Natalia García Freire: “Nunca vemos el mestizaje como una duda espiritual, que lo es”

Luego del éxito de “Nuestra piel muerta”, la escritora ecuatoriana publicó “Trajiste contigo el viento”. En esta entrevista, reflexiona sobre la identidad, la fe y la imaginación que atraviesa esta historia asediada por el delirio

La escritora ecuatoriana Natalia García Freire acaba de publicar su segunda novela, "Trajiste contigo el viento" (Foto: María García Freire)

A espaldas de la escritora ecuatoriana Natalia García Freire (Cuenca, 1991), en la cocina de su casa, el agua hierve. Una bolsa de té de manzanilla espera seca dentro de una taza. García Freire, mientras, prende un cigarrillo, acomoda un cenicero frente a ella y sonríe. Es una risa despreocupada, benigna, que aparecerá a ratos entre las respuestas sobre la construcción insomne de ese pueblo de espanto que es Cocuán, donde transcurre Trajiste contigo el viento, su segunda novela, editada por La Navaja Suiza en España, y por Tusquets en Argentina.

Quienes habitan Cocuán –su encierro– habitan un delirio. Y cada quien, en cada capítulo, da cuenta de ese éxtasis –¿o asfixia?– desde su propio asedio, con un lenguaje hecho de torceduras, aullidos, balbuceos. Mildred, una niña con piel de luz, ha nacido en Cocuán para salvar o para terminar de condenar a este pueblo desventurado. Cada quien –personajes y lectores– escogerá en qué creer, en donde ovillar su fe al final de este peregrinaje.

La fe de García Freire, por lo pronto, habita en sus propios dominios: la ficción, los mundos imaginarios. Sobre eso, sobre el mestizaje, la creación de lo sagrado y la redención de la locura hablamos a través de una videollamada.

–¿Tuviste algún tipo de presión para la escritura de esta segunda novela después del éxito de la primera (fue incluida en la lista de los mejores libros de 2019 de The New York Times en español)?

–Por suerte, mis editores (de la editorial española independiente La Navaja Suiza) no me metieron ninguna presión. También fue una suerte que, al estar en Cuenca, no tengo un entorno que podría generar esa presión que yo a veces veo en los círculos literarios de otros países. Sí tenía la presión de mí misma, claro. Lo que una siempre se dice: lo primero fue suerte (se ríe). Algo que me ayudó fue que, a la mitad de la escritura, ya estaba totalmente enganchada con los personajes, como adicta. Con Nuestra piel muerta me pasó igual: como que sentí que había algo honesto o verdadero en la escritura que no podía traicionar. Y en este caso era el delirio. Había mucho delirio en esta segunda novela.

Portada de "Trajiste contigo el viento" (Tusquets), la más reciente novela de Natalia García Freire

–¿Era solo delirio esa parte honesta a la que te refieres?

–Eran varias cosas. Una era el delirio del lenguaje. Y el otro era el delirio de la historia: hay un momento cuando escribo en que siento que, si voy por cierto camino, voy a estar traicionando ese delirio. Y en esta novela, como en la primera, también me pasó que había una pregunta en la historia. Siempre hay como una pregunta escondida en las cosas que uno escribe. En Trajiste contigo el viento esa pregunta, o esas preguntas eran: quién soy y en qué creo. En qué creo con fervor. Y ahí estaba también todo ese conflicto del mestizaje, de a veces no tener realmente fe debido a eso.

–Decías en otra entrevista que en lo que sí tienes fe es en tu imaginación y en lo que crea…

–Sí, es una cosa que siempre ha estado ahí: una fe en los mundos imaginarios, en general. Es esa fe que a veces ansío, como cuando le oía rezar a mi abuela. Yo la oía y le tenía toda la envidia del universo. Me pasa también cuando veo la fe que las comunidades indígenas tienen en ciertas entidades, en la tierra. Yo nunca he tenido eso. Pero sí creo en los mundos imaginarios. Eso es en lo único en lo que a veces logro creer. Y creer con ese éxtasis que, justamente, pasa por lo delirante.

–Volviendo al mestizaje, a esa mezcla de mundos, ¿tú crees, entonces, que el mestizaje nos escinde como personas?

–Sí, yo creo que tenemos una identidad rota, pero que no pensamos en eso y tampoco nos preguntamos. Por eso muchas veces nos aferramos a un lado u a otro. Nunca vemos el mestizaje como una duda espiritual, que lo es. Es un quiebre, es algo que no nos permite pensarnos como despojos, como seres que han vivido violencias. El otro día hablaba con mi hermana de los secretos en las familias y creo que, esos ocultamientos y esos silencios, nos obstruyen también una idea de pensarnos como seres que hemos atravesado violencias, violaciones, un montón de historia que está ahí como cerrada. Y de repente también creamos un montón de discursos alrededor de eso, como el discurso de los españoles malos o del indígena como el inocente, el buen salvaje. Como que no queremos entrar en esa historia tan fuerte, porque hay una convulsión. Pero siempre me ha interesado entender mi mestizaje, mis propios conflictos con la fe, con la tierra que habito, con todo.

–Siento que tu lenguaje es muy mestizo también: mezclas palabras como culo, cagar, sobacos, con un lenguaje más lírico…

–Sí, sobre todo porque es un lenguaje que se mancha, que no busca lo bello. En Nuestra piel muerta me pasaba igual, porque el concepto de lo bello siempre es etéreo, puro, virginal. Cuando escribo, a mí me da esas ganas de encontrar esa palabra que llega y tuerce la frase. No me interesa tanto la belleza, sino más bien ese crujido cuando se tuerce la frase. Eso es lo que más me gusta cuando escribo: llegar a ese trac. También hay eso de que, como niña de colegio católico, a mí toda la vida me inculcaron que la palabra no se podía manchar. Y yo, hasta mi adolescencia, no decía nada. No quería decir ni culo. Y en algún punto eso también es robarte el lenguaje, robarte la ira con la que salen ciertas palabras.

"A mí la escritura siempre se me da como un juego infantil", dice Natalia García Freire

–Hablando de la fe, vi en Twitter que, mientras escribías esta novela, ponías brujas alrededor tuyo, como cuando recolectaste escarabajos para escribir la primera. ¿Crees en los tótems para escribir?

–Totalmente, yo los necesito. A mí la escritura siempre se me da como un juego infantil. Soy muy infantil. Y desde niña he necesitado mis amuletos, mis piedras planas. Yo me armaba mis oficinas con una piedrita, con una flor. Creo que los objetos también tienen esa dimensión sagrada, o quizá yo le pongo esa dimensión que no encuentro en otras cosas, y me voy creando mis cosas sagradas. Para esta novela tenía una muñeca, que es como una muñeca con una máscara de loba, la mujer loba. Para mí ella era la novela. Era una mujer animal. Y ahora he estado leyendo El cazador celeste, de Calasso, y me encanta porque empieza diciendo que hubo un tiempo en que los hombres no eran solo hombres, sino que podían ser animales, dioses, mujeres. La materia estaba siempre transformándose. Y los animales también podían ser dioses u hombres. Nada era lo que parecía que era. Cuando la leí, me dije: ésta era la sensación que tenía cuando escribía Cocuán (el pueblo de Trajiste contigo del viento). Como que los personajes no son personajes. Podían ser animales, un tronco, cualquier cosa. Mildred (una de las protagonistas), por ejemplo, no es una mujer. Es una diosa y es luz. Es polvo de estrellas. Es todo.

–Sé que a otros personajes los trabajaste mucho desde los collages (que están incluidos en la novela)....

–Sí, porque de niña había hecho mucho collage. Pero esta vez fue, sobre todo, porque mi abuela murió y mi abuelo se quedó solo y con muchas revistas y enciclopedias que me regaló. Una prima y yo pasamos unos días cuidándole a mi abuela y, para no estar tristes, empezamos a hacer collage, como para entretenernos. En ese entonces yo había empezado a escribir la novela, no tenía una estructura, pero sí pocas imágenes y dije: bueno, voy a pensar en los personajes a partir de imágenes a ver si me ayuda. Y hubo algo muy bonito en el collage, porque ahí es mucho más evidente el inconsciente. Uno piensa que el collage es azaroso, pero quizá es tu inconsciente lánzadote cosas. Había ciertas cosas de los personajes que no podía verbalizar, pero que estaban totalmente en la imagen. Las imágenes me guiaron, me dieron luces.

–En Trajiste contigo el viento, y en tu primera novela, tu mirada sobre el mundo animal y de los insectos es casi religiosa, como si hablaras de deidades…

–Sí, yo veo ambos mundos como mundos divinos. El otro día fui con mis sobrinos de paseo y vimos cabras, caballos, un pony. Y yo a veces me quedaba viéndole toda la tarde la cara al caballo, que estaba como herido, descansando. Me parece hermoso ver la mirada de los animales, pero también me asusta. Hay esa historia de que Nietzsche se volvió loco al ver los ojos de un caballo. Y yo creo que a todos nos puede pasar eso. A ratos pienso qué animal veré yo y me volveré loca. Es como si los animales te revelaran un salvajismo, el delirio que está en nosotros y que se refleja en esas miradas. Creo que nos hace mucha falta esas miradas animales. A mí es lo único que a veces me da una dimensión de total sentido.

Friedrich Nietzsche (1844-1900)

–Ya que mencionas el delirio, en esta novela, más que en la primera, siento que hablas más sobre la mirada de los los locos o los tontos, y lo que éstas también muestran. ¿Qué te interesa de esos puntos de vista?

–En Trajiste contigo el viento yo buscaba una redención de la locura, de mi propio miedo a la locura, a la enajenación. Esa redención de que, quizá, en esa mirada, hay otra cosa. Y en esta novela yo quería que ese delirio también pueda ser una visión, como de que si cierro los ojos está Diosmadre y, como yo creo en ella, me voy a salvar. En mi delirio me salvaré (se ríe). Me acuerdo que en la escritura de la voz de Filatelio, que fue la última que escribí, en una noche insomnio total, me lancé al delirio. Escribí con ese éxtasis de que la locura me salvará.

–Los nombres de los personajes de esta novela, por cierto, son súper bíblicos, como si estuviéramos acercándonos a testamentos. ¿Los pensaste así?

–No los pensé así. Por ejemplo, no tenía idea de dónde había sacado Hermosina, pero el otro día fui a la casa de mi hermana y oí que la vecina se llamaba Hermosina, entonces debo haberlo sacado de ahí. También me pasa siempre que, cuando empiezo a escribir la voz de un personaje, ya tiene un nombre. Ezequiel, por ejemplo. Ese nombre tiene una dureza, una antiguedad extraña, como si fuera de un niño viejo, de un niño nacido de la violencia.

–Víctor, en cambio, es un niño que intenta ser libre, otre. ¿Por que te interesó incluir a un personaje queer?

–Para mí Víctor siempre se pensó a sí mismo como mujer. Quería parir como mujer. Y a mi me daba ternura de que, en un pueblo como Cocuán, él nunca iba a poder ni siquiera verbalizar eso. Por eso se lo cuenta a las estrellas y no se lo va a contar nunca a nadie. Y pensaba justo en eso: en las libertades que no son tales. Para mi Cocuán, a ratos, es como mi ciudad Cuenca hace mil años. Y me hizo pensar en que, hace 1000 años, cuántas cosas ni siquieran pudieron verbalizarse.

–Cocúan suena mucha a Cuenca, de hecho, pero en realidad te inspiraste en el nombre de un medicamento, ¿no?

–Sí, exacto, es el ansiolítico que tomaba para dormir. Pero para mí Cocuán también existe en una dimensión propia, con sus propios mitos, como el de Mildred. Y, claro, no pude evitar que hayan personajes con una idiosincrasia de hace mil años, en el sentido que son incapaces incluso de reconocer sus propias miserias. Baltazar, por ejemplo, siempre será como esos señores que pueden haber sido capaces de haber hecho un montón de miserias, pero son incapaces de verlas. Ellos solo querrán contarte su historia, pero en el fondo también tienen esos conflictos de identidad, de un montón de cosas que no pueden ni hablar. Pero también está el tema de las ciudades en las que vivimos: ciudades coloniales, religiosas, racistas, clasistas. Y esas, aunque no nos guste, son cosas que también somos, que seguimos siendo.

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