Martín Fierro, el fantasma que protege la casa embrujada de la literatura argentina

Hace 150 años, en diciembre de 1872, José Hernández publicó el libro “El gaucho Martín Fierro”. Hoy ese personaje emblemático continúa entre nosotros, como un espíritu, marcando la tradición pero también la vanguardia

Guardar
El gaucho Martín Fierro, dibujado
El gaucho Martín Fierro, dibujado por Juan Carlos Castagnino

Un gaucho recorre Argentina. Emponchado, con pañuelo y sombrero, “sin más amparo que el cielo / ni otro amigo que el facón”. Tiene 150 años y aún permanece firme, porfiado, alerta: “Entro y salgo del peligro / sin que me espante el estrago; / no aflojo al primer amago / ni jamás fí gaucho lerdo”. Es un espíritu, un espectro, el fantasma que protege la casa embrujada de la literatura. Y más allá también: su historia machaca y florece en cada recoveco de la cultura argentina. Es el protagonista de nuestro poema épico, de la epopeya nacional. Como Ulises o el Quijote, como el rey Gilmanesh o el Cid Campeador, pero nuestro, profundamente nuestro: un héroe que, avejentado, incluso vetusto, sigue cantando “al compás de la vigüela” aquella “pena extraordinaria”: lo injusto y ridículo que es el mundo. Sigue cantando “como la ave solitaria” que “con el cantar se consuela”. El gaucho Martín Fierro nació en 1872 —en noviembre se publicó por entregas en las páginas del diario La República; en diciembre se editó como libro en la imprenta La Pampa— cuando José Hernández construyó un personaje simple y a la vez complejo. Pasaron 150 años ya. Vivo, muerto o resucitado, aún se lo ve, entre las sombras de la literatura, observando, protegiendo.

Hernández empezó a escribir los primeros versos de aquel poema en el Gran Hotel Argentino, frente a lo que entonces era la Casa de Gobierno. Escondido en una habitación, recién llegado de su exilio, quizás sin creer en la posibilidad de que Sarmiento le dé la amnistía —lo que finalmente ocurriría al poco tiempo—, escribió sobre el papel de estraza de una libreta de pulpería que “las coplas me van brotando / como agua de manantial”, porque “a cada alma dolorida / le gusta cantar sus penas”. Una pulsión irrefrenable, porfiada, despiadada: “Cantando me he de morir / cantando me han de enterrar”. Pareciera que es él mismo, mediante su álter ego, este gaucho contrariado que no se tuerce, quien va a escribir hasta morir. Y es de esa pena, la del personaje, que transcurre adentro de la literatura, y la del autor, que pasa afuera, en la vida, en la realidad, que brota una llama de furia, de fuerza, de valor: “Yo soy toro en mi rodeo / y torazo en rodeo ajeno; / siempre me tuve por güeno / y si me quieren probar, / salgan otros a cantar / y veremos quién es menos”. Hay algo inmortal en esos versos. Algo muy de época y a la vez universal, algo que se corresponde con el pasado lejano, con el presente extraño y con el futuro incierto. Algo que no se rinde.

Edición de 1894 de "El
Edición de 1894 de "El gaucho Martín Fierro"

Si el gaucho es un personaje central de la historia argentina, Hernández fue uno de esos hombres que logró iconizarlo desde la ficción. Lo hizo a partir de la experiencia propia. Nacido en 1834 en la Chacra Pueyrredón, en lo que hoy conocemos como Villa Ballester, su familia materna era unitaria —sobrino del militar y político Juan Martín de Pueyrredón, primo del pintor Prilidiano Pueyrredón—, pero la paterna era federal. De hecho uno de sus tíos murió en la Batalla de Caseros luchando en el bando de Rosas. Como sus padres viajaban seguido al sur de la provincia de Buenos Aires, él se quedaba con su tía materna. No tenía ni diez años cuando los Pueyrredón se tuvieron que exiliar en Montevideo tras las amenazas de la Mazorca. Él se quedó con su abuelo paterno, José Gregorio Hernández Plata, en Barracas. Al poco tiempo, por problemas de salud, los médicos le recomendaron cambiar de aire y se fue a vivir con su padre, Rafael Hernández —su madre, Isabel de Pueyrredón, había muerto en 1943—, que era mayordomo en las estancias que Rosas tenía en la provincia, en la zona de Laguna de los Padres. Ahí entró en contacto con los gauchos; ahí, sin saberlo, empezó a escribir el Martín Fierro.

Hasta fines del siglo XIX, el término gaucho era despectivo. Sin linaje ni alcurnia, sin trabajo fijo ni abundancia, de changa en changa, cuatreando cuando el hambre lo pedía, sobreviviendo en el medio de la nada, la vida en la Argentina anterior e inmediatamente posterior a la Revolución de Mayo era una tarea complicada. En 1856, Sarmiento escribía que “la campaña de Buenos Aires está dividida en tres clases de hombres: estancieros que residen en Buenos Aires, pequeños propietarios, y vagos. Véase la multitud de leyes y decretos sobre vagos que tiene nuestra legislación”. También que “el vago en su tierra, en su patria” es el que “puede hacer daño en las vacas que pacen, señoras tranquilas del desierto, de donde se destierra al hombre”. En Historias de gauchos y gauchisoldados, publicado en 2007, el historiador León Pomer recorre los siglos previos al poema de Hernández y pinta un contexto difícil para la gran mayoría de los que habitaba este territorio: “A los no estancieros no les queda otras opciones de vida que, lo repetiremos, irse a vivir al desierto y carnear vaca ajena para llenar la barriga. Y si se arriman a una estancia ya sabemos qué puede esperar: un tiro en la cabeza o un sablazo en el cogote”.

Hernández hacía equilibrio. Se casó, tuvo ocho hijos, compraba y vendía campos, hasta que se metió en el Ejército y participó en varias acciones militares. (Hay un largo pronunciamiento político que habrá que obviar acá por la extensión que implica.) Luego se retiró y se fue a vivir a Entre Ríos. Ahí formó parte de la última rebelión gaucha liderada por Ricardo López Jordán. Derrotados en 1871, se exilió en Santana do Livramento, Brasil; al año siguiente se fue a Uruguay hasta que finalmente regresó al país. Escondido en el Gran Hotel Argentino, entre algunos poemas de amor y consideraciones políticas, le salió de un itrón unos cuantos versos gauchescos. Con la adrenalina de las batallas aun corriendo por sus venas y la vista de primera mano al drama de los gauchos, construyó un personaje inigualable. Ahí está el mismo asunto que hoy persiste como un enigma estúpido: la tierra envuelta en las ridículas leyes de la propiedad privada. Escribe Pomer que, “después de Caseros, el latifundio sigue su carrera hasta obtener su máxima victoria con la degollación de indios que practica Roca y la transformación del desierto en estancias”. Esa literatura no se guarda ni se archiva ni se olvida. Ese gaucho aún permanece firme, porfiado, alerta.

Retrato de José Hernández de
Retrato de José Hernández de Genaro Pérez, año 1887 (Museo Provincial de Bellas Artes Franklin Rawson)

“El ser gaucho es un delito”, dice Martín Fierro. Por eso, “mi gloria es vivir tan libre, / como pájaro en el cielo; / no hago nido en este suelo, / ande hay tanto que sufrir; / y naides me ha de seguir, / cuando yo remonto el vuelo”. Obligado a integrar las milicias que luchaban defendiendo la frontera contra los indígenas, forzada a separarse de su familia, Fierro pasa tres años en un fortín soportando destratos y soledades hasta que se escapa. Cuando vuelve a su casa, su mujer se fue con otro hombre, sus hijos se separaron, y el mundo, su mundo, ya es otro. Llegan las pulperías, la noche, las peleas, las muertes, la huida. Junto a su nuevo compañero, Cruz, se van juntos a vivir con los indios, porque “yo sé que allá los caciques / amparan a los cristianos, y que los tratan de hermanos / cuando se van por su gusto. / ¿A qué andar pasando sustos? / Alcemos el poncho y vamos”. Y se va, pero vuelve. Será en 1879: La vuelta de Martín Fierro. De esta secuela —al poco tiempo, ambos libros se vendieron juntos como un solo volumen dividido en dos partes— es el famoso pasaje: “Los hermanos sean unidos / porque ésa es la ley primera, / tengan unión verdadera, / en cualquier tiempo que sea, / porque si entre ellos pelean / los devoran los de ajuera”.

La historia fue calando poco a poco. Leopoldo Lugones escribió que se trataba del “libro nacional de los argentinos”. Hay un ensayo de Leopoldo Marechal titulado Simbolismos del Martín Fierro donde sostiene que “constituye un milagro literario” porque sucede como “hecho libre” que “se da súbitamente fuera y por encima de las leyes naturales y de las circunstancias ordinarias”. Marechal ubica al texto de Hernández en su época y encuentra un “monumento grave y solitario, entre las simples, bien que auténticas, formas de la poesía folklórica, o entre las no tan auténticas ni simples formas de una poesía erudita que, presa ya de un complejo de inferioridad que gravitaría largamente sobre las virtualidades creadoras del país dedicaba sus empeños a la mimesis del romanticisimo francés o del pseudo clasicismo español”. En ese sentido, afirma, “Martín Fierro se parece bastante a un hecho libre de la literatura nacional, producido, como todo milagro aleccionador, en el instante justo en que se lo necesitaba, es decir, cuando la nueva y gloriosa nación, habiendo nacido recién de la guerra, como todo lo que merece vivir, debía reclamar con las obras su derecho a la grandeza de los libres, tal como había reclamado su derecho a la existencia en la libertad”.

Desde entonces, la literatura posterior está obligada a pasar por este paraje. Ninguna lectura es imprescindible, sin embargo hay algo de inexorable. La casa de la literatura argentina, embrujada como está —infinita y autosustentable; condenada a mirarse a sí misma por toda la eternidad—, tiene un fantasma que la protege. Algunos pudieron hablar con él. Borges: por supuesto. Basta recordar su cuento “El fin”, publicado en Ficciones, donde imagina la muerte de Fierro. “Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música”, se lee. Recabarren, dueño de la pulpería, ve la pelea final. Así concluye el cuento y la vida del gaucho: “Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre”.

Tradición pero también vanguardia. El gesto estético de Pablo Kachtdajián en El Martín Fierro leído alfabéticamente es interesante. Lo que hizo en ese libro publicado en 2007 fue, como el título lo indica, ordenar todos esos versos alfabéticamente. Un fragmento: “a mi china la dejé / A mí el Juez me tomó entre ojos / a mí no me gusta el cómo. / A mí no me matan penas / A mis hijos infelices / a naides le debo nada”. Juan Terranova dice que este experimento constituye una “relación de injuria y homenaje” e imagina a ”generaciones y generaciones de escolares a los que se les hiciera leer solo este Martín Fierro ordenado alfabéticamente, ocultando celosamente el otro, el convencional”, incluso que “se los obligara a aprenderlo de memoria”. ¿Qué pasaría entonces? “Darían origen a la larga a una nueva nacionalidad, distinta, si no mejor al menos más arriesgada”, especula. Julia Coria también imagina que Las aventuras de la China Iron —una novela de Gabriela Cabezón Cámara escrita desde el prisma de la mujer de Fierro en una búsqueda ligada a la exploración y a la libertad— se lea en el aula. “El día en que ingrese al canon literario escolar habremos comenzado a cambiar el mundo”, afirma.

En el año 2011, Oscar Fariña, poeta y narrador paraguayo, convirtió al gaucho histórico en un pibe de la villa en El guacho Martín Fierro: “Acá me pongo a cantar / al compás de la villera, / que al guacho que lo desvela / una pena estraordinaria, / cual camuca solitaria / con la kumbia se consuela”. Meses atrás, Marcelo y Simón Birmajer, padre hijo, publicaron Martín Fierro Siglo XXI, una novela que imagina un futuro cercano donde todo lo relacionado al universo gauchesco está prohibido y, de pronto, en un hotel familiar, alguien entra, pide una habitación: es Martín Fierro, que busca asilo, que está escapando. Las relecturas (y reescrituras) de un libro tan canónico como el poema de Hernández generan una vitalidad fastuosa. Es una cultura mirando el espejo retrovisor y acelerando a fondo en la misma secuencia. Abordajes como los de Juan Ignacio Pisano y Michel Nieva El viento de la pampa los vio y ¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos?, respectivamente— dan cuenta de las posibilidades que se abren. La literatura nunca está cerrada. Es una casa con las puertas abiertas. La nuestra, la argentina, está habitada por un fantasma. Vivo, muerto o resucitado, entre las sombras, Martín Fierro la protege.

Seguir leyendo

Guardar