Nunca hubo nada elegíaco en Marcelo Cohen: hubiese sido muy anti-Cohen despedirlo con una elegía. El mundo visto a través de sus textos era perfectamente real, verosímil, apenas con algunas modificaciones de alguna nueva tecnología, pero ese mundo estaba golpeado, como si a quien lo veía y relataba le golpearan la lente y así perdiera el foco. Había belleza, enorme belleza, pero desapasionada, quieta, corrupta. Cohen siempre estuvo cerca de la ciencia ficción a través de sus recursos y mecanismos, pero lo que construyó no era la historia de la ciencia ficción, sino el fenómeno final, lo que el verdadero futuro depara para nosotros: ser hombres y mujeres sueltos en el limbo de la destrucción de los vínculos, donde todos los lazos son mentira.
Inolvidables Veladas, su novela corta de 1995 impresa en el precioso formato tapa dura de Minotauro, es la historia de una cantante de tango anciana y postrada, pero mantenida joven y sobre un escenario mediante hologramas, 20 años antes de que a la industria de la música se le ocurra el truco para hacer dinero con los grandes muertos. Su hijo, un perdedor, la adora así; Inolvidables Veladas es la historia de la adoración tecno del fantasma de alguien que sigue vivo. “Lydia En El Canal”, un cuento de El Fin de Lo Mismo, de 1991, habla de una viuda joven en un mundo del futuro cercano que es un páramo, un lugar como destruido, un Neo Tokio de “Akira” pero sin brillo ni grandeza, al que no golpeó ningún cataclismo en particular. La viuda tiene una atracción paródica por un chico más joven que ella, al que le hace sexo oral. Cohen usa un término juguetón para referirse a eso, adorable, un término inventado. El vínculo es una fabricación, no es nada en el fondo. “Muerte en los umbrales, en un vaso de plástico que arrastraba el viento”, empieza y el texto sigue, redobla la imagen, la remacha con poesía escrita de forma horizontal, evoca muerte y más muerte, pero que es muerte casual, entendida no como drama sino como signo, en el mundo de Marcelo Cohen, que existe mucho más que el mundo real.
Fui a su entierro ayer a las 14 en el Cementerio Británico, entre las cruces celtas y las hiedras, porque me siento unido a esas ideas, a esa parte de su obra larguísima que es la que más me llama y más me interesa y porque esperaba encontrarme con un funeral acorde a lo terrible en su obra. Pero encontré todo lo contrario. Marcelo Cohen fue enterrado por sus amigos y pares y admiradores entre las cruces celtas y la hiedra como lo que fue: como un genio discreto, un mentor y un maestro espiritual contemporáneo.
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Maximiliano Papandrea, su último editor en Sigilo, donde publicó su último libro, Llanto Verde, leyó las palabras de la no-elegía. Relató cómo lo conoció, cómo lo llamó una noche para invitarlo a cenar, así, llamada de fan. Se hicieron amigos, Cohen lo nutrió, lo oyó, lo recomendó a editores y lo puso en su camino. Papandrea habló de su generosidad, propia de “un derrochón”, de cómo estaba dispuesto a escuchar a nuevos escritores, de hablarles de música, de poesía, de atravesarlos de ánimo y de información. Eso fue maravilloso, oír eso fue maravilloso, la expresión de esa generosidad desinteresada, de acoger y nutrir a alguien que viene sin importar de quién es hijo o amigo o si le puede sacar algo. Papandrea habló de charlas en el teléfono, de largas devoluciones, un Cohen patriarcal. Esa es otra dimensión, la del instigador, algo que podía verse en Otra Parte, la revista que dirigió.
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Sus traducciones son otra forma de ver ese Cohen prisma, una figura donde toda una cultura se condensa. Parte de mi biblioteca que más me importa está atravesada por él; tomó la empresa loca de traducir Locus Solus de Raymond Roussel para Interzona, un texto burlón, elusivo, tiránico, fue por Gene Wolfe, el poder sombrío de Gene Wolfe. Tradujo a William S. Burroughs, otra vez el formato de tapita dura de Minotauro, La Máquina Blanda yEl Tiquet Que Explotó. No le quitó la música a Burroughs, amplificó esa cosa de amenaza donde el lector es empujado a un mundo inquieto, una condición que como autor compartía. Requiere una honestidad muy grande hallarse a uno mismo dentro de un texto de Marcelo Cohen.
Entonces, lo bajaron. El barniz de la madera hizo el clac inconfundible con las piedras de la grava abajo. Había familiares, escritores, poetas, novelistas, artistas de la performance, editores, periodistas, Adrián Dárgelos de Babasónicos en una camisa de manga corta verde. “In Loving Memory” es la frase que más se repetía entre las viejas lápidas, un mensaje: “En Amorosa Memoria”. “Había que estar acá”, dijo un joven novelista a metros del ataúd, como si estuviera obligado a decirlo. “No sé si Marcelo diría eso”, le respondió quien tenía al lado, casi riendo.
(El autor es periodista y escritor, editor de la sección Crimen y Justicia de Infobae. Sus colecciones de poesía incluyen títulos como Grimoire, La Imagen que Profana y Destruye y Éxodo al Amor Psíquico. El Trueno En La Sangre: Biografía Criminal de Banana Espiasse es su último trabajo de no-ficción. Brillo de Secta es su próxima novela)
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