al trabajo, porque las ideas pueden aparecernos sin esfuerzo, pero las obras requieren toda nuestra dedicación.

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