Se cumple el centenario del nacimiento de Beatriz Guido, figura protagónica de la vida pública argentina del siglo XX, pero muy pocos rastros de su fulgurante camino encontramos en la memoria cultural contemporánea. Su obra literaria no está reeditada, cuesta mucho encontrar sus libros en las librerías de “viejos”, las nuevas generaciones de escritores no la referencian, ni siquiera cuando se menciona la presencia de la mujer en la literatura argentina de hoy se la reconoce como una precursora.
Más llamativa es su ausencia en el ámbito del cine donde cumplió un rol fundamental en la escritura de guiones en un momento donde no era un rol habitual de las mujeres, máxime cuando lo hizo con un grado de profesionalización que los escritores de su tiempo no tuvieron. En el cine no se limitó a dotar de argumentos y guiones a las películas, sino también a promoverlas internacionalmente. Los filmes dirigidos por Leopoldo Torre Nilsson basados en novelas y cuentos de Beatriz, con su intervención en la transposición al guion cinematográfico, fueron los primeros en alcanzar consideración en los principales festivales internacionales. Me sorprendió que en una reciente encuesta sobre los cien mejores filmes de la historia del cine argentino estas obras –al menos La casa del ángel y La mano en la trampa- no figuraran entre las diez mejores del cine argentino.
La promoción de las artes, lo que hoy se denomina “gestión cultural”, fue otra de las actividades a la que dedicó inteligencia y pasión. Lo hizo primero desde la esfera privada, no solo para las películas de Torre Nilsson, sino también de otros cineastas como Leonardo Favio, y al final de su vida como agregada cultural de la Embajada de Argentina en España durante el gobierno de Raúl Alfonsín, donde desempeñó un rol fundamental para recuperar a través del arte el prestigio perdido por el país luego de tantos años de autoritarismo.
Es cierto que de este olvido queda excluido un grupo de amigos, colaboradores o personas que circunstancialmente la trataron y plasman esos recuerdos en comentarios y homenajes. La crítica literaria y la investigación histórica le han dedicado estudios: Elsa Osorio en la colección Mujeres argentinas publicó su primera biografía, Beatriz Guido, mentir la verdad, para editorial Planeta. Luego Cristina Mucci escribió para Norma, Divina Beatrice en una trilogía que se completa con las biografías de Silvina Bullrich y Marta Lynch. Edgardo Cozarinsky, Josefina Delgado y Guillermo Schavelzon le dedican capítulos de sus libros de memorias y varios académicos reflexiones teóricas. Pero no figura en los programas de estudio de literatura o cine, no es un nombre que se reconozca en los círculos artísticos excepto por un limitado grupo de memoriosos.
Pertenezco a una generación que a pesar de la distancia temporal pudo apreciar la relevancia de su figura pública, el impacto de su literatura, la importancia de su labor en el cine. Me ha interesado siempre poner en presente la memoria de las personalidades de la cultura que tenían un peso social que desbordaba los límites de su oficio. Y especialmente de las mujeres que debían luchar contra las discriminaciones legales y sociales que se le imponían.
Cuando me tocó presidir el Festival Internacional de Mar del Plata, junto a su director artístico, Claudio España, y a Marta Bianchi, directora de La mujer y el cine, institución que tenía una sección en el festival, decidimos dedicarle una mesa de recuerdo a su obra dentro de una restrospectiva de Leopoldo Torre Nilsson. Al cumplirse los veinte años de su muerte, como director del Centro Cultural Ricardo Rojas de la UBA organicé en forma conjunta con la Subsecretaría de Cultura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, a cargo de Josefina Delgado, un homenaje del cual participaron Graciela Borges y Manuel Antín. Para ese acto el cineasta Santiago Palavecino dirigió un documental con testimonios de académicas y textos de Beatriz Guido interpretado por jóvenes actrices.
Hace dos años conversando con Diego Sabanés en Madrid creímos oportuno traer al presente esa particular personalidad del siglo XX, en este siglo en que las mujeres alcanzan cada vez más un justo protagonismo. Lo hicimos con la convicción de que es una debida reparación de quien fue con sus actos pionera en reinvindicar un espacio de igualdad en la cultura.
Un aspecto central de su obra es su obsesión por la historia de la Argentina reciente. Así se lo vaticinó uno de sus maestros, el italiano Guido de Ruggiero y así lo cumplió con la escritura de textos literarios que son una constante representación ficcional de los hechos que marcaron al país en el siglo XX. Aun en sus novelas y cuentos más intimistas, la historia es un friso donde los personajes tejen sus tramas. Claramente, hay un segmento de su producción que algunos críticos denominan “la saga nacional” donde los sucesos históricos son la base esencial del relato. Fin de fiesta (1958), ambientado en las postrimerías del período conservador iniciado en la década del 30, El incendio y las vísperas (1964) ambientado en el segundo mandato de Perón y Escándalos y soledades (1970), en el que recrea episodios del gobierno de Arturo Frondizi, forman un tríptico que recrea e invita al debate y reflexión sobre los procesos que encadenan esos distintos ciclos, que luego retoma en su novela final, Rojo sobre rojo (1987), donde el secuestro y la muerte de Aramburu son el disparador de su última ficción.
El mencionado interés por “la patria” no la condujo a escribir crónicas históricas sino a reinterpretar desde su imaginación y su particular percepción de la realidad esos hechos y las consecuencias en las vidas individuales de sus personajes. Sus ficciones crean una atmósfera propia que hace que mantenga su vigencia a pesar del tiempo transcurrido desde su escritura.
El ensayo que presentaremos el año próximo y la muestra preparada en el Centro Cultural San Martín se proponen traer al presente la obra que esta mujer le legó al patrimonio cultural de la Argentina. Su omisión solo nos empobrece.
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