Giovanny Jaramillo Rojas, viaje a una cárcel de mujeres y cómo hacer periodismo desde la literatura (y viceversa)

El sociólogo, docente y periodista colombiano, autor del libro “Privilegio: diario cautivo”, conversó con Infobae Cultura sobre su experiencia en el Complejo IV de Ezeiza, la versatilidad de la ficción y la potencia de la crónica

(Foto: Alejandro Saldívar)

Entre los años 2015 y 2016, Giovanny Jaramillo Rojas esperó que una trafic lo recogiera sobre la calle Puán, en la Facultad de FIlosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y lo deje en el Complejo Penitenciario Federal IV de Mujeres, en Ezeiza. Los martes dictaba una clase de escritura creativa, abierta a toda la comunidad carcelaria; los jueves, un taller de escritura de ensayo. A la primera, cuenta, “iban unas treinta personas, pero era muy intermitente, sobre todo por cuestiones emocionales. El tema de la escritura es complejo. La gente teme escribir, justamente porque cree que al escribir están diciendo algo importante. Había una elevada tasa de analfabetismo: hablo pero no escribo”. A la segunda, la de los jueves, iban “chicas que estaban estudiando en la universidad en contexto de encierro: Derecho, Sociología y Filosofía,unas ocho o nueve personas”. Formado como sociólogo en su Bogotá natal y con unos cuantos años en el lomo ejerciendo el periodismo, comenzó a tomar notas en el penal. Hablaba con los guardiacárceles, con la gente que atendía la cafetería, con las mujeres presas. “De repente me di cuenta que tenía un montón de cosas escritas, que podía transformarse en un libro”. Así nació Privilegio: diario cautivo.

Publicado hace meses en el sello colombiano 9editores con ilustraciones de Héctor Fabián Rodríguez, ¿qué clase de libro es? El primer capítulo empieza así: “3 de agosto. Hoy cumplo siete meses encerrada. Soy una montaña rusa. Una aterradora catarata de turbaciones y desastres. He escuchado que escribir sana. Que sirve como terapia. Probaré”. Débora es una mujer que cae presa en un país ajeno. Con ese simple dato alcanza para adentrarse de a poco en el contexto de encierro pero también en la mente de quien lo padece. “Para Débora, escribir un diario es una manera de dialogar consigo misma y con el mundo, una especie de confesión que le permite mirarse y reconocerse y, a la vez, explicarse ante la mirada extrañada de la humanidad”, escribe en la contratapa María Beatriz Delpech, la persona que posibilitó que Jaramillo Rojas accediera al penal, muchísimo antes de que la idea del libro siquiera empiece a aparecer. Ambos se conocieron poco tiempo atrás, cuando fue su editora en el sitio de rock Brandy con caramelos, cuando él recién llegaba y buscaba zambullirse en el periodismo local.

Ahora, en un diminuto café del barrio de Belgrano, con Ecuador-Senegal en un televisor amurado a la pared, el sociólogo, periodista y docente nacido en 1987, autor de libros como Cubanías y Sur, cofundador y editor de Revista Late, se recuerda en Bogotá con “ganas de desempolvar” aquellas notas carcelarias. Estaba leyendo los diarios de Julio Ramón Ribeyro y sintió, en sus propias palabras, un antes y un después. “Es un escritor peruano que no es reconocido como parte del boom, primero porque estaba Vargas Llosa y segundo porque nunca escribió una novela. Escribías cuentos de la puta madre. A veces pienso que son pequeñas etnografías de la pobreza, la marginalidad, pero también con una distancia a propósito de la pornomiseria. Una belleza. Y descubrí ese caminito que está a medio tiraje entre lo que es personal, que es ficción, y la forma de retratar la realidad, que es muy periodística. Entonces se me ocurrió escribir una novelita en forma de diario”, cuenta con los codos apoyados sobre la mesa, el pocillo de café en el medio y su largo cabello sobre una remera blanca de Los Natas. La versión preliminar de esta historia se publicó entre abril y mayo de 2020 en la revista Polvo, en el formato de novela por entregas.

(Foto: Alejandro Saldívar)

—¿Por qué el camino para narrar esas historias fue, ya no el periodismo, sino la ficción?

—Siempre me preguntaba: qué tenía que contar yo de un penal femenino. Una persona que tuvo el acceso y va con guantes quirúrgicos a decir sus pareceres a propósito de lo que pasa dentro del penal. Tenía un montón de historias, chicas que me habían contado un montón de cosas, no necesariamente cosas tristes. ¿Cómo condensar todo esto? Quise crear un personaje sincrético, tipo el tirano de El otoño del Patriarca de García Márquez: un tirano que puede ser mexicano, argentino, uruguayo, costarricense, peruano. Entonces, por medio de una presa, de una mujer en contexto de encierro, poder contar también varias historias pero como si le hubieran sucedido a ella. Quería explorar el tema onírico, porque eso le daba una tonalidad muy femenina, a mi parecer. Y el reto ahí era construir esa voz femenina sin que se notara que soy un hombre. Había como una necesidad de ir más allá por parte de la protagonista. La crónica no me lo permitía. Siempre he dicho que cuando estás escribiendo una crónica y tienes la necesidad de ficcionalizar algo es porque no hiciste suficiente reporteo, suficiente investigación. Me pasa eso: no pude abordar el tema como me hubiera gustado abordarlo si lo hubiera pensado para algo periodístico. La ficción me permitía cierta versatilidad, cierto juego entre la intimidad de esta mujer, el contexto carcelario y un contexto social que critica el hecho de que la gente encerrada no se resocializa.

—¿Te interesaba que esté presente en la novela la crítica social o fue algo que apareció después?

—Apareció después. Como sociólogo, desde el punto de vista teórico, ya me había empapado de reflexiones sobre el encierro, el panóptico, las cárceles, la libertad. Eso me sirvió para contar las injusticias en esa microsociedad que es un penal, que naturalmente existen, pero que se replican afuera, solo que de una forma más velada o, por qué no, más abierta. Entonces intenté generar ese paralelo. Por eso la mitad de la novela ocurre en la mente de la chica. Eso me permitía plasmar libremente cierta subjetividad.

—¿Con qué realidades te encontraste en el penal?

—Bueno, había un pabellón trans. Con unas chicas trans que tomaban las clases tuve que hablar, porque me estaban morboseando. Yo daba la clase y me estaban mirando la ingle. Les expliqué que me incomodaba un poco. “Todo bien, disculpa, no lo tomes a mal”. También descubrí el tema de la maternidad. Nunca seré madre, no soy padre aún, quizás no lo vaya a ser, pero descubrí cómo el tema de la maternidad tiene su peso adentro. Buscaba disparadores, sobre todo para el taller de escritura creativa que era abierto a toda la comunidad carcelaria, ¿y tú puedes creer que jamás se me ocurrió hablar de la maternidad? Hasta que alguien lo mencionó y todas estallaron en llanto. Casi todas son madre. Fue como descubrir esa culpa que tienen ellas por haber “abandonado” a sus hijos. Me chupa un huevo lo que hicieron, lo que no hicieron, además casi todas estaban ahí por narcomenudeo, algo chiquito a lo que te encuentras en un penal masculino. Y la culpa de sus hijos. Esa pugna entre lo ético, lo religioso, lo espiritual y la realidad a la que estaban abocadas. Un porcentaje más pequeño corta con la cadena de violencia con un abusador. Una nena le cortó la pija al tío que la llevaba violando no sé cuántos años. Otra le clavo dos o tres cuchilladas en el pecho a su esposo que abusada de ella y de su hija. Entonces también por proteger a sus hijos, no poder hacerlo, y dejarlos a diestra y siniestra en la sociedad. Pensar que incluso serán futuros criminales. Gente de muy baja clase social.

—La protagonista de la novela es una migrante. ¿Qué viste en relación a este tema en el penal, sobre todo teniendo en cuenta que también sos migrante?

—La primera vez que llego me presentan con el director del penal, la directora de psicología, un montón de gente, y una chica que era la que dirigía la biblioteca. Me saludó, se presentó, mi nombre es tal, esta es la biblioteca, esta es la zona de los talleres, acá quedan las celdas, este lugar oscuro es para cuando alguien se porta mal y la encierran ahí. Veinte minutos hablando ella sin pausa. Cuando me pregunta cómo es mi nombre, yo desde que la escuché sabía que era colombiana y directamente de Bogotá, le digo que soy Giovanny, ella se dio cuenta y dejó de ir a las clases. Estaba estudiando Derecho y dejó de ir el primer semestre. Me la encontraba y me evadía, no quería hablar conmigo. En septiembre, octubre, me abordó. Me pidió disculpas no sé por qué. Entiendo por qué pero me parecía algo desubicado, pero ella sentía la necesidad de pedirme disculpas porque era colombiana, había hecho las cosas mal, estaba presa en Argentina; en cambio yo era colombiano, había hecho las cosas bien y le estaba dictando clases a ella. Sentía una vergüenza profunda. Después se calmó un poco y fue. Era muy buena estudiante. Digamos que ahí también vio una añoranza: tal vez ya no puede volver, no va a ser igual.

(Foto: Alejandro Saldívar)

En el inicio está la poesía. Un poema a los ocho años. Tiempo después, su madre lo encontró. “La sangre corre por mis venas”. Menciona el título y se echa a reír. “Había imaginado que tenía un autito que se metía por mi sangre, como una barca. Esa era la imaginación. Me causó mucha ternura volver a leerlo. Escribí eso y después me alejé de la escritura. Me metí mucho en el fútbol y estuve a full con el punk rock. Habré leído El principito cuando estaba en quinto grado. Fue la madre de un amigo que daba clases de español en un colegio de Bogotá, ni siquiera era mi maestra, que un día me pasó Mientras agonizo de Faulkner. Una persona que me trataba con horizontalidad, tomábamos café, comíamos gelatina, poníamos música. Yo tenía trece o catorce años, no sabía nada de nada. Yo iba a la cancha a alentar a Millonarios, iba a conciertos de punk, usaba botas, pantalones rotos. Me dijo: léela y hablamos después. Y desde ahí me siguió recomendando cosas. Me pasó a Cortázar, Carlos Fuentes, muy versátil el asunto. Y comencé a querer escribir. Le pasaba algunas cosas que escribía y las comentábamos. Y me daba algunos tips. Hoy por hoy pienso que fue mi primer acercamiento”.

Justo cuando la literatura volvía a su vida de una manera triunfal, Sociología, la carrera que había elegido seguir, le proporcionaba un desvío. Como si fueras cosas incompatibles. Hay un contexto que lo explica. “Colombia es un país en guerra”, dice Jaramillo Rojas, sin vueltas. “Por más que haya firmado la paz, es un país que sigue estando en conflicto. Había como un llamado generalizado a los sociólogos y las sociólogas a que estudiaran el conflicto. Era como una idiotez muy grande escribir sociología de la literatura cuando había campesinos desplazadas, indígenas asesinados, cuando había narcotráfico, paramilitarismo, guerrillas, bombas”, cuenta. Sin embargo, no se alejó de la literatura, se mantuvo apegado. Cuando tuvo que hacer la tesis de grado, decidió apostar por eso. Estudió el caso de Mariano Melgarejo, quinto presidente de Bolivia entre 1864 y 1871. “Lo ficcionalizaron un montón con historias muy particulares y yo me fui hasta Cochabamba para averiguar qué onda con este tipo”. El título de la tesis fue: El hombre telúrico o la mansión de los suburbios: sociologismos literarios del alma tiránica. “Para la academia era como una falta de respeto. ¿Sociologismos literarios?”

La academia insistía en derribar los puentes entre literatura y política. “Para ellos lo serio, las cosas de verdad, lo que le importa al país, es el conflicto. Naturalmente no la leyó nadie. Ahí tuve la oportunidad de acercarme a la literatura como una forma de sociología. Era situar también un problema latinoamericano. Como Colombia no tuvo una dictadura como el resto de los países. Era una acercamiento a la realidad: por medio de la ficción generar reflexiones a propósito del ser humano y su vida en sociedad”, sostiene. Mientras tanto, escribía poemas, cuentos, canciones para sus bandas de punk. “Canciones contra el Estado, contra el status quo, ese tipo de cosas”, recuerda. El periodismo tampoco llegó de forma cómoda. “En la facultad, recuerdo, un profesor decía: los periodistas son personas que saben muy poco de muchas cosas. Es decir, no saben nada. En cambio, el sociólogo tiene el llamado a profundizar en las cosas. Al contrario de la construcción noticiosa, el sociólogo estaba hecho para la investigación, para generar una mirada etnográfica de un problema social. Fui siempre como muy distante con el periodismo”. Entonces llega a la Argentina y las cosas, su carrera, su vida, dan un pequeño giro.

Estaba en Uruguay haciendo una maestría. Su novia, su compañera, pareja desde hace ya 18 años, estaba trabajando en Buenos Aires para una revista rockera. Cubría recitales. Dahian Cifuentes es fotógrafa. “Somos dupla”, dice. Fueron cuatro años recorriendo la noche porteña, de concierto en concierto. “Era como generarse un fenómeno de ver bandas tocar. Independientemente del género, vas a ver siempre lo mismo: 200 personas moviendo la cabeza y cuatro o cinco idiotas, en el buen sentido, tocando y cantando. Ahí comencé a generar atmósferas y a involucrarme con el periodismo. Contar un cuento pero de verdad, que sea verosímil pero que maneje la verdad. Es decir, no podía inventar nada: si el vocalista vomitaba escribía que vomitaba, si no se movía escribía que no se movía. Y el último año antes de volver a Colombia, en 2016, hice una especialización en periodismo narrativo, que dirigía Leila Guerriero y que había profesores de la talla de Mariana Enríquez. Ahí leí a Roberto Arlt, Rodolfo Walsh, María Moreno, un montón de gente que había hecho no ficción. Y dije: esto me interesa”. El siguiente paso fue dejar los reductos culturales para mirar los conflictos sociales de América Latina. Así, sin puntos medios.

Vida de corresponsal. Cuba, México, Costa Rica, Venezuela, Perú. Cubrir para diferentes medios las migraciones centroamericanas. Él y Dahian: la dupla. Se dedicó a contar los conflictos, pero no desde un lugar estrictamente político, sino desde la vida cotidiana, perfiles de ciudadanos en movimiento. “Me interesa lo humano, no como humanista, tampoco quiero sonar así, pero sí escuchar a las personas. El periodismo es eso: escuchar. Hay algo de la mirada, una cuestión muy sensitiva. A veces pareciera que en las escuelas de periodismo enseñan todo lo contrario. Pareciera que eso fuera demasiado subjetivo. Al hacer una entrevista, al escuchar a una persona, es interesante ver qué la rodea. Buscar otras dimensiones. Me interesa mucho en el periodismo esa tensión entre verdad y verosimilitud. Agarrar las herramientas de la literatura, sin olvidar que el periodismo proviene de la literatura, y hacer periodismo. Es una tradición muy vieja en Latinoamérica. No salirse de la verdad pero también hacer que eso que está sucediendo, eso que se llama realidad, que es tan inverosímil... entender que muchas veces cuanto más inverosímil más real es. Hay historias que no se pueden atender racionalmente, sino sensitivamente. Enrique Simns, por ejemplo: esa capacidad de poder generar personajes individuales pero con una representación social inmensa”.

"Cubanías" (9editores) de G Jaramillo Rojas

—Hay algo muy latinoamericano en eso, ¿no?

—Tal cual. Nunca fui a Europa, pero acá todo es tan caótico. Cada ciudad tiene su lógica, tienes que entrar primero, luego adaptarte. Esa vitalidad. No quiero decir directamente que sea un caos, pero es una dinámica muy diversa. Ayer estuve caminando por el barrio de Once y es una cosa tremenda. Sentarse en una esquina y simplemente observar. Cómo te llamas, de dónde eres, puede sacarte una foto.

—Te reivindicás como periodista en un momento en que el periodismo dejó de tener el respeto masivo que tuvo en su momento. Un oficio que hoy no goza de la mejor reputación.

—Sí, claro que sí, y no tengo el título de periodista. Pasa que al periodismo lo entienden como una cuestión noticiosa. Hay un choque en Corrientes y Callao, mandan al periodista, va, habla con tres o cuatro personas, va a la redacción o a su casa, escribe la nota, la publican a la tarde y a la noche nadie la leyó. Atiende a datos, no a historias. Es un hecho anodino porque ocurre todo el tiempo en todo el mundo. Poder atenderlo desde el punto de vista de la historia te permite darle un contexto. Es algo que el periodismo debería hacer, pero entiendo que prima la cuestión de los likes. Cada vez hay más cercanía con la literatura. De cualquier hecho, por más nimio, por más anodino que pueda parecer, se puede sacar una visión particular de la sociedad donde sucedió. Del machismo en Argentina o en México o lo que ocurre en Irán por medio de una imagen. Mientras hay guerra en Ucrania la gente sigue teniendo una vida: caen bombas y hay una mujer que se está pintando las uñas, caen bombas y hay un hombre que está jugando con su hijo. Esa cotidianeidad se rescata, es un vínculo con las ciencias sociales.

—Esta lógica del click que persigue el periodismo, ¿deja de lado las historias, el contexto? ¿Cómo estás viendo el presente?

—Mercantilización. Cómo causar un orgasmo con un pepino: diez millones de vistas en una semana. Los niños huérfanos en Ucrania o algo doloroso: nada. A la gente no le gusta sentirse triste, tiene sus propios quilombos y lo que le interesa es la excitación del momento. La guerra es tan real que la gente le huye a eso. Está mercantilizado, entonces ni siquiera es un fantasma, es un monstruo. Los periodistas narrativos no vamos a ir a pelear contra Goliat., agarramos otro camino que quizás desemboque en un lugar que aún no conocemos. Eso me parece que es lo esencial: ir en contra de la estadística, de lo cuantitativa. Pensamos cualitativamente. Pero estamos condenados a desaparecer. Es una cuestión que no se puede evitar. Ya no sólo son las fake news, ahora hay una competencia con los influencers. Luisito Comunica es una muestra tremenda: el tipo se va para el Amazonas peruano, tiene un equipo que lo produce, habla con un montón de personas, come cosas rarísimas y no construye una sola historia, sino que proporciona datitos. El periodismo narrativo puede hacer que una historia adquiera trascendencia. No llena librerías, no va a tener dos millones de clicks, quizás ni cien, pero al que llega le llega. Es interesante. Tampoco espectaculariza. Es un acercamiento más horizontal, más diáfano con eso que llaman realidad. ¿Cómo podemos conocer la realidad si no es por medio de vivencias? El otro día en El País salió una nota que decía que en Colombia un raspador de coca gana 22 dólares al día. Lo interesante era pensar que probablemente la persona que escribió esa nota gana menos.

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