¿Hay demasiada luz artificial en la Tierra? Se diría incluso que sentimos aversión y un auténtico pavor a la oscuridad. ¿Nos percatamos de toda la belleza que a veces perdemos al iluminar en exceso un lugar?
La oscuridad protege la intimidad, alienta la introspección, crea la calma nocturna y favorece el reposo. Como observaba la filósofa Francesca Rigotti “es fuente de ideas inalcanzables a la clara luz del día”. El poeta Novalis, en el Himno a la noche, sugería que la oscuridad expande los horizontes perceptivos de nuestra mirada en lugar de contraerlos:
“Más celestes que aquellas centelleantes estrellas nos parecen los ojos infinitos que abrió la Noche en nosotros.”
Elogio de la sombra
Viajemos al año 1933. En su ensayo El elogio de la sombra, el escritor Junichiro Tanizaki contaba, con no poca nostalgia, que lo primero que se construía de una casa en el antiguo Japón era el tejado. Se hacía así con el fin de marcar el área sombreada que fijaría sus límites.
Tanizaki escribió ese libro con el objetivo de contraponer la preferencia occidental por la luz con el aprecio que culturalmente se tiene a la penumbra en la sociedad japonesa. Al elogiar las sombras, Tanizaki rechazaba la obsesión de alumbrar en exceso cada recoveco de las ciudades, pues “la luz ya no tiene como finalidad iluminar para poder leer, escribir o coser, sino para expulsar las sombras a los rincones más apartados”.
El autor desdeñaba con amargor la aversión occidental a la oscuridad. Consideraba las sombras como el arte de sugerir y estimular así la imaginación: “Hallamos la belleza no en los objetos mismos, sino en los claroscuros de la luz contrastando con los objetos. (…) Sin la sombra, no existiría la belleza”.
Abrazar la oscuridad significa precisamente comprender la ambivalencia del mundo y de la vida, con sus destellos y sus secretos. De ahí la belleza que procura el juego de luces y sombras que observamos en la obra de la artista Kumi Yamashita. Para Tanizaki, un mundo iluminado por completo de luz blanca es un mundo irreal e ilusorio, una gran nada donde perece la belleza.
El miedo a la oscuridad
No ver con claridad produce incertidumbre y el mundo alrededor se torna más imprevisible, confuso y no es extraño que nos infunda un temor atroz.
Pero no ocurre así para los espíritus poéticos que aman lo nocturno precisamente porque esconde infinitud de enigmas y una voluptuosa liberación. Enfrentarse a la oscuridad es una señal de audacia y valentía. Así le sucedía a Charles Baudelaire, como leemos en sus Pequeños poemas en prosa: “¡Oh noche! ¡Oh refrescantes tinieblas! ¡Sois para mí señal de fiesta interior, sois liberación de una angustia!”.
Y sin oscuridad, tal vez, Van Gogh no hubiese imaginado su noche estrellada ni Chopin sus nocturnos. Quizás sea en la oscuridad donde hallemos más vida que en la luz, como leemos en el poema La noche de Alejandra Pizarnik:
“Tal vez la noche sea la vida y el sol la muerte.
Tal vez la noche es nada
y las conjeturas sobre ella nada
y los seres que la viven nada”.
Porque sólo en la oscuridad es posible apreciar el brillo de las estrellas y de la vida. Y reconocemos con humildad nuestros límites ante ese inmenso universo. Nos decía Tanizaki que “no hay nada más misterioso que la magia de las sombras”.
Los mundos paralelos de la noche
La oscuridad de la noche es el ambiente de lo que escapa a las normalidades del día, el tenue escenario de lo furtivo y lo extravagante. Decía Michaël Foessel que “durante la noche uno no imagina otros mundos, descubre mundos paralelos ya existentes”. Recuperar la sombra también quiere decir eludir la estigmatización de las excentricidades que habitan la noche.
A través de sus Paseos nocturnos en Londres, Charles Dickens aprendió a observar esos otros mundos clandestinos y secretos. Eran las sombras marginales que no queremos ver bajo ningún concepto desde la comodidad indiferente del mundo diurno. En sus noches de insomnio, Dickens se aventuró a atravesar las tinieblas de los suburbios. Fueron noches de vagabundeo sin hogar que completaron su educación. Y en una de ellas, se acercó al hospital psiquiátrico Bethlehem de camino a Westminster, y en la oscuridad le sobrevino esta fantástica idea:
“¿No son, acaso, los cuerdos y los locos iguales por la noche cuando los cuerdos ensueñan? ¿No estamos todos nosotros, los que ensoñamos fuera de los manicomios, durante todas las noches de nuestra vida, más o menos en la misma situación de los que se hallan dentro?”
Apagar las luces
La oscuridad invita a la diferencia y a la libertad. Es un inagotable manantial de sorpresas. Recuperar las sombras no es la nostalgia de un mundo sin luz, sino la aspiración a admirar la naturaleza en su imperfección. Abrazar la oscuridad quiere decir enfrentarse a lo arcano, a lo que no encaja en ese mundo idealizado que encarna la hipnótica luz artificial. Quiere decir también asumir que el mundo es como es, y no como debería ser.
Un mundo sin sombras y sin oscuridad no es sino una quimera. Y así lo señalaba Tanizaki en su ensayo hace casi noventa años:
“Tal vez tengamos derecho a mantener un lugar donde podamos apagar las luces y ver qué ocurre a partir de ese instante”.
* Es profesor de Teoría de la Comunicación, Universidad de Castilla-La Mancha.
Originalmente publicado en The Conversation.
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