“Pasa el tiempo y seguimos siendo hombres asustados que se aterran ante la oscuridad”, dijo el escritor argentino Pablo Forcinito. Basta con recrear la alegoría de la caverna de Platón: pasa el tiempo y seguimos siendo prisioneros encadenados en el fondo de una cueva oscura asustándose con sombras, que no son otra cosa que la proyección de una proyección, la invención de una invención, su consenso del terror. ¿Qué cuerpos, qué espectros hay detrás de esas sombras, qué son realmente? Eso, los prisioneros, no lo saben, pero algo intuyen, lo imaginan. En mayor o menor medida, todos estamos ahí abajo, encadenados, paranoicos, muertos de miedo. La pregunta elemental —aunque a veces se nos olvide— no es qué son esas sombras, sino cómo liberarse, cómo salir de la caverna.
En El prodigio, la pregunta por la libertad aparece justo cuando todos están fascinados por el tamaño de las sombras. Estrenada en el Festival de Telluride el 2 de septiembre y en Netflix el 16 de noviembre, esta película fue dirigida por el chileno Sebastián Lelio —ganador de un Óscar a Mejor Film en Lengua Extranjera en 2017 por Una mujer fantástica— y está basada en la novela homónima de 2016 de la irlandesa Emma Donoghue, quien escribió el guion junto con el director y Alice Birch. “Lo que me interesa es por qué necesitamos un sistema de creencias para operar en un mundo que puede que no tenga sentido”, dijo el cineasta en una reciente entrevista. Efectivamente, El prodigio aborda el mundo de las creencias. Y lo hace desde el plano inicial.
El maná del cielo
La película, que se suponía era de época, empieza con un plano de un estudio de filmación. Vemos cajas, equipos, paneles y una gran estructura: lo que parece ser una casa de madera sostenida por un enorme andamiaje de metal. “Hola. Este es el comienzo. El comienzo de una película llamada El prodigio”, dice una voz femenina. No vemos quién habla, tampoco se entiende por qué habla. En algún punto se asemeja a esos programas de televisión que presentan films, donde un conductor hace una breve introducción antes de iniciarse la película. Acá está solo la voz. “Las personas que están a punto de conocer, los personajes, creen en sus historias con total devoción. No somos nada sin historias, así que los invitamos a creer en esta”. Efectivamente, nos habla a nosotros, los espectadores.
“Es el año 1862. Salimos de Inglaterra rumbo a Irlanda. Aún se sienten las consecuencias de la Gran Hambruna, y los irlandeses responsabilizan a Inglaterra de ese calvario”. Ahora la cámara está dentro de esa casa de madera sostenida por un andamio. No era una casa de madera, es un barco, la simulación de un barco para el rodaje. Adentro, una mujer come de un plato. Está pensativa, preocupada, concentrada en sus propios pensamientos. “Allí sentada, una enfermera. Una enfermera inglesa. Viaja sola. Y con ella empezamos”, dice la voz en off y desaparece, también quedan fuera de plano todos los elementos que hacían de esa escena un montaje —el set, los equipos, el andamio, todo— y nosotros, los espectadores, confiamos, creemos y nos sumergidos en esta historia.
La enfermera inglesa (Florence Pugh) llega a una aldea en Irlanda y se hospeda en una casa familiar. A la mañana siguiente, cinco chicas la esperan para desayunar. Una dice: “¿Vino a hacer experimentos con Anna?” El padre de las niñas la acompaña al comité del pueblo, son seis hombres, los más influyentes del territorio. Le informan a la enfermera que está ahí para observar a Anna O’donnell (Kíla Lord Cassidy), una muchacha de once años que hace cuatro meses no come. No estará sola, compartirá misión con otra mujer, una monja. Serán dos semanas de vigilancia. Harán turnos de ocho horas y nunca la deben dejar sola. “El propósito de la investigación es determinar exactamente cómo Anna O’donnell ha sobrevivido sin comida”, le dice uno de los hombres del comité.
En el medio del campo, una casa humilde, una familia religiosa. La enfermera llega, se presenta. Anna está ocupada, está con gente. Todo el tiempo recibe visitas. Una pareja sale de la habitación, le agradece a la familia. El hombre deja una moneda en la “caja de limosnas”. La mujer dice: “Ella es un tesoro. Un prodigio”. Y se van. La enfermera sube a la habitación y encuentra Anna, que está rezando. La muchacha es delgada, su piel es clara, pero se encuentra en muy buen estado. Nadie podría decir que hace cuatro meses que no come. ¿A qué se debe este prodigio? Dios. Es la explicación de Anna y la de su familia. Dios. “No necesito comer. Vivo del maná del cielo”, le dice. La narración de la película es lenta pero efectiva. A paso firme y a la vez delicado, la película avanza.
¿Qué hay detrás de este ayuno prolongado e increíble? En el pueblo aparece un periodista (Tom Burke), oriundo de la aldea pero que ahora vive en Londres. Cosmopolita, realista, intelectual, quiere saber cómo alimentan a la niña, quiere contar la verdad en el diario. Interroga a la enfermera, se ofrece a ayudarla, quiere develar lo que para él es una farsa. Ella toma una medida determinante: Anna no va a estar con nadie, solo con ella y la monja, para que no exista ninguna posibilidad de que su propia familia la esté alimentando de alguna forma solapada. A partir de entonces, la trama se tensa y las dos formas de vida representadas —el campo y la ciudad, la religión y la ciencia, la creencia y la racionalidad, la tradición y el progresismo— chocan con furia irreversible.
Las chicas ayunadoras
El ayuno tiene asidero en varias religiones. En el catolicismo de la Edad Media está el caso de Catalina Benincasa, hoy conocida como Santa Catalina de Siena, que realizaba prolongados períodos de ayuno, solo alimentada por la Eucaristía. Se cree que eso fue lo que desató el ACV que la llevó a la muerte en 1380. También Santa Lidwina, patrona de los enfermos crónicos, uno de los primeros casos documentados de esclerosis múltiple, que realizaba ayunos extremos. Sin embargo, los casos de mujeres ayunadoras se volvieron un fenómeno durante la época victoriana, en la segunda mitad del siglo XIX, donde se ubica la historia de El prodigio: preadolescentes que sostenían que podían vivir sin comer, que aseguran tener poderes especiales y, algunas, que tenían estigmas.
Hacia 1866 Mollie Fancher era una niña famosa. En los diarios la llamaban “el enigma de Brooklyn”. Estudió en un colegio de renombre con promedio altísimo y a los 17 años dejó de comer. Eran ayunos prolongados. Hubo un momento en que la chica perdió su capacidad de ver, tocar, saborear y oler. Tenía poderes, decía. Podía predecir eventos, también leer sin usar la vista. Se negaba a que le realicen pruebas médicas. Era un don y a la gente de su alrededor le servía. A ella también, era todo un prodigio. No era el único. Durante esa época, el neurólogo William A. Hammond fue uno de los que sostuvo que eran fraudes y atribuyó el fenómeno a cuadros de histeria. Para la historiadora Joan Jacobs Brumberg, son ejemplos tempranos de anorexia nerviosa.
Quizás el caso más resonante de entonces sea el de Sarah Jacob, “la chica galesa en ayunas”. Nació en 1869 y al cumplir los diez años dejó de comer. La gente la convirtió en una santa en vida: le rezaban, le traían donaciones y regalos. Los médicos pidieron hacer un monitoreo dentro del hospital y los padres finalmente aceptaron. Pasaron dos semanas y su cuerpo mostró señales de inanición. La familia dijo que ya la habían visto así, que era parte de sus poderes, que se iba a recuperar, que no tenía que ver con la falta de comida. La niña murió de hambre 1869. Tenía doce años. Sus padres fueron declarados culpables de homicidio involuntario. También está el caso de Lenora Eaton que murió en Nueva Jersey en 1881 luego de 45 días sin comer. La fe religiosa, siempre en el medio.
En el año 2016 murió Aradhana Samdariya, una india de trece años que estuvo 68 días sin comer. Durante ese largo tiempo sólo ingirió agua hervida. Vivía en la ciudad de Hyderabad, en el sur de India, bajo las prescripciones del Jainismo, una de las religiones más antiguas del mundo que fomenta el desapego del mundo material. A diferencia de los casos de la época victoriana, los padres dijeron que el ayuno fue voluntario, que ellos le insistían en que lo termine, que si seguía podría morir. El año pasado casi muere otro ayunador. Esta vez, un hombre: Mark Muradzira, líder juvenil de la Iglesia de los Santos Resucitados en Bindura, Zimbabue. Decía que si no comía por cuarenta días, Dios le regalaría un Lamborghini. Lo rescataron a tiempo, lo llevaron al hospital.
Cómo salir de la caverna
El doctor del pueblo irlandés donde transcurre El prodigio es un hombre que duda. Aturdido por la devoción religiosa de sus coterráneos, se pregunta si la niña habrá desarrollado alguna forma de alimentarse a través de la luz solar, como hacen las plantas, inaugurando un caso inédito de fotosíntesis. Luego de ver a Anna, la enfermera conversa con el hombre que le da alojamiento. Es uno de los pocos lugareños que cree que la niña se alimenta de alguna forma a escondidas. “¿Qué clase de pueblo atrasado trae a una enfermera para algo así?”, le pregunta la protagonista y de alguna forma evidencia una de las tensiones clave de la película que resuena en la actualidad: la dificultad del progresismo para entender ciertos fenómenos populares complejos sin creerse superiores.
Hay un momento en que el periodista le pregunta a la enfermera, en tono irónico, “¿cómo está la farsante?” “No está bien. Pero tampoco parece desnutrida”, le responde. Él insiste: “Claro que no, la están alimentando. Tiene buenos trucos. ¿A quién obedece?” La enfermera duda, encuentra sinceridad en Anna. “Le prohibí a la familia que se le acercara, sí que pronto sabremos la verdad”. Entonces él le dice: “Al alejar a la familia detiene la alimentación. Esta historia de la niña que no come se hace realidad. Podría morir”. “A menos que confiesen”, dice la enfermera, y el periodista responde: “Si confiesa, serán expulsados de su hogar, excomulgados. Enfrentarán al juez por tergiversación, encubrimiento, conspiración de fraude. ¿La gente con la que pasó este tiempo soportaría eso?”
En La permanencia en lo negativo, Slavoj Žižek señala que “nuestra percepción de la realidad, incluida la realidad de nuestra propia experiencia interna, depende de pequeñas ficciones”. Hay una película, un cortometraje titulado ¿Qué es la ideología?, donde el filósofo esloveno sostiene que “la fuerza material de la ideología me impide ver lo que estoy comiendo realmente”. La analogía alimenticia con el film de Sebastián Lelio es pura casualidad. No hay dudas, en mayor o menor medida, todos seguimos en la caverna que describió Platón, encadenados, paranoicos, aterrados. La pregunta elemental —aunque a veces se nos olvide— no es qué son esas sombras, sino cómo liberarse, cómo salir de la caverna. Para eso, primero, habrá que enfrentarse a los peores miedos.
Seguir leyendo